La casa de la abuela

04.07.2018 20:04

Nunca había creído en las casas encantadas, ni en los fantasmas. No era nada miedoso y creía solamente en aquello que era tangible y real. No se le podía considerar un hombre imaginativo. Pero aquello era, como poco, raro. Se había ido a vivir hace apenas unas dos semanas a la que fuera la casa de su abuela. Una especie de palacete de principios del siglo pasado, de paredes altas y estancias frías. Una construcción típica de aquellos años en su ciudad. La casa había sufrido reformas, obviamente, ya se habían encargado sus abuelos de hacerlas en su día para convertirla en una vivienda más cómoda. Adaptada a los tiempos. Pero su aspecto exterior seguía siendo ‘pintoresco’. La primera cosa curiosa que notó fue a la hora del desayuno. Todas las mañanas abría los ojos al despertarse y notaba un intenso aroma a café, algo que no era extraño ya que dejaba programada la cafetera por las noches, y a rosquillas. No a unas rosquillas cualquiera, no. Olía a aquellas rosquillas de anís que le hacía su abuela cuando él era pequeño y que tanto le gustaban. Sin embargo, no había rastro de las mismas en la casa. Pensó que serían obra de alguna vecina poseedora de la misma receta. Y ahí hubiera quedado la cosa, de no ser porque cuando a mediodía comía cualquier cosa precocinada, toda la estancia olía a migas. Y no a migas cualquiera, a las de su abuela, con su chorizo, con sus uvas, con su jamón… Volvió a pensar en las vecinas como única respuesta a esa extraña sensación que iba creciendo más y más. Había más cosas. Hubiera jurado que se acostaba por las noches destapado y amanecía con la sábana por encima. Si creía haber dejado una luz encendida cuando despertaba comprobaba que estaba apagada y hasta creyó notar una caricia en el pelo cuando se devanaba los sesos por acabar aquel complejo proyecto en el que trabajaba. Sin embargo, su incredulidad permaneció inalterable hasta aquel sábado de invierno en que el frío era tanto que decidió encender el viejo brasero de sus abuelos. Hacía bastante que no se usaba, él mismo se lo había desaconsejado a ellos, y luego hasta prohibido a su abuela. “Tú ya estás mayor abuela, podrías dormirte y no darte cuenta si se quema la falda de la mesa camilla”. Sin embargo, se sentía nostálgico y la sensación, y el olor, de aquel brasero siempre había sido muy acogedor. Lo encendió y se puso a ver un estreno de Netflix mientras comía una pizza congelada, pensando en el curioso contraste de épocas. En el salón olía a la tortilla de patatas de la abuela y aquellos chorizos de patatera que la abuela asaba sobre la plancha de hierro fundido. Ya casi se estaba acostumbrando al vaivén de olores asociados a recuerdos. La película era más bien mala, malísima, y el aburrimiento le fue cerrando los ojos. Primero todo se volvió gris, después negro. Olía a aquellas tardes en el campo en que los abuelos hacían lumbre y asaban verduras y patatas envueltas en papel aluminio. En la oscuridad de su sueño vio con claridad a su abuela. “Levántate, levántate y abre las ventanas. Ahora no te puedes dormir, levántate”. Olía tan agradable, el cuarto estaba caldeado y se sentía adormecido. “Levántate ya, no seas perezoso”, le gritó su abuela e instintivamente abrió los ojos y dio un salto en la silla. El brasero había prendido la falda de la mesa camilla y el fuego se había extendido a las cortinas. Fue rápidamente a por el extintor del pasillo y sofocó las llamas con rapidez. “Por los pelos”, pensó. “De por los pelos nada, sino te aviso yo, nos dejas sin casa y a ver a dónde me voy yo a estas alturas”. Escuchó la frase alta y clara, y reconoció la voz de su abuela, pero no vio de dónde salía el sonido. Perplejo miró por todas partes y rebuscó en cajones y armarios posibles grabaciones antiguas de su voz. Nada. Me lo habré imaginado, concluyó, y se apresuró a recoger todo, a limpiar el desastre y a tirar a la basura los faldones y las cortinas quemadas. Una vez en la cama, con la ventana ligeramente abierta para que se fuera el resto del olor a humo, intentó conciliar el sueño. Tardó bastante, pero cuando lo estaba consiguiendo, escuchó con claridad. “No vuelvas a poner cortinas y tira esa mesa a la basura. Compra algo en Ikea que siempre quise tener muebles, de esos suecos, en casa”.