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El demonio y la memoria

08.02.2019 13:39

 

Aquellas palabras no hacían más que retumbar en su cabeza. “La única manera de salir de aquí con vida es que me dejes en prenda algo tuyo, pero algo tuyo de verdad. Me da igual qué. Una mano, una pierna, un ojo, un dedo… algo que, de verdad, te importe. O si no quieres mutilarte, uno de tus hijos… a tu marido, que, al fin y al cabo, no es nada tuyo”.

La figura diabólica se dirigía a ella con un tono casi jocoso, burlándose de la situación en la que se encontraba y en la que, indudablemente, se había metido sola, por torpeza.

No tenía cuernos, ni rabo, ni un color rojizo como el fuego, pero nadie podría dudar de que aquel avalista era un demonio espantoso y tenía poder sobre ella.

Renunciar a sus hijos o su marido era imposible, así que comenzó a pensar de qué parte de su cuerpo podría prescindir. Pero no podía concentrarse. Todo lo veía necesario. Sus dedos, sus manos, sus pies, sus ojos, sus orejas… La cabeza le dolía más y más.

“Puedo darte algo mejor que una parte de mi cuerpo, te puedo dar mi memoria. Mis recuerdos. Todas las cosas buenas que me han pasado en la vida, y también las malas. La experiencia. Las caídas y las fuerzas sacadas de la nada para levantarme y continuar. Puedo darte el secreto de mi éxito para que tú lo pongas en práctica y tengas tanto dinero como tengo yo”, le dijo en un arrebato de sinceridad. “Es, junto con mi familia, lo más valioso que tengo, pero, a cambio, nos dejarás a todos en paz”.

El diablo usurero sopesó la oferta y concluyó que era buena. A fin de cuentas, una parte del cuerpo de aquella mujer no le servía para nada. Un hijo, tal vez como esclavo, pero poco más, sin embargo su memoria estaría llena de grandes ideas, observaciones, planes y proyectos exitosos.

“Hecho. Vuelve a tu vida y déjame aquí todos los instantes que has vivido hasta el día de hoy”.

Ella dejó su memoria íntegra, tal y como había prometido, y se marchó con los suyos, aunque ahora no sabía que eran los suyos. No los recordaba. Sin embargo, ellos, que sabían el sacrificio que había hecho para salvarlos, se encargaron de generarle nuevos recuerdos, aún mejores, y consiguieron que su vida fuera tan buena como merecía.

El demonio, como ser ruin y despreciable, trató de utilizar los recuerdos de la mujer en su provecho, pero nada funcionaba como hubiera debido. Todo le salía mal.

Intentó preguntarle a la mujer qué era lo que estaba haciendo mal, el motivo de que solo pudiera acumular fracasos, pero ella no lo recordaba y nadie se había molestado en contarle quién era aquel tipo feo, desagradable y malencarado, y no pudo ayudarle.

 

Y el demonio se arruinó y perdió todo lo que tenía porque las ideas brillantes no se pueden copiar. Se tienen o no se tienen

 

Una mala noche

05.12.2018 18:31

 

Se despertó de madrugada. La noche era cerrada y la oscuridad absoluta. Por la ventana, cubierta por un estor, no se colaba ni un ápice de luz. No quiso encender las de la casa por no despertar a los que dormían. Caminó despacio, a tientas, recorriendo de memoria el camino una y mil veces realizado, tratando de reiterar los pasos que daba a diario. Había escuchado un ruido lejano. Como el ladrido de un perro pequeño, pero no tenían perro. Al llegar a la cocina se paró a escuchar. Nada. Silencio absoluto. Volvió sobre sus pasos despacio, tratando de no llevarse por delante ningún mueble. Se sentó en la cama y cuando iba tumbarse de nuevo para seguir durmiendo… otra vez escuchó algo. Esta vez le pareció un gruñido, como de un felino de gran tamaño. Y estaba dentro de la casa. Se levantó de nuevo, esta vez con más cautela, con la respiración agitada y el corazón dando saltos. Recorrió cuarto por cuarto, muy despacio… nada. Silencio denso y brumoso. Regresó a su cama, una vez más. Pasaron los minutos y continuaba mirando al techo en silencio, el único sonido era la respiración acompasada de su pareja. Poco a poco se fue tranquilizando. Estaba claro que la noche le había jugado una mala pasada y había imaginado cosas. Se fue adormeciendo y dejándose llevar por el cansancio de la jornada. Cada vez todo se volvía más negro, más opaco, más neblinoso… entonces lo escuchó, con total claridad, un tremendo gruñido como si frente a él hubiera un oso de tamaño gigantesco. “¿Qué es eso?”, gritó su pareja saltando de la cama y encendiendo la luz sin ningún miramiento. Los niños también se despertaron. “Parecía un animal salvaje”. Él no dijo nada. Recorrieron la casa, sin orden, sin concierto, corriendo de un cuarto a otro, buscando en sitios inverosímiles… allí no había nadie, no había nada extraño. Eran las tres de la mañana. Todos fueron volviendo a la cama, quitándole importancia a las circunstancias. “Habrá sido un vecino bromista”, decían. Su mujer se durmió, los niños también… todo volvió a la normalidad. Salvo él. No podía. Sentía que el corazón se le salía del pecho. Se sentó en el sofá y fue dejando pasar los minutos en silencio, luchando por permanecer despierto, mirando al frente, iluminado por una pequeña lamparita de lectura. Así pasó varias horas. Hacia las cinco y media, el cansancio le pudo y acabó por quedarse dormido, en un duermevela perturbado y ligero. Por la mañana le despertó su mujer. “¿Qué haces ahí?”, le preguntó mientras le daba un beso. “El ruido de ayer me quitó el sueño”, contestó mientras trataba de abrir los ojos, luchando contra el sueño. “¿Qué ruido?”, preguntó ella riendo. Y moviendo con normalidad lo que parecía un muñón sanguinolento. “¿Qué te ha pasado?”, gritó él. “¿A mí? Nada”, contestó riéndose. “Me molesta un poco esta mano, pero nada más”, contestó señalando la mano ausente y el muñón que había quedado en su lugar. Sus hijos fueron entrando al salón, como si de una obra de teatro se tratara, a uno le faltaba una pierna, a otro una oreja… pero todos reían y bromeaban. Ninguno recordaba haber escuchado un ruido, y todos negaban haberse levantado de la cama aquella madrugada. “Por cierto, cariño, no quiero decirte nada, pero últimamente roncas muchísimo, pareces un auténtico jabalí”, escuchó mientras se metía en el cuarto de baño, sin entender nada de nada. Allí solo, con la puerta cerrada, el espejo le devolvía la perturbadora imagen de un hombre con la boca y las manos manchadas de sangre, los ojos deshumanizados y la desagradable sensación de tener un sabor metálico en la boca que no lograba descifrar.

 
 

 

El sueño

05.12.2018 18:31

 

“Hoy soñé contigo”. Lo dijo como quien dice buenos días. Ella lo miró sin saber bien qué decir. Estaban separados por la pantalla de un ordenador, pero frente a frente en la oficina. “Espero que fuera algo bueno”, bromeó, por decir algo, en realidad. No podían ser dos personas más diferentes. Ella era sociable, risueña, divertida y realmente extrovertida. El ojito derecho del director. Él era callado, introvertido, casi huraño, trataba de pasar desapercibido ante todo el mundo, tanto que a veces la gente olvidaba que estaba delante. Era el auténtico hombre invisible. Sin embargo, la frase la dijo como si hablaran de todo a diario, como si fueran uña y carne. “No, no demasiado. Soñé que tenía que matarte porque no me quedaba otra opción”. 
La sonrisa se le heló en el rostro. Se quedó blanca y sin palabras, mirándolo anonadada. “¿Cómo?”. Él la miró, con su mirada un tanto bobina y falta de inteligencia aparente, aunque con un brillo en los ojos que dejaba claro que la primera impresión no siempre es la correcta. “No me quedaba otro remedio”. Se puso los cascos y siguió trabajando como si tal cosa. A ella se le atragantó el café. 
El resto de la mañana transcurrió de manera lenta y extraña. Por más que intentaba sacarse de la cabeza la salida de tono de su extraño compañero, no era capaz. A la hora de comer salió como siempre a tomar algo con algunos compañeros y se les unió su jefe. Él, por supuesto, no estaba. Nunca salía de la oficina. Se limitaba a tomar un triste sándwich de pavo y queso desgrasado frente a la pantalla de su ordenador. Sin hacer nada. Ni leía páginas en Internet, ni jugaba a nada on line. Solo masticaba y dejaba la mirada perdida en la nada. 
“¿Qué te pasa? Hoy estás muy callada”. Ella no pudo reprimir más lo ocurrido y le contó a sus compañeros la extraña conversación de la mañana. Ellos escucharon respetuosamente pero al terminar no pudieron evitar reírse. “¿Y eso te preocupa? Es un pobre hombre, un don nadie, un pequeño hombrecillo al que nadie mira dos veces. Mira, hoy ha conseguido que te fijes en él. Debe ser su día de suerte”. 
Ella sonrió, sin mucha convicción, pero el mero hecho de haber compartido su extraña sensación, ya le hizo sentir mejor.
El día concluyó con normalidad. Ella siguió con su trabajo. Él no se movió de su sitio. Y todo el mundo se marchó a su casa a la hora habitual. Al bajar en el ascensor, todos los que conocían lo ocurrido (y eran muchos porque ya se sabe que no hay secretos en un despacho pequeño) lo miraban de reojo y en silencio. El hombre invisible nunca fue tan observado.
A la mañana siguiente, todo el mundo estaba pendiente de él. Le saludaban, hablaban con él fingiendo cualquier excusa, le invitaban a unirse a las conversaciones, y él se dejaba interpelar y contestaba en voz baja, distante pero con educación. Ella se sentía algo incómoda porque suponía que él ya habría imaginado que tanta atención se debía a que ella había hecho una gran bola de nieve de aquella pequeña minucia. 
En un momento dado, sus miradas se cruzaron. Ella se puso roja y, sin saber muy bien porqué, le soltó a bocajarro: “¿Qué, ayer también soñaste conmigo?”. A él ni siquiera le cambio el rostro. “Sí”, confirmó. “Volví a soñar contigo, y otra vez me obligaste a hacer algo que no quería. Tuve que matarte”.

