La peluquera

03.08.2013 19:36

Cada vez que iba, se sentaba dónde le indicaban, cerraba los ojos y se dejaba llevar por la agradable sensación que le invadía. Le gustaba mucho ir allí. El jabón, el agua fría o caliente cayéndole por el pelo, el suave tacto de la toalla en su cabeza, el ruido de las tijeras... se dejaba llevar, convencido de estar en buenas manos. Ella era guapa, de enorme sonrisa y grandes rizos castaños. Sus manos, grandes, delgadas y, a su parecer, sabias, se movían con vida propia haciendo y deshaciendo en las cabezas de sus clientes. No era de las que hablaba mucho. Al contrario, sólo acariciaba y mimaba los cabellos de sus clientes. Era lo único que le interesaba, no sus ideas. Para ella sólo tenía aliciente lo que había sobre sus cabezas, no lo de dentro. Un día se fijo en que su manera de proceder no era la misma con todos sus clientes. Los que, como él, iban a disfrutar de un buen rato en sus dominios, recibían un trato delicado y cuidadoso. Los que no hacían más que quejarse y despotricar de todo lo divino y lo humano, recibían un trato "especial". No es que les cortara mal el pelo, no se trataba de eso. Los dejaba igual de guapos y bien peinados, pero él se dio cuenta de que les quitaba algo. No algo tangible. No es que les robara, no se trataba de eso. Era otra cosa que no sabía explicar. Cuando esos mismos clientes volvían, no tenían tan mal humor. Algo había cambiado en ellos. Un día que fue bastante más tarde de lo normal y se quedaron solos, ella tuvo que salir un momento del establecimiento y le encomendó su cuidado a pesar de estar ya cerrado al público. "No tardaré más de cinco minutos", le dijo. Impulsado por algo que no era capaz de definir, se levantó de su butaca de un salto cuando oyó cerrarse la puerta y el ruido de sus afilados tacones a lo lejos. Pasó a ña estancia contigua y repasó con la vista cada una de las estanterías. Nada. Nada raro, al menos. Abrió los cajones, uno por uno. Nada. Ya iba a darse por vencido cuando vio una pequeña estantería, llena de champús y suavizantes. Junto a ellos había unos pequeños botes con pegatinas indicativas. "Malos pensamientos de Doña Carmen", "Malhumor de Don Joaquín", "Xenofobia de Jaime", "Mal carácter de Rosa"... En su interior, tan sólo se dejaban desmallar pequeños mechones de pelo. Volvió a sentarse en su butaca cuando oyó sus pasos de regreso. "¿Tardé mucho?". "No". "¿Te dio tiempo al menos a satisfacer tu curiosidad?", le preguntó con una enorme sonrisa y añadió. "Todos podemos mejorar el mundo a nuestra manera". Y volvió a acariciar su pelo, con esas manos suaves y esos dedos largos que tanto le gustaba sentir en su cabeza.