Las manos

03.02.2014 11:50

No le gustaba volar. En absoluto. El avión le daba miedo. Pánico incluso. No le parecía lógico que un artefacto tan grande y pesado y, sobre todo, con tanta gente dentro, se elevara en el aire como si de un pájaro se tratara. No era normal. No obstante, en ocasiones, no le quedaba más remedio que hacer de tripas corazón y embarcarse en un vuelo hacia algún lugar lejano por motivos de trabajo. 

No le gustaba volar. Todos los que la conocían lo sabían. ¿Cómo no iban a saberlo? Solo había que mirar su cara cuando subía a un avión para visitar a su madre. No podía hacerlo de otra manera por motivos de tiempo, pero no le gustaba. Nada. Tenía un miedo atroz a que el avión se precipitase hacia ningún lugar en un catastrófico accidente y soñaba con ello días, semanas incluso, antes de cada vuelo. 

Los sentaron uno junto a otro. Asiento 8 A y 8 B. El pasajero, C, que debía haber ido junto a ellos nunca ocupó su lugar. Tal vez perdió el vuelo. Tal vez también tenía miedo a las alturas. Tal vez, nunca existió y estaba previsto que las cosas fueran así.

Cuando el avión despegó los nervios de ambos eran evidentes. Palpables. Tangibles. El cerró muy fuerte los ojos como esperando que, de alguna manera, al abrirlos el avión hubiera llegado ya a su destino. Ella se santiguó muy rápido. No era demasiado religiosa, pero en ciertos casos la prudencia se imponía. 

Poco a poco el aparato comenzó a elevarse. Sin prisa, sin dificultad, como cierta elegancia... tal y como lo haría un pájaro. "¿Le importa que le agarre de la mano?, preguntó ella momentos después de haberlo hecho como si su pregunta diera posibilidad alguna a una negativa. "Me pongo muy nerviosa cuando vuelo, ¿sabe?". "A mí me pasa lo mismo, la verdad", confesó él. "Le pasa a más gente de lo que parece". 

Su conversación intrascendente concluyó en un silencio sólido, ligero y clarificador. Sus bocas callaban pero sus manos seguían oprimiéndose con fuerza, dándose y quitándose el aliento necesario para superar el trance. Así estuvieron las dos horas y media que duró el vuelo. Agarrados. Animándose en una constante caricia férrea y desapasionada. No volvieron nunca a verse. Ni en la calle, ni en un vuelo, ni en sueños, ni en pesadillas. No volvieron a encontrarse jamás, pero sus manos nunca dejaron de buscarse, de anhelarse, cada vez que iniciaban un nuevo vuelo.