Sin cabeza

12.04.2014 19:57

Cuando me levanté de la cama aquella mañana lo supe. De alguna extraña manera, lo supe. Sin embargo, no fui consciente de ello hasta que me miré en el espejo del cuarto de baño. No tenía rostro.  Allí, en el lugar donde debería haber estado mi cara, sólo había un vacío absoluto.  Una nada transparente y abominable que me dejó sin habla. ¿Cómo había podido pasar? ¿Qué había hecho la noche anterior para que todo mi rostro desapareciera? Me intenté tocar entonces, de manera casi inconsciente, las mejillas, los ojos, las orejas… Nada, no había nada. No existía prolongación de mi cuerpo después del cuello. Estaba… decapitada… Pero, ¿Dónde estaba mi cabeza? ¿Qué había hecho con ella? Mira que me habían advertido veces de mi mala cabeza. “Ten cuidado”, me decían, “un día se perderá la cabeza y no podrás encontrarla”. Ese día había llegado y no tenía ni idea de que había ocurrido con ella. Y, sin embargo, no sé cómo, sentía una ligera cefalea a pesar de que era imposible. Decidí tomarme un café que se deslizó desde la base de mi cuello hacia debajo de manera escandalosa. Tendría que hacerme a la idea, pensé mientras limpiaba el estropicio.  La cosa tenía sus ventajas: tarde muy poco en arreglarme. No tenía rostro que hidratar, ni pintar, ni dientes que lavar, ni pelo que peinar. No podía ponerme pendientes por motivos obvios y prefería no arriesgarme a ponerme un collar porque estaba segura de que lo acabaría perdiendo por falta de base. Así las cosas salí a la calle y curiosamente nadie me miraba. Yo, que no sé cómo, podía verlos a ellos, me di cuenta que ninguno de ellos tenía cabeza. Nadie, ni una sola persona de las que caminaban con la calle, tenía cabeza. El mundo se había convertido en un lugar de seres acéfalos. O tal vez, sólo tal vez, ya lo era sólo que yo no me había dado cuenta.  Cuando me levanté de la cama aquella mañana lo supe: ese día iba a ser un día diferente.