 

II

 

 

La broma había ido demasiado lejos. “Oye, no sé si tú le ves la gracia, pero a mí no me hace ninguna que me digas esas cosas. Me parece desagradable, no es una broma graciosa”, le dijo muy seria.

“Desgraciadamente no es una broma. Ya te lo dije. No me quedó más remedio”.

“Estás como una cabra”, sentenció ella.

Él se encogió de hombros, se puso los cascos y comenzó a teclear en su ordenador. Su rostro era gris. Su cuerpo era gris. Todo en él era aburrido. Hasta su manera de escribir era aburrida, ni una sola tecla sonaba más alta que las demás. Y, sin embargo, ella no podía sacarse de la cabeza a aquel hombre invisible que se había hecho excesivamente visible para su gusto.

Ese día volvió a contar a sus compañeros la conversación a la hora de comer. “¿Quieres que le digamos algo?” preguntaron. “No, no. No deja de ser una salida de tono. Nada más”.

El jefe rumió algo por lo bajo pero no dijo nada más.

El resto de la semana la tensión que había en la oficina se podía cortar con un cuchillo. Nadie hablaba demasiado y al pasar delante de ambos, apresuraban el paso. El ambiente se había enrarecido. Ella era muy consciente. Él no parecía notar nada.

El viernes a la hora de comer le confesó a su jefe que le estaba cogiendo algo de miedo. “Tan serio, tan callado, tan anodino… es un tipo muy raro. Parece un loco”.

El lunes a primera hora cuando llegó a su mesa lo primero que le llamó la atención es que él no estaba. Se habrá retrasado, pensó. Pero pasó una hora, pasaron dos horas, pasaron tres horas y seguía sin estar.

Al mediodía aprovechó para preguntarle al director qué ocurría con su compañero. “Lo he tenido que echar del trabajo. Nadie podía concentrarse, tú estabas muerta de miedo y, la verdad, siempre me ha parecido un tipo muy raro”.

No supo qué decir. Por una parte, se sentía aliviada de no tener que volver a verlo, por otra se sentía mal. Culpable de que aquel pobre y extraño individuo hubiera perdido su empleo por soltarle a ella una salida de tono.

Durante todo el día no se lo pudo sacar de la cabeza, pero pasaron las semanas y la cosa se fue olvidando. Poco a poco el hombre invisible volvió a ser eso, invisible y nadie se acordó de que hasta poco tiempo antes había sido uno más de la oficina.

Su puesto lo ocupó un chico joven, simpático y bastante guapo al que no se le ocurriría ni en sueños decirle a una compañera que había soñado, o fantaseado, con matarla.

No habían pasado ni dos meses cuando su nuevo compañero la invitó a cenar. Ella aceptó encantada. Esa noche sacó toda su ropa del armario, se probó todos los vestidos que tenía porque ninguno acababa de convencerla. Se maquilló hasta tres veces porque la primera vez le parecía excesiva la capa de pintura, la segunda demasiada natural y la tercera, a la tercera se vio más guapa que nunca. Parecía, con aquel vestido, el maquillaje y un magnífico peinado, una auténtica belleza cuando se miró al espejo. Estaba radiante. Lo que no esperaba ver en la imagen que le devolvía el mismo era al hombre invisible a su espalda. Más delgado, más enjuto, más gris, más invisible. “Me has destrozado la vida”, le dijo en un susurro. “Yo”, intentó contestar, pero antes de poder acabar la frase él la empujó con todas sus fuerzas hasta arrojarla por la ventana. “Tuve que hacerlo. Tú me obligaste”, murmuró, saliendo tan despacio como había entrado en el piso. Sin dejar detrás suya ninguna  pista. Como si de un hombre invisible se tratara.

El Puente

23.07.2018 19:41

Lo llamaban el Puente de los Ahorcados porque se decía que, durante un tiempo, eran muchos los hombres que perdían su vida, y su alma, de esa manera, dejándose caer, con la soga al cuello, desde semejante altura. Todos pensaban que se trataba de una leyenda. Ella sabía que era cierto porque no había día que no los viera, con sus cuellos alargados y sus rostros retorcidos, columpiándose de alguna manera agónica en aquellas cuerdas. Había visto también a sus familiares llorando, más bien los había escuchado, como si la tristeza se hubiera quedado impresa de alguna manera en algún margen del tiempo, como un registro sonoro intemporal e imborrable. Ella no lo comentaba con nadie, claro… la hubieran tomado por loca, salvo con Mila, con ella sabía que no habría problemas… total, se había muerto durmiendo (muerta súbita le llamaban a aquello) hacía dos años y habían seguido, como hacían desde que las dos entraron en Primaria, haciendo juntas el camino a clase. A los buenos amigos no hay que perderlos, ni siquiera morirse es una excusa.

La casa de la abuela

04.07.2018 20:04

Nunca había creído en las casas encantadas, ni en los fantasmas. No era nada miedoso y creía solamente en aquello que era tangible y real. No se le podía considerar un hombre imaginativo. Pero aquello era, como poco, raro. Se había ido a vivir hace apenas unas dos semanas a la que fuera la casa de su abuela. Una especie de palacete de principios del siglo pasado, de paredes altas y estancias frías. Una construcción típica de aquellos años en su ciudad. La casa había sufrido reformas, obviamente, ya se habían encargado sus abuelos de hacerlas en su día para convertirla en una vivienda más cómoda. Adaptada a los tiempos. Pero su aspecto exterior seguía siendo ‘pintoresco’. La primera cosa curiosa que notó fue a la hora del desayuno. Todas las mañanas abría los ojos al despertarse y notaba un intenso aroma a café, algo que no era extraño ya que dejaba programada la cafetera por las noches, y a rosquillas. No a unas rosquillas cualquiera, no. Olía a aquellas rosquillas de anís que le hacía su abuela cuando él era pequeño y que tanto le gustaban. Sin embargo, no había rastro de las mismas en la casa. Pensó que serían obra de alguna vecina poseedora de la misma receta. Y ahí hubiera quedado la cosa, de no ser porque cuando a mediodía comía cualquier cosa precocinada, toda la estancia olía a migas. Y no a migas cualquiera, a las de su abuela, con su chorizo, con sus uvas, con su jamón… Volvió a pensar en las vecinas como única respuesta a esa extraña sensación que iba creciendo más y más. Había más cosas. Hubiera jurado que se acostaba por las noches destapado y amanecía con la sábana por encima. Si creía haber dejado una luz encendida cuando despertaba comprobaba que estaba apagada y hasta creyó notar una caricia en el pelo cuando se devanaba los sesos por acabar aquel complejo proyecto en el que trabajaba. Sin embargo, su incredulidad permaneció inalterable hasta aquel sábado de invierno en que el frío era tanto que decidió encender el viejo brasero de sus abuelos. Hacía bastante que no se usaba, él mismo se lo había desaconsejado a ellos, y luego hasta prohibido a su abuela. “Tú ya estás mayor abuela, podrías dormirte y no darte cuenta si se quema la falda de la mesa camilla”. Sin embargo, se sentía nostálgico y la sensación, y el olor, de aquel brasero siempre había sido muy acogedor. Lo encendió y se puso a ver un estreno de Netflix mientras comía una pizza congelada, pensando en el curioso contraste de épocas. En el salón olía a la tortilla de patatas de la abuela y aquellos chorizos de patatera que la abuela asaba sobre la plancha de hierro fundido. Ya casi se estaba acostumbrando al vaivén de olores asociados a recuerdos. La película era más bien mala, malísima, y el aburrimiento le fue cerrando los ojos. Primero todo se volvió gris, después negro. Olía a aquellas tardes en el campo en que los abuelos hacían lumbre y asaban verduras y patatas envueltas en papel aluminio. En la oscuridad de su sueño vio con claridad a su abuela. “Levántate, levántate y abre las ventanas. Ahora no te puedes dormir, levántate”. Olía tan agradable, el cuarto estaba caldeado y se sentía adormecido. “Levántate ya, no seas perezoso”, le gritó su abuela e instintivamente abrió los ojos y dio un salto en la silla. El brasero había prendido la falda de la mesa camilla y el fuego se había extendido a las cortinas. Fue rápidamente a por el extintor del pasillo y sofocó las llamas con rapidez. “Por los pelos”, pensó. “De por los pelos nada, sino te aviso yo, nos dejas sin casa y a ver a dónde me voy yo a estas alturas”. Escuchó la frase alta y clara, y reconoció la voz de su abuela, pero no vio de dónde salía el sonido. Perplejo miró por todas partes y rebuscó en cajones y armarios posibles grabaciones antiguas de su voz. Nada. Me lo habré imaginado, concluyó, y se apresuró a recoger todo, a limpiar el desastre y a tirar a la basura los faldones y las cortinas quemadas. Una vez en la cama, con la ventana ligeramente abierta para que se fuera el resto del olor a humo, intentó conciliar el sueño. Tardó bastante, pero cuando lo estaba consiguiendo, escuchó con claridad. “No vuelvas a poner cortinas y tira esa mesa a la basura. Compra algo en Ikea que siempre quise tener muebles, de esos suecos, en casa”.

