La chica del té

20.09.2013 11:32

La veía cada mañana en el mismo sitio. Sentada en aquel café del parque. Siempre repetía la misma rutina. Saludaba, cogía el periódico, se sentaba y pedía un té con limón y dos sobres de azúcar. Cuando el camarero le traía la humeante tetera, lentamente y con cuidado exprimía ligeramente el limón y recogía el sobrecito de té con ayuda de una cuchara. Lo hacía de una manera tan delicada que, estaba convencido, nunca llegaba a mancharse los dedos con la infusión. Luego revolvía la bebida y se la llevaba a la boca despacio, con esa elegancia natural que la caracterizaba. Cuando la taza rozaba sus labios, él ya había perdido por completo el sentido del tiempo. Inmediatamente, cada día, ella hacía un gesto de placer, como el que haría alguien que saborea un manjar divino. "Delicioso", murmuraba por lo bajo y él imaginaba que era su boca lo que ella saboreaba con tanto deleite. Luego, una vez terminaba su consumición, dejaba una moneda y se despedía obsequiando al afortunado camarero con su mejor sonrisa. Y él se quedaba allí. Mirándola. Contemplando su manera de andar al alejarse, el movimiento de su pelo y la decisión con la que emprendía cualquier tarea, ya fuera remover una taza de te o ponerse de nuevo en marcha una vez finalizado su momento de receso. Esa misma situación se repetía cada día de la semana, durante los últimos meses, tal vez durante los últimos años, probablemente durante toda su vida porque nunca sería capaz de decirle nada. No podría confesarle que soñaba con sus manos, con sus dedos largos y sinuosos, con su boca carnosa, ni con su pelo lacio. No podría jamas decirle que le gustaría haber sido al menos un momento ese periódico diario que ella manoseaba con suavidad. Nunca sabría de su existencia y él no podría vivir sin la suya. Así eran las cosas. Así era la vida. Un día decidió ser la persona que siempre habría querido ser. Decidió ser valiente, seguro de sí mismo y atrevido. Un día decidió acercarse a ella y decirle todo lo que necesitaba decir. Se puso en pie y se aproximó a su mesa, justo por detrás de ella. Su melena, agitada por el viento, rozaba sus manos. "Hola", le dijo ella. "¿Nos conocemos?". Entre ambos se produjo un silencio denso, un poco inexplicable para ella que no atinaba a descubrir de que le sonaba aquel rostro. "No, no nos conocemos. Perdona, creo que me he equivocado de persona", dijo él. Y siguió caminando, mordiéndose los labios hasta hacerse sangre. Jurándose a sí mismo que nunca más volvería a tomar té con limón. Jamás.