Un ratito con los abuelos

26.04.2017 11:41

Se sentó en la mesa de la cocina y se puso un vaso de vino. Rechazó las copas y eligió un vaso pequeño, del estilo de los que usaba su abuelo cuando se tomaba un vaso de vino, allí, en esa misma cocina. Cortó un poco de queso de oveja, y sólo con su olor pudo saborearlo mentalmente. Una vez instalado pensó en coger un buen libro para disfrutar de ese espacio temporal consigo mismo, pero volvió a rememorar al patriarca de su familia y encendió la radio. Hablaban de fútbol. Casi podía imaginar allí al Abuelo Andrés, sentado con su vaso de vino y su platito de queso, escuchando los resultados de los partidos y esperando para comprobar si, por fin, ese sería el domingo en que se harían ricos. Nunca se hicieron ricos. Nunca les tocó la quiniela, pero esos momentos familiares, esa sonrisa arrugada y estropeada por la edad, perduraba en su memoria como sólo lo pueden hacer los recuerdos de infancia. A ella no le gustaba el fútbol, ni siquiera apreciaba demasiado el queso curado, más bien le gustaba a su marido, ella prefería sabores más suaves pero sí apreciaba un buen vino tinto y sobre todo, la posibilidad de, a través de la memoria gustativa, recordar a los suyos. El abuelo Andrés se marchó dejando una paupérrima herencia económica pero todo un mundo de recuerdos felices, de risas, de abrazos, de historias. Si servía para recuperarle por un instante, ¿cómo no renunciar a las copas altas y delicadas?, ¿Cómo no obligarse a probar su queso favorito?, ¿Cómo no iba a escuchar el fútbol aunque fuera sin oírlo? Casi podía sentirlo trasteando por la cocina. “¿Dónde me habrá escondido esta mujer mi radio de bolsillo?”, “No sé para qué me toca las cosas, me va a matar de un disgusto”. Fue ella, su abuela, la que se marchó primero, dejándolo triste y cabizbajo, demolido. Llegaron a pensar que no podría resistir la vida sin ella, pero lo hizo, eso sí, recordándola a cada instante. “No me gusta nada encontrarme siempre mis cosas en el mismo sitio”, refunfuñaba por lo bajo, “me recuerda que ella ya no está conmigo”. Su abuela Lola les dejó un universo luminoso y feliz, una ignorancia sabia que ella admiraba profundamente. No en vano era la mujer sin estudios más inteligente que había conocido. Tenía una claridad mental y una rectitud innata, una sabiduría doméstica que siempre había deseado para sí. Recordaba el ‘runrun’ de los pucheros al llegar a casa y el olor a guisos de antes, a sopas de siempre, a carnes guisadas y a pescados frescos hechos con cariño. “¿Cómo va a tener espinas mi amor? Lo que yo te pongo nunca tiene nada que no te vaya a gustar”. Y era cierto. La abuela Lola guisaba como nadie. En la radio había comenzado a sonar la música, ya no quedaba vino en el vaso y el queso permanecía íntegro en el plato, apenas había un pequeño trozo mordisqueado. Recogió todo y se dirigió al despacho para seguir trabajando, no sin antes girarse y decir en voz alta: “hasta mañana abuelos”.