La visita

20.06.2018 11:58

He vuelto a verlo. Sé que no es posible. Sé que ni siquiera en la más remota de las imaginaciones eso podría haber ocurrido, y aún así, lo vi. Desafío a cualquiera que lo niegue, aunque lo haga con pruebas científicas y evidentes en la mano, aunque me rete delante de su propia tumba… sé que es imposible, sé que está muerto, y aún así, yo, lo vi. Con tanta claridad, como veo ahora a los interlocutores que me rebaten, a quienes me dicen que estoy loca, que tanto amor enloqueció mi mente y ya no distingo ensueños y realidad. No es cierto. He vuelto a verlo. He podido tocar su pelo y acariciar sus mejillas. He escuchado su voz pronunciando mi nombre. Entiendo que nadie me crea. Es probable que yo, en su lugar, tampoco lo hiciera. Comprendo que les sea más sencillo pensar que perdí la cabeza al perderle a él. Es lógico, pero no por ello son menos ciertas mis palabras. Estuvo junto a mí, y me invitó a seguirle. A recorrer la misma senda por la que él transita, hace ya meses. Me invitó a estar junto a él para siempre. Es probable que haga caso a sus palabras. Entre permanecer en un mundo que te cree loca, y vivir para siempre junto a su recuerdo… ¿tú qué harías? Yo, ya lo tengo claro…

 

Mírame

16.05.2018 19:59

Mírame. Mírame bien. Mira mi cara desgastada por el paso de los años, mi cuerpo troceado, machacado, por los golpes de la vida, mi salud mermada por siglos de existencia superada. Por una y mil vidas soportadas, arrastradas, malvividas.
Mírame, soy la tierra que habitas, la madre de tus hijos, la luz que ilumina las sombras, la sombra que oscurece los sueños. Mírame, mírame bien. Soy la que nunca dejó de ser, la que caminó hasta perderse y volver a encontrar el camino. Es más, soy la que hizo el camino por el que caminaron todos los hombres, todos los hombres que son como tú. Soy el fuego que devasta los bosques, la lluvia que inunda los ríos, el viento que genera huracanes, tsunamis, vendavales. Mírame bien. Soy la que te levantó del suelo, una y otra vez cuando tú caías con todo tu peso. Cuando te arrastrabas humillado por tu infinita pequeñez. Soy todo lo que pensaste que no era cuando me levantaste la mano. Cuando me forzaste a ser quien no era, a querer a quien no quería, a fingir lo que no sentía... Soy los golpes que me diste y las sonrisas que no me regalaste. Tus miserias, tus fracasos, tus vergüenzas, tu derrota. Mírame. Mírame bien. Y no olvides nunca mi rostro, aunque ya no lo puedas volver a ver. Soy una y todas... todas las mujeres silenciadas que en el mundo han sido. Soy voz y penumbra... pero mírame bien, y no me olvides otra vez. Ya no.

El vestido

09.05.2018 18:31

 

Cuando vio aquel vestido en aquella tienda de segunda mano no pudo quitarle los ojos de encima. Era la primera vez que entraba en aquel establecimiento. En realidad, era la primera vez que entraba en una tienda de ropa usada. Siempre le había parecido… raro. No se sentía cómoda usando ropa que había llevado alguien antes. Sin embargo, nada más entrar y ver la cantidad de clientas de todo tipo que había en la tienda, algunas muy bien vestidas y evidentemente acomodadas, se le fueron quitando los prejuicios. Y la ropa, la ropa era preciosa, nadie hubiera dicho que no era nueva, sobre todo aquel vestido rojo sangre colgado en una percha solitaria. Cuando miro el precio no se lo podía creer. Era de un modisto muy respetado y de fama internacional, cómo era posible que nadie se lo hubiera llevado ya. Le preguntó a la dueña. “Es precioso, es cierto, pero por algún motivo todo el mundo que se lo prueba asegura que le queda mal”, dijo ésta en un arranque de sinceridad. No pudo evitarlo, inmediatamente cogió el vestido y se fue al probador para comprobar cómo le quedaba a ella aquella belleza de traje. “Como un guante”, le dijo la propietaria de la tienda nada más salir con el vestido puesto del vestuario. “Estás guapísima”. Así se sentía ella, radiante. El vestido la hacía, de alguna extraña e inexplicable manera, más guapa, más alta, más esbelta y se sentía mejor que nunca. Y era tan barato… tan barato… “Me lo llevo”, anunció. “No te arrepentirás”, sentenció la dueña al tiempo que pasaba la tarjeta de crédito por su datafono.

No tardó en estrenarlo. Esa misma noche tenía una cena con un amigo que pretendía que llegara a ser algo más. Se puso más guapa que nunca. Se maquilló con cuidado, dejó su pelo liso suelto, y combinó el vestido con unos zapatos y un collar a juego. Ella misma se sintió más guapa que nunca. De camino a su cita supo que era el blanco de todas las miradas. Los hombres se volvían al pasar y las mujeres la miraban, obviamente, con envidia.

Al entrar en el restaurante hasta el maitre le dedicó una sonrisa de oreja a oreja y él… supo inmediatamente que había conseguido su objetivo: impresionarlo.

Se sentó en la silla que él se había levantado a separarle educadamente… y de repente, todo se volvió borroso. Brumoso. Inexistente.

No supo cuantas horas había estado inconsciente, pero cuando despertó estaba rodeada de gente. Camareros, policías, personal de seguridad… había gente por todas partes y ella apenas podía respirar. “¿Qué ha pasado?”, preguntó a un policía que se encontraba junto a ella. “¿No recuerda nada señorita?”. “No. Sólo sé que todo se volvió neblinoso y creo que me desmayé”, respondió. “Pues, le anuncio que está usted detenido por matar a su pareja”.

De repente el aire se hizo doloroso y los sonidos se apagaron a su alrededor. “¿Matar a mi pareja? ¿Qué pareja? ¿Quién está muerto?”…

“No sé si era su novio o no, pero según decenas de testigos acuchilló usted al chico con el que cenaba en mitad de la cena con el cuchillo de cortar la carne, y no paró de dar cuchilladas hasta que lo mató, le dijo el policía.

Asustada, intentó ponerse en pie, pero sus piernas apenas la sostenían. Miró de soslayo su precioso vestido sobre el que no había ni una sola mancha de sangre, pero le dio la impresión de que era mucho más rojo que antes. Su color había cobrado intensidad.

Semanas más tarde, una chica se quedó mirando el vestido en un perchero de una tienda de segunda mano. “Que vestido más bonito”, le dijo a la dueña. “Sí, es precioso, pero no se que pasa que siempre lo acaban devolviendo a la tienda, y cada vez regresa es aún más bonito que en la ocasión anterior. Es un vestido muy particular”. “Qué lástima, creo que no me quedaría bien”. La dueña la miró fijamente. “Si quiere que le diga la verdad, a mí me da la impresión que es el vestido el que escoge a sus dueñas”.

 

De la A a la B

23.04.2018 20:36

 

 

Tenía la absoluta seguridad de que la felicidad estaba a un paso de su puerta. Tan sólo tenía que conseguir que ella le viera como era realmente. Necesitaba que no se fijara sólo en sus gafas, ni en su timidez, que no se diera cuenta que era el más delgado y callado de la clase, y que descubriera, por sí misma, lo estupendo que era. Todo eso lo pensaba mientras subía, junto a ella, en el ascensor. Era la chica más guapa del mundo, la más lista, la más simpática y la mejor, en todos los sentidos. Estaba seguro. “Hasta mañana, nos vemos en clase”, se despidió ella sonriéndole, al tiempo que entraba en el 5º A. El se quedó junto a la puerta de su casa, apenas a unos metros, en el 5º B, pensando que nunca dos letras estuvieron tan alejadas.

Silencios en el café

19.04.2018 09:32

“¿Tú crees que merezco algo mejor en esta vida?”. La pregunta quedó en el aire entre la pareja. Tantos años de matrimonio habían convertido los silencios en un espacio de intimidad entre ambos. No supo qué decirle. Él pensaba que la vida era una sucesión de obstáculos con algunos momentos de felicidad verdadera. Escasos, y por ello más valorados. Ella se creyó literalmente el viejo cuento del príncipe azul y lo de comer perdices. Era más que consciente de que su azul se había desteñido hace mucho, nunca había comido perdiz y sospechaba que, tal vez, para ella no era suficiente. Se quedaron callados, cada uno mirando a su taza de café, interrumpidos, si acaso, por el ruido ronroneante de la cucharilla removiendo lo que pudiera quedar de azúcar al fondo de la taza. “En la próxima vida, cambiamos de ciudad y de trabajo”. Él la miró a los ojos. “¿La volverías a pasar conmigo?”. “Pues claro”. Y siguieron en silencio tomando su desayuno, él con una sonrisa infantil pintada en la cara.

