Un Martini, por favor
Le gustaba en vaso ancho, con hielos, una rodaja de limón y, por supuesto, una aceituna. Sabía que no era el vaso en que tradicionalmente se bebía el Martini, pero a ella le sabía mucho mejor. Era parte de la magia de esa bebida. La mezcla del sabor amargo, un poco aguada por el hielo, el limón y la sal, indispensable, de la oliva. Cuando pedía un Martini blanco y se lo ponían en copa, en vaso de tubo o incluso, le había llegado a pasar, en vaso de agua o de Nocilla, no le sabía igual. Tampoco cuando lo servían con una rojiza guinda y una rodaja de naranja. Cuando eso ocurría apenas probaba la bebida. Le gustaba ir al bar de siempre y pedir un Martini blanco "como a ella le gustaba". Cruzaba las piernas y se sentía, por un instante, sólo por un segundo, alguien diferente. Una diosa. Olvidaba sus problemas y se recreaba en saborearlo. En degustarlo. En desear que nunca se acabara. Le gustaba en vaso ancho, con hielos, una rodaja de limón y, claro está, una aceituna. Y cuando acababa la bebida, la saboreaba, verde, salada, inigualable, en su boca, como si estuviera besando a un amante imaginario. Imposible. Único. Y, sin embargo, rechazaba a todos aquellos que se acercaban a ella mientras llevaba a cabo su ritual. Era la magia de la bebida. Agitada, no removida. Removida, no agitada. Luego volvía a su vida. A su monotonía. A quienes de verdad la amaban. A su mundo. Pero sabía, sólo ella lo sabía, que durante unos instantes podía ser tan misteriosa y magnífica como hubiera deseado. Le gustaba su sabor amargo y dulce a la vez. Como la vida.