La palmera

03.10.2013 11:05

No recordaba ni un solo día de su vida en que aquella palmera no hubiera estado ahí, frente a su ventana. Desde que era niño era al primer ser vivo al que daba los buenos días cuando abría la ventana y el último del que se despedía cuando se iba a dormir. Muchísimas noches de insomnio infantil, y también juvenil para que negarlo, había sido su compañera, su aliada, su amiga. Aquella palmera era parte de su vida desde siempre y ahora, ya adulto, era incapaz de digerir la noticia que le daban sus padres. Al día siguiente la talarían. Acabarían con ella. Sencillamente, dejaría de existir. Sus raíces, al parecer, habían seguido expandiéndose, llegando incluso a amenazar la estabilidad de la vivienda. Había que elegir: el inmovilismo arquitectónico de aquella casa o la vida infinita de su palmera. El resto de la familia parecía tenerlo muy claro y su opinión no contaba, pero no por ello se sentía menos triste. Le pidió a sus padres dormir en su antiguo cuarto esa última noche para, de alguna manera, compartir con su vieja amiga sus últimas horas. Recordaba cuando, de niño, se imaginaba que sus alargadas ramas se estiraban hacia lo alto, tanto que llegaban a tocar el sol. Esa noche rememoró junto a la vieja palmera muchos sueños y recuerdos antiguos. Le habló durante horas en voz cariñosa como si, de aquella, forma pudiera hacerle sobrellevar mejor sus últimos momentos. Le parecía tan injusto que la condenaran a muerte por intentar vivir, por hacer lo único que puede hacer una palmera, buscar agua y agarrarse a la tierra con todas sus fuerzas. Tan injusto. Tan absurdo. En algún momento de la noche, su indignación se debió trasformar en cansancio y éste en sueño, y se rindió ante él porque nadie puede mantenerse firme cuando el sueño lo reclama. Cuando abrió los ojos el sol le hacía cosquillas en la nariz. O tal vez, sólo tal vez, no fuera el sol. Sobresaltado, cuando consiguió despegar sus pestañas, se dio cuenta que estaba subido a lo más alto de la rama más atrevida de su vieja compañera. A mitad de camino entre el cielo y la tierra. Sin mirar hacia abajo para evitar sentir el terror que le producía la altura, siguió escalando hacia el infinito. Hacia mucho más allá de lo que jamás habría soñado que podría llegar a alcanzar. Subió y subió, siempre aferrado a las ramas férreas de su vieja compañera, y en su viaje sintió en su interior toda su fortaleza. Su plenitud, su sabiduría, su experiencia. Toda la savia del viejo árbol pasó a formar parte de sí mismo, y cuando ya no pudo subir más porque hasta aquella palmera imposible tenía sus límites, se dejó caer. Fue algo muy parecido a lo que era volar en sus sueños, una suerte de dulce descenso sin sensación alguna de peligro. Despertó sobresaltado en su cama. En su puño apretaba con fuerza una de sus ramas,  un pedazo de palma ya sin vida. Abrió la ventana con miedo y la vio allí, desmayada contra el suelo del jardín. Apagada. Lejana. Inerte. No pudo impedir que las lágrimas se escaparan de su interior y, también sin quererlo, dejo asomar una sonrisa y un pensamiento inevitable. "Nuestra última noche juntos, gracias por esta nueva aventura que me has regalado. Gracias amiga, y buen viaje".