La Pluma

12.04.2018 13:35

Nunca había visto aquella pluma estilográfica en casa. En realidad, ni en casa ni en ninguna parte. Él era un escritor tradicional, de los que no usaban el ordenador y escribían sus novelas de forma manuscrita. En cualquier caso, jamás había usado pluma, pero al verla le hizo gracia escribir alguna de sus historias con ella. Se sentó frente al folio en blanco, y lejos de sentir aquel temor que sufren los escritores por falta de inspiración, su mente y su mano parecieron confabularse para comenzar a escribir de manera casi automática. Las ideas salían solas. Casi sin procesarlas. Los personajes parecían interactuar por su cuenta, haciendo cosas que él ni siquiera había imaginado. Las situaciones le sorprendían al mismo tiempo que provocaban sorpresa en los protagonistas de su historia. Parecía que toda ella, toda aquella historia, salía directamente desde la tinta de la pluma al folio. Aquel fue un día raro en el que no pudo parar de escribir a pesar de que, en un momento dado, las manos le dolían realmente. Cuando se fue a la cama, durmió como un niño pequeño. Sin sueños, sin miedos. Tranquilo. Al día siguiente al volver a sentarse en su despacho la situación volvió a repetirse. Y al tercer día, y al cuarto… El viernes decidió retomar su tarea pero  cambió la pluma por su tradicional bolígrafo BIC… De pronto, el folio en blanco que tenía ante sí parecía una cima que no podía escalarse. Releyó la historia ya escrita, de hecho, había escrito tanto durante la semana, y tan bien, que le faltaba muy poco para terminarla. Sin embargo, no sabía cómo hacerlo. No tenía ni idea. Aquella extraña novela contaba cosas siniestras que a él, al escritor que siempre había sido, ni siquiera se le hubieran pasado por la cabeza. Sin embargo, allí estaban. Muertes, crímenes, abusos, espíritus, criminales irredentos posesiones y toda una suerte de disparates, tantos que no tenía ni idea como iba a finalizar aquella historia. Cogió la pluma. No hizo falta más. Escribió todo el día, y al siguiente y el domingo, a última hora de la noche, salió de aquel cuarto con una nueva novela finalizada. “Por fin”, le dijo su mujer al verle salir del despacho. “Te la has tomado muy en serio, la has hecho del tirón”. “Sí, ha sido como una necesidad. Tenía que contar esta historia”. Ella se quedó mirando su mano derecha, en la que aún llevaba la pluma. “¿De dónde la has sacado?”, le preguntó con los ojos muy abiertos. “¿Cómo has podido encontrarla?”. “¿Encontrarla? Pero, ¿tú ya la conocías?”, interrogó él. “La he visto en el trabajo”, contestó ella. “En el despacho de uno de mis compañeros. Es el arma de un delito. Un hombre mató con ella a su mujer y a sus hijos, y luego se tiró por una ventana gritando que la culpa era de la pluma, que estaba poseída por el diablo… o algo así, no me acuerdo muy bien, un disparate de un demente maltratador de mujeres… cualquier excusa les viene bien. Pero claro”, concluyó ella. “Es imposible que sea la misma. Es una de las pruebas que se llevó la Policía. Será parecida”. Él soltó la pluma sobre la mesa y se quedó mirándola fijamente. En una de sus esquinas creyó ver una mancha de sangre. Imaginaciones suyas. No era posible. Tenía que ser una casualidad. A la mañana siguiente, sus piernas le dirigieron directamente al despacho. Allí, sobre la mesa, estaba la pluma. Creyó escuchar una voz. “Ahora vamos a contar otra de mis hazañas”. Allí no había nadie. Él… y la pluma. Quiso salir corriendo, pero sintió una poderosa necesidad de sentarse a escribir lo que parecía ser la historia de un escritor que se volvía loco… de repente.

 

El gemelo

19.01.2018 14:05

Sabía que tuvo un hermano gemelo. Lo sabía porque se lo habían contado, pero él no llegó a conocerlo. ¿Cómo iba a hacerlo si murió a los pocos días de nacer? Sin embargo, de alguna extraña y curiosa manera siempre había creído sentirlo cerca. Esa sensación se hizo mucho más real esa noche. La gripe se había cebado con él y todo su cuerpo se estremecía a más de cuarenta grados. Empapado en sudor, no había un solo hueso de su cuerpo que no le doliera como si le hubieran dado una paliza con un bate de beisbol. Se encontraba francamente mal y estaba solo. Esa era la parte negativa de no haberse querido comprometer nunca con nada, ni con nadie, cuando se encontraba mal, no tenía a nadie que le echara una mano. Tampoco se arrepentía. No necesitaba a nadie. No quería a nadie. La gente pedía cosas. Quería cosas. Necesitaba tiempo, y él no tiene tiempo, ni dedicación para nadie que no fuera él mismo. Tumbado en la cama, con una botella de agua cerca, sentía que el techo podría caerle encima. Sus ojos fallaban, veía borroso y la fiebre le hacía delirar. Fue entonces cuando lo vio. Con una claridad absoluta. Estaba sentado en su cama. Junto a él. En realidad se estaba viendo a sí mismo, pero él sabía que era el otro. Su hermano muerto. “Hola, estás hecho un asco”, le dijo. “Y estás solo. No tienes pareja. No tienes a nadie. Papá y mamá no cuentan contigo para nada porque nunca estás disponible. Ni siquiera tienes a un buen amigo al que llamar. ¿Qué demonios has hecho con la vida que me robaste? La has desperdiciado. Ahora me toca a mí”. Y vio, entre atónito e incapaz de hacer nada, como le rodeaba el cuello con las manos y comenzaba a apretar. Sintió como el aire se iba de sus pulmones poco a poco hasta que lo vio todo borroso. Negro.

Cuando se levantó al día siguiente, se sintió increíblemente bien. Sentía hambre y sed y una enorme necesidad de ducharse. Se aseó, desayunó mucho y muy bien y se arregló hasta sentirse bien consigo mismo. Frente al espejo del recibidor se miró y se dio el visto bueno. “Ahora a la calle”, se dijo en voz alta. “A recuperar todos los años perdidos”. 

 

Medias de seda

14.01.2018 20:40

Siempre sentía un curioso placer al ponerse unas bonitas medias de seda. Disfrutaba de la sensación de la seda en su piel y, justo por eso, se las ponía siempre muy despacio, deleitándose en el mismo tacto de la prenda. En la sugerencia y la elegancia de las formas. Le encantaban sus piernas envueltas en tan deliciosa funda. Se sentó en la cama e introdujo primero una pierna, luego la otra avanzando despacio para encajar el pie en su lugar, talón con talón. Una curiosa sensación de lejanía la invadió de golpe. El pie avanzaba por el interior de las medias pero no parecía encontrar el final. Se guiaba por instinto, tal y como lo había hecho siempre. Pero el resultado no era el debido. No parecía llegar a ningún lugar. Con el otro pie pasaba lo mismo. Aquellas medias parecían infinitas. En un absurdo y hasta infantil gesto tratóde mirar en el interior para ver cuánto quedaba hasta alcanzar el final de aquel túnel de seda y encaje. Ni siquiera podía ver su pie. Metió como pudo la cabeza en las medias. Todo se volvió negro. Oscuro. Y suave. Sedoso. Toda ella estaba atrapada en unas interminables, elásticas y delicadas medias de sedas. Comenzó a correr por el túnel resbaladizo en que se había convertido aquello pero, lejos de avanzar, tuvo la seguridad de que cada vez quedaba más para llegar al final. Más aún. Supo que no había final. Había sido abducida por un extraño fenómeno sin sentido. Por unas medias. Eso sí, de auténtica seda. 

