La falsa soledad

27.06.2013 18:16

Temía quedarse sola más que a ninguna otra cosa en el mundo. También a la vejez, sí, pero el hecho de hacerse viejo en sí no era suficientemente preocupante. Le preocupaba envejecer sola. Temía no tener a nadie al lado con quién discutir, con quién compartir los buenos y malos momentos, con quién saborear los recuerdos comunes, a quién coger la mano cuando todo lo demás fallara. Cuando el mundo se derrumbara bajo sus pies. Temía no tenerle junto a ella toda la vida. Cuando murió, algunos años atrás, creyó que no podría soportarlo. LLegó a pensar en que lo mejor sería dejar la casa que habían compartido para no acordarse tanto de él a cada paso. Sin embargo, tras el funeral, cuando todos se fueron a casa y llegó el momento de la verdad, el de enfrentarse a su completa, y recién estrenada, soledad, lo vió. Estaba sentado en el mismo sitio de siempre, frente al televisor. La miraba y sonreía. Me volví loca del todo, pensó. Ahora me encerrarán en su psiquiátrico y se acabará mi vida del todo. Cerró los ojos muy fuerte esperando, probablemente, que al abrirlos el salón volviera a estar vacío. Y, sin embargo, al abrirlos, él seguía allí. No dijo una palabra, sólo puso su mano junto a la de ella y la miró con una de esas miradas tan cargadas de cariño que podrían  paralizar el universo. Al abrir los ojos al día siguiente esperaba comprobar que todo había sido un sueño extraño y confuso, fruto del propio dolor que sentía. Pero a su lado en la cama, en la postura de siempre, estaba él. Y allí seguía al volver del trabajo, en la cocina. Su fantasma, así lo llamaba ya, jamás salía de casa y no podía verlo si cualquier otra persona estaba en la vivienda con ella. Por lo demás, siempre estaba alli. Cuando su incredulidad inicial fue cediendo ante la evidencia (loca o no, allí estaba), comenzó a escuchar su voz. Al principio era apenas un susurro, pronto adquirió su tono normal. No dijo nada. A nadie. Ni a sus hijos, ni a sus amigos, ni a sus compañeros de trabajo. Era su secreto más personal. Además, estaba segura de que la tildarían de loca. La encerrarían. La medicarían hasta que dejara de verlo y ella no quería eso. No quería dejar de verlo jamás. Las tardes, a la vuelta de trabajo, no fueron en ningún momento solitarias o aburridas. Hablaban, se contaban cosas de los niños, recordaban el pasado. Jamás peleaban. De alguna manera, se habían acercado más aún en la muerte de lo que lo estuvieron en vida. Quedarse sola era su mayor terror, pero eso era antes. Mucho antes de que la vida la sorprendiera con una nueva vuelta de tuerca inesperada. Nunca más le preocupó quedarse sóla, y eso que ahora estaba más sola que nunca. O al menos, eso creían los demás.