La Casa

19.07.2017 13:17

Recordó haber entrado de niño en aquella casa enorme que se levantaba al final de la manzana. Llevaba décadas abandonada y se decía, al menos lo decían en el barrio, que estaba encantada por el fantasma de una mujer que murió allí. Sola, abandonada por su familia y amigos. 
Lo cierto es que en las muchas incursiones a la vivienda que habían hecho en aquellos años, nunca escuchó nada raro. Aullidos, gemidos, falsos ruidos de puertas hechos por los otros chicos con la boca, pero nada real. Aún así, siempre acababan huyendo del lugar, saltando por la misma ventana rota que les había permitido entrar en la casa.
Ahora, muchos años más tarde, volvía a la casa, pero lo hacía como arquitecto para rehabilitarla. Le costó abrir la puerta. La cerradura se había acabado oxidando por el paso de los años. Finalmente cedió y se abrió con un estruendoso chillido. Ése no lo había hecho nadie engolando la voz, pensó entre risas. 
El interior le resultó algo decepcionante. Gris, sucio y convencional. No había nada de fantasmal en aquella casa, salvo cientos de telarañas y polvo acumulado en todos los rincones. 
Abrió las ventanas para ver bien a qué se iba a tener que enfrentar y pronto su cabeza pasó a procesar otras cosas más vinculadas a su profesión: el estado de la estructura, de los materiales, qué podría salvarse y qué tendría que reconstruirse por completo, el estado de las cañerías… 
De repente una voz interrumpió sus pensamientos. “No sabía que se había vuelto a abrir la casa”. Se giró y vio a un hombre de mediana edad frente a él. “Buenos días. No, no se ha abierto. Bueno, sí, pero sólo para ver en qué estado se encuentra la casa”. “Pero, ¿cómo es posible? No había herederos, ¿no?”. “La vivienda es propiedad del banco. La mujer que aquí vivía murió sola y su hijo nunca llegó a aparecer. Nunca solicitó la propiedad del inmueble. ¿Conoció usted a la propietaria”, preguntó, a la vez que pensaba que, de hacerlo, sería cuando era sólo un niño. Como no decía nada, siguió midiendo y comprobando el estado de las cosas. “Sí, sí la conocí. La conocí mucho. No era buena como todo el mundo cree y no estaba sola. Ella siempre me encerraba en la habitación de arriba cuando me portaba mal. Durante horas, a veces semanas… la última vez se le fue la mano”. Al escuchar tan insólita frase, se giró de golpe pero allí no había nadie. La puerta de la calle, abierta hasta aquel momento, estaba cerrada y aunque se asomó a la calle para comprobar si aún seguía allí el insólito individuo, la calle estaba desierta. “¡Qué cosa más rara!”, pensó. “Tal vez he tragado demasiado polvo. Mejor subo arriba a ver el estado de las habitaciones, y vuelvo después de mandar al equipo de limpieza. Es imposible empezar a trabajar con tanta suciedad acumulada”. 
Fue abriendo los cinco cuartos de arriba, uno a uno, y todos estaban en un estado bastante similar. Al llegar al último el pomo de la cerradura no cedió. Estaba atrancando y se veía que nadie había intentado abrirlo en mucho tiempo. Lo intentó de una manera y luego de otra, pero no hubo manera posible. Sin embargo, algo, tal vez la curiosidad, o tal vez otra cosa más difícil de explicar, le impulsó a descubrir porque no se abría aquella puerta. Llamó a un cerrajero que había trabajado con él en otras ocasiones y que no trabajaba demasiado lejos. En apenas diez minutos estaba junto a él, tratando de desatornillar la cerradura, mientras charlaba sin parar, comentándolo todo. “Me acuerdo de esta casa, cuando era pequeño nos daba mucho miedo, se decían muchas cosas… todas inventadas supongo porque a la gente le encanta inventar historias y las casas abandonadas dan mucho juego, ya sabe usted. Pero cuando uno es pequeño, se lo cree todo. Y además el niño que aquí vivía, el nieto de la vieja, era muy raro. Casi nunca lo dejaban salir a la calle y muchas veces tenía moraduras que se decía que se las hacía él mismo”… 
Sus palabras se amontonaban, unas encima de otras, hasta hacerse ininteligibles para él que se quedó mirándolo sin entender muy bien. Él no recordaba ningún niño pero él mismo era muy pequeño entonces, tal vez su memoria no fuera tan buena… La puerta se abrió, lentamente, como el telón de un viejo escenario que se levanta con cierta áurea de misterio. Dentro se encontraron con una escena dantesca: los restos de un cuerpo, pequeño, como de un niño, se habían deshecho sobre la cama. Unas cadenas amarraban sus muñecas a la misma. Alguien lo había atado allí y lo había dejado morir. “No era buena como todo el mundo cree y no estaba sola. Ella siempre me encerraba en la habitación de arriba cuando me portaba mal. Durante horas, a veces semanas…”, creyó volver a escuchar las palabras de aquel extraño hombre. ¿Moriría de infarto teniendo al niño encerrado en su cuarto y nadie lo supo jamás? Pero, ¿quién era aquel hombre y porqué hablaba en primera persona? A su lado el cerrajero no acertaba a decir palabra. “Hay que llamar a la Policía”, dijo por fin. 
Él asintió y se precipitó escaleras abajo, en parte por el horror recién vivido y en parte por la falta de aire que sentía en los pulmones por el polvo acumulado. Al salir a la calle, y sacar el móvil para llamar a la policía, lo volvió a ver. “No me podía marchar, ¿lo entiende usted? Al menos hasta que alguien encontrara al niño que fui. Llevó décadas esperando que alguien abriera esa puerta. Gracias. De verdad, muchas gracias”. Y desapareció de la misma extraña manera que había surgido de la nada, dejando el espacio más vacío aún de lo que ya estaba. Más ausente de sentido. 
Nunca le contó a nadie aquello. Pensaba que dirían que lo había imaginado. Peor, que estaba loco. Él mismo no tenía muy clara la realidad de aquella extraña historia, pero nunca llegó a reformar aquella casa. Algo, un cierto sentido del respeto, le impidió hacer algo bonito en aquel espantoso lugar. Lo archivó en algún lugar remoto de sus recuerdos y lo dejó allí para siempre, entre las cosas de las que no se debe hablar nunca. Con nadie. Ni tan siquiera consigo mismo.