Limpiar el frigorífico

12.01.2018 09:59

Odiaba limpiar el frigorífico, era un trabajo largo, arduo, pesado y poco agradecido, ya que cada semana tocaba volver a empezar, pero era una carga autoimpuesta que asumía sin pensarlo demasiado. Comenzó por sacar la comida y las baldas, y lavarlas una a una, luego inició el proceso de repasar con el estropajo las paredes del aparato y dejar impoluto cada rincón. En esta ocasión, le pareció descubrir una mancha de tomate justo al fondo del refrigerador, y no dudó en meter medio cuerpo dentro del mismo para quitarla. Comenzó a frotar con fuerza y tuvo la extraña impresión de que la mancha, no sólo no desaparecía, sino que se hacía cada vez más grande. Más y más grande aún, tanto que en un momento dado le pareció que todo era rojo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no estaba en su cocina, o al menos no estaba arrodillada en ella limpiando el frigorífico. Estaba dentro del mismo y la puerta se había cerrado por su propio peso. Por alguna inexplicable razón su cuerpo se había reducido hasta quedar atrapado en el interior de un aparato que, sin baldas por las que escalar, parecía inexpugnable. La única manera de poder ver las cosas con algo de perspectiva pasaba por subirse al estropajo y desde allí, tratar de saltar a la balda de las botellas de agua, que aún no las había llegado a sacar. Una vez allí, escalar hasta la balda de las salsas y de allí hasta la de los huevos y mantequillas, desde donde podría intentar alcanzar la pequeña palanquita de accionaba la apertura del frigorífico. El acceso al estropajo no fue agradable. La sensación de humedad jabonosa, unida al frío que hacía en el interior del aparato, no mejoraba las cosas. Pero fue capaz de hacerlo y desde esa cima dio un salto imposible hasta la botella de agua. Imposible fue porque no alcanzó más que a la caja de leche, de dónde quedó colgando al tiempo que se daba cuenta que la rosca del cartón estaba cediendo. Subió, como pudo, al brik de leche y desde allí creyó sentir lo que, sin duda, deben sentir los alpinistas cuando tratan de llegar al Everest. La distancia era infinita y la dificultad incuestionable. “Debería haber dedicado la mañana del sábado a rituales de belleza matutinos, como todas mis amigas”, pensó. “Pero no, yo con mi obsesión por la limpieza he acabado dentro de mi peor enemigo”. A la vez que se reñía a sí misma, pensaba que tal vez le hubiera dado por hacerse la cera y hubiera acabado dentro de la cazuelilla en que se calienta.  Haciendo gala de una fuerza física desconocida consiguió llegar hasta lo alto de la botella de agua. Desde allí el acceso a la balda de las salsas fue sencillo, pero el olor a Ketchup y la sensación de vértigo era inaguantable. Se sentó junto a la mayonesa a descansar y, por un momento y por primera vez, se dio cuenta del absurdo de la situación. “¿Cómo puedo estar dentro de un frigorífico? ¿Es eso si quiera posible?”. Dejo pasar unos instantes hasta que el frío se le hizo insoportable y volvió a ponerse en marcha. Esta vez tenía el pringoso objetivo de llegar hasta los huevos, escalando para conseguirlo el bote de kétchup, el más espigado de todos los que había en su frigorífico. La subida no fue agradable, pero sí sencilla. Por una vez, agradeció la desagrable manía de su hijo de no limpiar adecuadamente el bote de salsa cada vez que se ponía. Embadurnada en la avinagrada poción llegó a lo alto de su tapón y aprovechando el plástico que conecta el mismo al cuerpo de la botella, lo usó como pértiga hasta situarse, jadeando, agotada y ciertamente alucinada, en lo más alto de un tostado huevo clase A. No se atrevió a mirar hacia abajo. La sensación de vértigo sería, estaba convencida, insoportable. Necesitaba descansar. Su cuerpo lo pedía a voces, el esfuerzo había sido titánico, pero tenía demasiado frío. Y le aterrorizaba la posibilidad de morir congelada allí arriba. Sólo le quedaba un pequeño salto. Nada más. Un último esfuerzo para abrir el frigorífico colgándose de la pequeña (para ella gigantesca en esos momentos) palanca que accionaba la apertura del mismo. Cogió impulso con todas sus fuerzas y sintió que su cuerpo caía, se deslizaba sin posibilidad de agarrarse a nada… “María, María… llevas media hora mirando el café del desayuno… ¿No querías limpiar el frigorífico hoy?”. Su marido la miraba asombrado de su aspecto adormecido. “Ehh… no. Mejor hoy lo limpias tú. Olvide decirte que he cogido hora en la peluquería”. Y poniéndose en pie, salió rauda de la cocina, no sin antes dirigir una mirada de soslayo al frigorífico. 

Poder decir que no

12.01.2018 09:06

 

"“No ha sido nada. No me ha hecho daño. No debí llevarle la contraria delante de tanta gente”. Lo dice en un susurro, con el maquillaje tapando apenas los moratones, tan reiterados que ya casi parecen tatuados en la piel. “Pero él me quiere. Es que es así”. Sus manos, delgadas, enjutas, nerviosas, se mueven a la vez que habla. Todo su cuerpo dice a voces que tiene miedo. De él, de sí misma, de la sociedad, de todos. Alguien la educó para pensar que hay que soportarlo todo. Que no debía mostrar felicidad en público, salvo que su marido fuera el motivo de la misma. Que decir que no, no es adecuado. Que no debía reír. Alguien le hizo creer que el amor es sumisión, dolor, tortura y eterna tristeza. Le hicieron pensar que estaba bien que sus hijos se educaran en ese ambiente miserable y retorcido y que crecieran pensando que ese era el rol que debían asumir. Que se hicieran hombres convencidos de que las mujeres estaban en la tierra para agradar. Una gran mentira bajo la que se han sometido miles y miles de mujeres en la historia… Hasta que una dijo NO. Hasta aquí. Y luego otra. Y otra más. Y hubo quien dijo que las mujeres estaban locas. Que eran ‘feminazis’ porque ya no se dejaban agredir ni verbal, ni físicamente. Porque, a quién se le ocurre, querían cobrar lo mismo que los hombres por hacer el mismo trabajo. Querían poder decidir. Y no tener que maquillarse nunca más los moratones. Que, de hecho, no querían soportar a nadie que las lastimara. Y que nadie tenía derecho a hacerles daño nunca. Las mujeres no quieren agradar. No quieren que las miren como objetos de deseo. No quieren nada que no quieran los hombres. Quieren compañeros de camino con los compartir risas y penas, logros y fracasos, quieren pasar por la tierra de la mano de su pareja, no a sus pies. ¿Es tan difícil de entender? Todo eso lo pensaba su interlocutora, mientras la miraba, con sus moratones mal disimulados, sus ojos rojos de haber llorado y su miedo, su eterno miedo, a ser feliz".

La mujer

10.01.2018 13:27

Asumía temporalmente el puesto de una compañera en la televisión y justo por eso llegaba con tiempo al despacho en la empresa audiovisual. A esas horas no había nadie. Las máquinas, los ordenadores, las pantallas y el plató de televisión vacío. Todo tranquilo. Encendió su equipo y se dispuso a ver qué había ocurrido durante las horas de la noche y si alguien había informado ya de ello. Fue entonces cuando la vio, como de pasada. Una mujer cruzaba despacio los pasillos mirando hacia delante. Pensó que sería una turista que, al encontrarse la empresa ubicada en un hotel, se había confundido de estancia. Se levantó para sacarla de su error pero allí no había nadie. Recorrió todos los cuartos, incluido el baño, y allí no había nadie. Me tengo que tomar un café cargado y empezar a acostarme antes, pensó. Siguió con lo suyo, pero ya con una extraña sensación. No habían pasado ni quince minutos cuando al levantar la vista de la pantalla volvió a ver a la extraña mujer realizando el camino de vuelta. “Oiga”, gritó, mientras saltaba de la silla hacia la entrada. Nadie. Sólo una sensación extraña de frío y un miedo creciente, e inexplicable, en el cuerpo. Comenzó a llegar la gente y la sensación se fue difuminando hasta que terminó por olvidarlo. A la mañana siguiente volvió a realizar su rutina de siempre. Encendió el ordenador, miró los correos, leyó otros digitales y, cuando había comprobado que todo estaba controlado, se levantó a por agua. Con la taza llena hasta los bordes y haciendo equilibrios se la encontró de frente. “Hola”, fue lo único que su voz se permitió decir. “¿Has visto a mi hija?”, le dijo la mujer. “...no”, contesté. “No la encuentro. Vengo todos los días a buscarla pero no la encuentro”. Lo dijo en voz muy baja. Y prosiguió. “Me dijeron que se había escapado, pero yo nunca me lo creí, creo que se asustó con el incendio y vengo todos los días por si se escondió en algún rincón y no la pudieron encontrar”. “¿Qué incendio?”, pregunté perpleja. “El del hotel. Se quemó. El hotel ardió y mi hija desapareció para siempre”. Me quedé pensando que aquel hotel, en efecto, se había quemado hacia casi treinta años, pero aquella mujer no tendría más de 25, era imposible que hubiera estado allí y mucho menos que tuviera una hija. “¿Dónde estaba usted”, le pregunté. “En la última planta. Duchándome. Nunca pude salir de allí, pero no sé porqué... no me quemé, y aquí estoy desde entonces. Bajo todas las noches desde mi habitación para buscar a mi niña... ¿la has visto? ¿Has visto a mi hija?”. Y se marchó de la misma manera que había venido sin que nadie, salvo yo, pudiera verla.

La isla encantadora

10.01.2018 13:26

Tenía la isla ese encanto indefinible de los lugares que ya no se pueden olvidar porque se quedan grabados a fuego en el recuerdo y en lo más profundo del alma. 
Por eso, supongo, todos aquellos que sentían la atracción irremediable hacia sus áridas tierras, hacia sus negros luminosos, sus montañas volcánicas de imposible tierra roja, sus azules playas kilométricas y sus atardeceres infinitos, se sentían obligados a regresar.

 

A veces, incluso, no llegaban a marcharse nunca.

Te quiero

10.01.2018 13:26

Te quiero como se quiere a las cosas imposibles, inalcanzables, como se desean los sueños. Te quiero despierto y dormido. Te quiero cuando todo va bien, y cuando se derrumba el mundo a cada paso. Cuando río y cuando lloro. Te quiero con todas mis fuerzas porque es la única manera de querer que conozco y porque, si no lo sintiera así, con tanta intensidad, sería porque habría dejado de quererte. Ella sonrió y continuó caminando porque, en el fondo, ya lo sabía.

