El abogado cocinero

20.09.2013 18:52

Había aprendido a cocinar siendo apenas un niño. Su abuela le había enseñado. Cuando volvía del colegio y la encontraba entre cazuelas preparando la cena para esa noche, se sentaba en la cocina a hacer los deberes y cuando terminaba le preguntaba si podía ayudar. Empezó cortando cebollas, desgranando guisantes, pelando patatas o buscando piedrecitas entre las lentejas. Poco a poco fue aumentando la responsabilidad de las tareas y aprendió a pochar verduras, a escaldar tomates, a hacer tortillas y a freír huevos. El paso siguiente fue la elaboración de las croquetas, y después las lentejas y los potajes. pronto se hizo evidente que no tenía mucho más que enseñarle y fue entonces cuando se le metió en la cabeza que quería estudiar cocina. "Ni hablar", le dijo su padre de manera tajante. "Yo soy abogado, mi padre fue abogado y también lo fue mi abuelo. Tú serás abogado porque las cosas son como deben de ser". No discutió porque asumió que hay cosas que no se le pueden discutir a un padre y se hizo abogado. El más profesional del mundo. El mejor. El más certero. Y sin embargo, siguió aprendiendo técnicas de cocina y no se perdía ningún programa relacionado con las artes culinarias por estrafalario que fuera. Siempre que estaba en casa estaba cocinando y nunca lo hacía para sí mismo. En su mesa siempre había invitados de todo pelaje social. Comensales a los que había defendido, comensales a los que había juzgado, colegas de profesión, bocas hambrientas en cualquier caso y deseosas de conocer su ya famosa pericia culinaria. Cuando tenía un juicio difícil y se ponía nervioso, lo primero que hacía al llegar a casa era desplegar su muy extensa colección de sartenes, cuchillos y cazuelas de cocina y se enfrentaba a los guisos más complicados. Sólo así era capaz de solucionar los casos más confusos. Cuanto más sabía de cocina mejor abogado era. Cuanta mayor era su experiencia de leyes, más exquisitos eran sus platos. Cuánto mejor era en todo, más invitados a comer había en su casa. No hubo un sólo día de su vida en el que no se retara a sí mismo a llegar más lejos, bien defendiendo a los demás, bien dándoles de comer las delicias más inesperadas. LLegó un punto en que él mismo se dio cuenta de que no podía aprender nada más. Ya lo sabía todo. Había experimentado todo y lo había ganado todo. Ese día, decidió jubilarse. Dejó su trabajo. Dejó de cocinar. Dejó incluso de comer. Dejo de ser él. Se tumbó en la cama y se dejó llevar porque no concebía una vida sin retos. Sin nada que aprender. Sin nada que solucionar. Y la vida se le fue en un sueño, cargado, eso sí, de nuevas proezas en las que comenzar de nuevo a ser  él mismo.