A oscuras

04.11.2017 12:54

Horas de luz en total oscuridad. No las puedes ver, pero se intuyen. Así se sentía él, tanto tiempo encerrado en sí mismo. Tanto tiempo oculto al sol, a la gente, a los comentarios, a la vida, en definitiva. Decidió no exponerse al mundo por miedo a que le hicieran daño, pero acabó por hacerse daño sin ayuda de nadie, alejándose tanto de todo lo que amaba que acabó por no amar nada, ni a nadie. Quienes le querían, le olvidaron. Quienes le añoraban, acabaron por pensar que su existencia fue un sueño, una entelequia. Y entre tanta oscuridad, bruma y niebla, comenzó a echar de menos los rayos del sol justo cuando comprendió que sus ojos ya nunca volverían a acostumbrarse a su resplandor. Nunca nadie le hizo tanto daño como el que se infligió a sí mismo. 

Hambre

06.09.2017 20:14

 

Sentía un agujero en su interior que necesitaba llenar. Sentía la inevitable necesidad de comerse el mundo a bocados. De llenar ese vacío a dentelladas. Quería llenar todos sus huecos arrancando trozos de vida a la vida misma. Y comenzó a morder, a arañar, a roer... comenzó a tragar instantes de felicidad, de tristeza, de añoranza, de locura, de ira... Engulló besos, lágrimas, abrazos, risas, pesadillas, discusiones, confesiones, recuerdos... comió y comió hasta que no quedó en su cuerpo un sólo hueco que rellenar. Una vez se sintió lleno de todo aquello que había echado en falta, se tumbó en mitad de la nada y se quedó dormido y era tanto el peso que cargaba en su pequeño y débil cuerpo, que ya no tuvo fuerzas para despertar, y siguió durmiendo y soñando con todo aquello que creyó necesitar una vez.

Difícil decisión

03.09.2017 11:08

 

Tienes que escoger, no puedes tenerlo todo, le dijo con voz áspera. No puedo, dijo ella. Debes poder, ya no eres ninguna niña. Es que no puedo, insistió ella, a punto de romper a llorar. Todos tomamos decisiones duras en la vida, ahora te toca hacerlo a ti, aunque te duela. La niña sintió que le ardían los ojos y le dolía la barriga. No comprendía nada. Aquel hombre le pedía que eligiera entre aquello que más quería y ella no quería elegir. No podía elegir. Ella lo quería todo. No podía elegir entre su padre y su madre. No podía elegir entre todos sus hermanos. No era capaz de decidir si se quería quedar con su perro o su gato. No podía elegir entre uno de sus abuelos. Se secó las lágrimas y se puso de pie. Yo no voy a elegir. Tú has tenido que hacerlo. Yo lo quiero todo y eso es lo que elijo. Se puso de pie y se echó a caminar sin mirar para atrás. Eligió que nadie le dictara las normas, que nadie le trazara el camino, que nadie le dijera a quién podía o debía querer. Eligió ser libre y eso hizo.

El amigo dragón

03.09.2017 11:06

"Mamá, anoche, cuando me asomé a la ventana, vi en ella a un dragón pequeñito". Lo dijo con tal seguridad en la voz que no dejaba lugar a dudas. "Estarías soñando". "No. Seguro que no. Lo vi". "¿No sería una lagartija o un camaleón?" Él la miró con esa cara de indignación con que todo niño, que no se siente tal, mira a su madre en un momento dado de su vida. "Era un dragón... bajito, pero un dragón". "Vale, pues era un dragón". Se quedaron en silencio, ella haciendo esfuerzos por no decir nada más, él tranquilo. "Me dijo que no me preocupe cuando os escucho discutir, que eso lo hacen todos los papás del mundo, incluso los suyos, pero que no tiene porque significar nada...". "No... claro que no. Todos los papás discuten por tonterías.... ¡Qué listo es tu dragón!". Silencio de nuevo. "Me dijo que si tú crees que es lo mejor, deberías coger ese trabajo nuevo que te ofrecen... aunque te de un poco de miedo hacerlo. Dice que cuando se quiere algo hay que arriesgarse". La madre miró al niño con los ojos abiertos como platos, sin dar crédito a lo que oía. "...¿eso te dijo el dragón?". "Sí". Nuevo silencio, esta vez más largo. "Y... ¿qué más te dijo el dragón?". "Que me porte bien y obedezca. Que me lo coma todo para hacerme grande y que aprenda mucho en el cole... me dijo que estos años son los mejores, que sus hermanos mayores ya tienen trabajar y dicen que es un rollo". "Ahhh...". El sonido de la radio de fondo se perdía por el pasillo. Ellos en la mesa de la cocina parecían ajenos al resto del universo. "Ya me lo tomé todo. Me lavo los dientes y me voy a la cama. Estoy deseando que venga a darme las buenas noches". "...¿el dragón?". "Claro, mamá. Siempre lo hace. Le daré saludos tuyos". "...claro. Dáselos". Y dando un salto se perdió por el pasillo, rumbo al cuarto de baño, dejándola sentada, entre confusa y algo alucinada. "Cosas de niños", se dijo, pero se prometió estar atenta a su ventana nada más acabar de cenar... por si acaso.

SUDOR

23.08.2017 18:02

Tenía muchísimo calor. Los termómetros superaban en la calle los 40 grados por cuarta vez ese verano, pero él no había dejado de acudir diariamente a su cita con la salud: al gimnasio. Cada tarde, de siete a ocho, lloviera, nevara, granizara o hiciera un calor como el de aquel día, él acudía a su centro deportivo para cumplir con su entrenamiento diario. Máquinas, pesas, algo de colchoneta, bicicleta… iba variando cada día. Aquel día se subió a la cinta de correr. Empezó a un ritmo suave y, poco a poco, lo fue acelerando. Las gotas de sudor se iban escurriendo por su frente, pero él no dejaba de correr. Tenía la camiseta y el pantalón completamente empapados, pero él seguía aumentando la velocidad. Tenía que compensar los excesos del fin de semana y el ejercicio era la mejor manera. El resto de gente que había acudido aquel calurosísimo día de agosto al gimnasio, no demasiados por otra parte, se había ido marchando. Aquél día, por si fuera poco, el aire acondicionado fallaba y el calor era insoportable. Él no se dejó amilanar y continuó corriendo. Más incluso del tiempo acostumbrado. De hecho, su bono le permitía ir todo el tiempo que quisiera a diario. Más rápido, más minutos, más potencia… más calor. Si en el exterior los termómetros marcaban 40 grados, su temperatura corporal debía superar lo humanamente soportable. Aunque el sudor hacía tiempo que le empañaba los ojos, él había decidido dar el do de pecho aquel día. Ni siquiera paró a beber agua, tal y como solía hacer con regularidad. Tal vez fueron las copas del sábado de noche, o la paella del domingo, o aquella tarta a la que no fue capaz de renunciar, fuera como fuera estaba convencido de que aquel lunes debía expiar sus pecados y la cinta le pareció la mejor manera. Correr. Correr. Correr. Correr. No podía pensar en otra cosa. Tal vez por eso no se pudo dar cuenta de que ya no sentía cansancio, ni calor, ni dolor, ni el sudor… ya no sentía nada. Nada de nada. Cuando el encargado del gimnasio se dirigió, a su hora habitual, a hacer el recorrido por las salas para, posteriormente, cerrarlo, y se encontró su mochila, su botella de agua, su ropa tirada en el suelo y un gran charco de lo que parecía ser agua pero olía sospechosamente a sudor, no entendió nada. Hay cosas que no son fáciles de entender. 

Carmita y Tito, Tito y Carmita

18.08.2017 13:58

Él era el chico más guapo del lugar. Bueno, eso pensaba ella, claro está, pero en el fondo sabía que no era la única que lo miraba de reojo cuando paseaban del brazo. Ella era guapa, lista y resuelta, todo lo que él podía desear, por eso mismo, desde un primer momento, no tuvo ojos para otra. Ella era la hija de Don Claudio, el propietario de uno de los principales hoteles de Lanzarote en aquella época lejana. Él era hijo de Don Paco, el propietario del cine Atlántida y veía la vida con los ojos de la gran pantalla. Eran ellos dos, Carmita y Tito, para todos sus amigos y conocidos que eran muchos. Juntos comenzaron un camino difícil muchas veces, cuesta arriba muchas otras, pero plagado de risas, de cariño y de amor. Ellos formaron una familia, tuvieron cuatro niños y una niña, que dieron mucha guerra y muchos buenos momentos. Fueron, para enfrentarse a la dura batalla que siempre es la vida, sólo uno. Uno sólo contra todo porque, para que nos vamos a engañar, la vida muchas veces es una guerra y hay que plantarle cara sin miedo. Ahora, cincuenta años después de que un lejano día de agosto subieran a Mancha Blanca y se dieran el ‘Sí quiero’ ante la Virgen de Los Dolores, vuelven a hacerlo. Y no lo hacen acompañados sólo de amigos, sino de toda su  clan, su gran familia. Y es que, aunque siguen siendo Tito y  Carmita, aunque siguen siendo los novios más guapos y felices del lugar, tienen mucha gente que tratará de seguir sus pasos. Él era el chico más guapo del lugar, ella la más bonita. ¿Alguien lo duda? Muchas felicidades a los dos!

La Casa

19.07.2017 13:17

Recordó haber entrado de niño en aquella casa enorme que se levantaba al final de la manzana. Llevaba décadas abandonada y se decía, al menos lo decían en el barrio, que estaba encantada por el fantasma de una mujer que murió allí. Sola, abandonada por su familia y amigos. 
Lo cierto es que en las muchas incursiones a la vivienda que habían hecho en aquellos años, nunca escuchó nada raro. Aullidos, gemidos, falsos ruidos de puertas hechos por los otros chicos con la boca, pero nada real. Aún así, siempre acababan huyendo del lugar, saltando por la misma ventana rota que les había permitido entrar en la casa.
Ahora, muchos años más tarde, volvía a la casa, pero lo hacía como arquitecto para rehabilitarla. Le costó abrir la puerta. La cerradura se había acabado oxidando por el paso de los años. Finalmente cedió y se abrió con un estruendoso chillido. Ése no lo había hecho nadie engolando la voz, pensó entre risas. 
El interior le resultó algo decepcionante. Gris, sucio y convencional. No había nada de fantasmal en aquella casa, salvo cientos de telarañas y polvo acumulado en todos los rincones. 
Abrió las ventanas para ver bien a qué se iba a tener que enfrentar y pronto su cabeza pasó a procesar otras cosas más vinculadas a su profesión: el estado de la estructura, de los materiales, qué podría salvarse y qué tendría que reconstruirse por completo, el estado de las cañerías… 
De repente una voz interrumpió sus pensamientos. “No sabía que se había vuelto a abrir la casa”. Se giró y vio a un hombre de mediana edad frente a él. “Buenos días. No, no se ha abierto. Bueno, sí, pero sólo para ver en qué estado se encuentra la casa”. “Pero, ¿cómo es posible? No había herederos, ¿no?”. “La vivienda es propiedad del banco. La mujer que aquí vivía murió sola y su hijo nunca llegó a aparecer. Nunca solicitó la propiedad del inmueble. ¿Conoció usted a la propietaria”, preguntó, a la vez que pensaba que, de hacerlo, sería cuando era sólo un niño. Como no decía nada, siguió midiendo y comprobando el estado de las cosas. “Sí, sí la conocí. La conocí mucho. No era buena como todo el mundo cree y no estaba sola. Ella siempre me encerraba en la habitación de arriba cuando me portaba mal. Durante horas, a veces semanas… la última vez se le fue la mano”. Al escuchar tan insólita frase, se giró de golpe pero allí no había nadie. La puerta de la calle, abierta hasta aquel momento, estaba cerrada y aunque se asomó a la calle para comprobar si aún seguía allí el insólito individuo, la calle estaba desierta. “¡Qué cosa más rara!”, pensó. “Tal vez he tragado demasiado polvo. Mejor subo arriba a ver el estado de las habitaciones, y vuelvo después de mandar al equipo de limpieza. Es imposible empezar a trabajar con tanta suciedad acumulada”. 
Fue abriendo los cinco cuartos de arriba, uno a uno, y todos estaban en un estado bastante similar. Al llegar al último el pomo de la cerradura no cedió. Estaba atrancando y se veía que nadie había intentado abrirlo en mucho tiempo. Lo intentó de una manera y luego de otra, pero no hubo manera posible. Sin embargo, algo, tal vez la curiosidad, o tal vez otra cosa más difícil de explicar, le impulsó a descubrir porque no se abría aquella puerta. Llamó a un cerrajero que había trabajado con él en otras ocasiones y que no trabajaba demasiado lejos. En apenas diez minutos estaba junto a él, tratando de desatornillar la cerradura, mientras charlaba sin parar, comentándolo todo. “Me acuerdo de esta casa, cuando era pequeño nos daba mucho miedo, se decían muchas cosas… todas inventadas supongo porque a la gente le encanta inventar historias y las casas abandonadas dan mucho juego, ya sabe usted. Pero cuando uno es pequeño, se lo cree todo. Y además el niño que aquí vivía, el nieto de la vieja, era muy raro. Casi nunca lo dejaban salir a la calle y muchas veces tenía moraduras que se decía que se las hacía él mismo”… 
Sus palabras se amontonaban, unas encima de otras, hasta hacerse ininteligibles para él que se quedó mirándolo sin entender muy bien. Él no recordaba ningún niño pero él mismo era muy pequeño entonces, tal vez su memoria no fuera tan buena… La puerta se abrió, lentamente, como el telón de un viejo escenario que se levanta con cierta áurea de misterio. Dentro se encontraron con una escena dantesca: los restos de un cuerpo, pequeño, como de un niño, se habían deshecho sobre la cama. Unas cadenas amarraban sus muñecas a la misma. Alguien lo había atado allí y lo había dejado morir. “No era buena como todo el mundo cree y no estaba sola. Ella siempre me encerraba en la habitación de arriba cuando me portaba mal. Durante horas, a veces semanas…”, creyó volver a escuchar las palabras de aquel extraño hombre. ¿Moriría de infarto teniendo al niño encerrado en su cuarto y nadie lo supo jamás? Pero, ¿quién era aquel hombre y porqué hablaba en primera persona? A su lado el cerrajero no acertaba a decir palabra. “Hay que llamar a la Policía”, dijo por fin. 
Él asintió y se precipitó escaleras abajo, en parte por el horror recién vivido y en parte por la falta de aire que sentía en los pulmones por el polvo acumulado. Al salir a la calle, y sacar el móvil para llamar a la policía, lo volvió a ver. “No me podía marchar, ¿lo entiende usted? Al menos hasta que alguien encontrara al niño que fui. Llevó décadas esperando que alguien abriera esa puerta. Gracias. De verdad, muchas gracias”. Y desapareció de la misma extraña manera que había surgido de la nada, dejando el espacio más vacío aún de lo que ya estaba. Más ausente de sentido. 
Nunca le contó a nadie aquello. Pensaba que dirían que lo había imaginado. Peor, que estaba loco. Él mismo no tenía muy clara la realidad de aquella extraña historia, pero nunca llegó a reformar aquella casa. Algo, un cierto sentido del respeto, le impidió hacer algo bonito en aquel espantoso lugar. Lo archivó en algún lugar remoto de sus recuerdos y lo dejó allí para siempre, entre las cosas de las que no se debe hablar nunca. Con nadie. Ni tan siquiera consigo mismo.

La ventana

18.05.2017 12:38

Cargada con tres bolsas de la compra, apenas podía levantar la cabeza, pero siempre lo hacía por instinto cuando regresaba a casa. Esta vez se encontró la ventana del salón abierta de par en par. “¿Pero no has cerrado?”, le espetó a su pareja, “Sabes que se pueden tirar los gatos por la ventana y hacerse daño. Es peligroso. No tenéis cuidado ninguno”. Inició la perorata tantas veces reiterada con el mismo efecto: ninguno. Miro para el jardín y no vio gato alguno. Bueno, parecía que los felinos no se habían dado cuenta del despiste. Volvió a alzar la vista y le pareció ver algo. Concretamente una mano al otro lado de la ventana. Se quedó parada justo antes de entrar al portal. “¿Qué haces? Que no se han tirado mujer, les da más miedo a ellos la altura que a ti”, dijo su marido. “No. No es eso. Creo que hay alguien en casa. He visto una mano”. “¿Una mano? Sería una cola de gato lo que has visto… No volvemos a ver películas de terror por la noche. Anda sube que esto pesa”. Pero sus piernas no respondían. No era capaz de avanzar. Lo que había visto era una mano, una mano que subía y bajaba. como acariciando a uno de los gatos. “Te digo que alguien entró en casa”, reiteró con cabezonería.  Él pasó por delante cargado con bolsas y ella, a ver qué remedio, siguió sus pasos. La subida de la escalera se le hizo el pequeño recorrido más largo que nunca. El miedo es lo que tiene, alarga los minutos a su antojo. Al girar la llave y abrirse la puerta la casa estaba en silencio y aparentemente vacía. Los gatos, como siempre, esperando en la entrada. Mientras su chico colocaba la compra, ella recorrió la casa por completo, miró debajo de las camas y los sillones, en la ducha, en los armarios… nada. “Ves… ya te dije que habría sido un gato”. No le quedó otra que guardar silencio y darle la razón. No vería más películas de terror por las noches. Según fueron pasando las horas se olvidó del asunto. Pasó la hora de la comida, pasó también la tarde haciendo deberes con los niños, la cena, el cuento de buenas noches y la hora de disfrutar de un rato de tranquilidad, frente al televisor, tumbados en el sofá. Una noche más, fue su marido quién la llevó a la cama completamente dormida. “Venga que contigo no puedo”, le decía. Se dejó llevar y se metió en la cama, entre sueños, como siempre. Se vino a despertar cuando él, o tal vez uno de los gatos, comenzó a jugar con su pelo, de una manera suave y cariñosa. Muy agradable. Pensó que ya sería de día, pero el cuarto estaba completamente a oscuras. Se sentó en la cama, perpleja y algo desorientada. Su pareja estaba profundamente dormida a su lado y también los gatos. Los dos, uno a los pies de la cama y el otro en un cojín en el suelo. Se llevó instintivamente la mano al cabello, justo al lugar dónde había sentido la caricia. “Lo tienes muy bonito”, dijo una voz en susurros, “llevaba, desde que te vi por la ventana esta mañana, pensando en acariciarlo”…

Pesadillas

17.05.2017 20:49

“Me miró, me acercó mucho la boca a la cara y tenía los dientes llenos de sangre…”. “Tendría una mala higiene bucal, cariño, ya sabes lo importante que es lavarse los dientes, yo siempre te lo estoy recordando”, contestó la madre bromeando. “Que no, mamá, no te burles, que era un vampiro, de los de verdad, de los que dan miedo, no de las novelas bobas que se lee Marta… ese era de los buenos y estaba al lado de mi cama esta misma noche”. “Fue una pesadilla bobito, ¿cómo va a ser un vampiro? Los vampiros no existen. Verías hace poco alguna película de miedo de vampiros y el recuerdo se quedó en tu cabeza”. “A mí no me dan miedo las películas, el de ayer sí, ése sí que me dio miedo”. “Anda vístete que llegarás tarde al cole”. No era la primera vez que se despertaba por la mañana con el recuerdo de una desagradable visita nocturna. Se había llegado a buscar marcas en el cuello, pero nunca las encontró. Todo apuntaba a que, efectivamente, se trataba de una mala pesadilla. La mañana pasó lenta, cómo si el tiempo no quisiera correr, como si todas las horas, minutos y segundos tuvieran el mismo miedo que él le empezaba a tener a la noche. Cuando el cielo estaba completamente negro y él ya estaba en la cama, con los dientes lavados y le había dado las buenas noches a papá y a mamá, el miedo regresó. Le costó mucho dormirse y cuando lo hizo, él regresó, con sus fauces amenazantes y sus colmillos afilados. Entre sueños, de alguna manera, logró quitarle importancia y la pesadilla fue disminuyendo su intensidad. Esa secuencia se repitió durante toda la semana hasta que, poco a poco, se fue olvidando del temor. Una mañana mientras desayunaba, mamá se quedó mirándole fijamente. “¿Qué es lo que tienes en el cuello?”. “No sé”, dijo él, rascándose instintivamente dónde ella señalaba. Se levantó y fue hacia el espejo, y allí estaban. Redondos, marcados, en equilibrio, dos agujeros simétricos y enrojecidos brillaban en mitad de su cuello. Miró a su madre y en sus ojos sólo pudo ver el mismo terror que él sentía hace apenas unas semanas. 

Un ratito con los abuelos

26.04.2017 11:41

Se sentó en la mesa de la cocina y se puso un vaso de vino. Rechazó las copas y eligió un vaso pequeño, del estilo de los que usaba su abuelo cuando se tomaba un vaso de vino, allí, en esa misma cocina. Cortó un poco de queso de oveja, y sólo con su olor pudo saborearlo mentalmente. Una vez instalado pensó en coger un buen libro para disfrutar de ese espacio temporal consigo mismo, pero volvió a rememorar al patriarca de su familia y encendió la radio. Hablaban de fútbol. Casi podía imaginar allí al Abuelo Andrés, sentado con su vaso de vino y su platito de queso, escuchando los resultados de los partidos y esperando para comprobar si, por fin, ese sería el domingo en que se harían ricos. Nunca se hicieron ricos. Nunca les tocó la quiniela, pero esos momentos familiares, esa sonrisa arrugada y estropeada por la edad, perduraba en su memoria como sólo lo pueden hacer los recuerdos de infancia. A ella no le gustaba el fútbol, ni siquiera apreciaba demasiado el queso curado, más bien le gustaba a su marido, ella prefería sabores más suaves pero sí apreciaba un buen vino tinto y sobre todo, la posibilidad de, a través de la memoria gustativa, recordar a los suyos. El abuelo Andrés se marchó dejando una paupérrima herencia económica pero todo un mundo de recuerdos felices, de risas, de abrazos, de historias. Si servía para recuperarle por un instante, ¿cómo no renunciar a las copas altas y delicadas?, ¿Cómo no obligarse a probar su queso favorito?, ¿Cómo no iba a escuchar el fútbol aunque fuera sin oírlo? Casi podía sentirlo trasteando por la cocina. “¿Dónde me habrá escondido esta mujer mi radio de bolsillo?”, “No sé para qué me toca las cosas, me va a matar de un disgusto”. Fue ella, su abuela, la que se marchó primero, dejándolo triste y cabizbajo, demolido. Llegaron a pensar que no podría resistir la vida sin ella, pero lo hizo, eso sí, recordándola a cada instante. “No me gusta nada encontrarme siempre mis cosas en el mismo sitio”, refunfuñaba por lo bajo, “me recuerda que ella ya no está conmigo”. Su abuela Lola les dejó un universo luminoso y feliz, una ignorancia sabia que ella admiraba profundamente. No en vano era la mujer sin estudios más inteligente que había conocido. Tenía una claridad mental y una rectitud innata, una sabiduría doméstica que siempre había deseado para sí. Recordaba el ‘runrun’ de los pucheros al llegar a casa y el olor a guisos de antes, a sopas de siempre, a carnes guisadas y a pescados frescos hechos con cariño. “¿Cómo va a tener espinas mi amor? Lo que yo te pongo nunca tiene nada que no te vaya a gustar”. Y era cierto. La abuela Lola guisaba como nadie. En la radio había comenzado a sonar la música, ya no quedaba vino en el vaso y el queso permanecía íntegro en el plato, apenas había un pequeño trozo mordisqueado. Recogió todo y se dirigió al despacho para seguir trabajando, no sin antes girarse y decir en voz alta: “hasta mañana abuelos”. 

El Gato

20.03.2017 09:40

Cuando empezó a mordisquearme el pelo que sobresalía de entre las sábanas, supe que aquella noche no podríamos dormir a no ser que tomáramos cartas en el asunto. No hacía mucho que aquel pequeño gatito había entrado a formar parte de nuestras vidas. De hecho, apenas tenía un mes de vida, pero nada más llegar ya dejó claro cómo sería nuestra relación: él había llegado a casa para jugar, disfrutar y hacernos reír. Aquel día habíamos pasado fuera gran parte de la tarde que él, a buen seguro, habría pasado durmiendo en el sofá. Ahora, llegada la noche, y con la casa llena de gente, quería jugar. “Vamos a ponerlo en el cuarto del fondo con sus cosas”, me dijo mi marido, “Si lo dejamos aquí, no habrá quién duerma”. Asentí con pocas ganas de discutir, mis párpados habían dejado de luchar contra el sueño. No sé cuanto tardé en dormirme, supongo que unos segundos o tal vez más. Sentí que me revolvían de nuevo el pelo. Al principio, no hice nada, el sueño era demasiado plomizo para poder luchar contra él, pero los tirones de pelo aumentaban. Pequeños saltitos, arañazos… “¿No ibas a poner al gato en el otro cuarto?”, “Ummmm…”, “Me está volviendo loca”… “Está en el cuarto del fondo”. Se habrá escapado, pensé y me levanté a oscuras mientras el pequeño travieso me mordisqueaba los pies. Cuando crucé el pasillo y encendí la luz, lo descubrí tumbado en su cama, totalmente dormido. “Oye, vuelve a guardar al gato”, chilló mi marido desde la cama, me está volviendo loco, no hace más que morderme. “Llévatelo”. Mientras yo miraba al felino plácidamente dormido, mi cuerpo entero empezó a temblar…Si nuestro gato estaba allí, qué era lo que estaba en nuestra cama jugando con nosotros. 

Yo conozco una princesa

23.12.2016 22:19

Dicen que ya no hay princesas, conozco yo una de hierro, tejida en tela de seda, en piel y en cuero del bueno, hecha de historias y vida, hecha de recuerdos y sueños. Yo conozco una princesa que es una mujer de hierro. Frágil como el recuerdo, fuerte como el acero, ligera como los sueños, dulce como la vida, dura como el silencio. Yo conozco una princesa que es todo, ojos y verbo. Una mujer que si habla, calla el diablo por viejo y, porque no decirlo, por inepto y por soberbio. Yo conozco una mujer rodeada de princesas, hermanas, sobrinas, madre, una princesa sin reino, porque su reino es la vida y su vida son los suyos. Yo conozco una mujer, fuerte como el acero, que sin ser una heroína siempre está cuando hay que estar. Siempre ayuda cuando es preciso. Siempre deja su hombro a los amigos, aunque la carga sea excesiva. Yo conozco una mujer, que antes que princesa es amiga de sus amigos. Una mujer de hierro de esas que ya no hay. Yo conozco una princesa de esas que se hacen su reino. 

Corre

24.11.2016 13:49

Comenzó a correr apenas nació. No le dijeron hacia dónde, no le hablaron de la meta, no le especificaron la distancia. La única instrucción que recibió fue muy precisa: corre. Y él corrió. Corrió durante horas, días, años, lustros y décadas. No dejó de correr mientras crecía e iba descubriendo el mundo. Cuando conoció a la mujer de su vida, ella corrió junto a él y, posteriormente, cuando tuvieron hijos, se sumaron a la carrera. En realidad, todo el mundo corría. La ciudad al completo. El planeta entero corría hacia algún lugar indefinido. Todo el mundo parecía muy cansado, pero nadie paraba. Comenzó a correr apenas aprendió a caminar. Le enseñaron cómo debía hacerlo, pero nadie se preocupó de enseñarle a preguntarse el porqué de las cosas, a decidir por sí mismo, si quería o no quería correr.  Nadie se preguntaba tampoco porqué debían correr. Hacía dónde iban. Sencillamente corrían hasta que llegaba el momento de parar, cuando morían. Y en la carrera se les iba difuminando la belleza del camino, los detalles, el encanto de las pequeñas cosas, la belleza del silencio y la tranquilidad de permanecer inmóvil disfrutando de la naturaleza. Todos corremos, se dijo. Debe estar bien entonces, se animó. Y siguió corriendo. Hacia delante. Siempre hacia delante. 

Hambre...

06.11.2016 10:12

Tenía hambre. No de la convencional, de la necesaria para vivir, aunque en cierta manera, pensaba, también necesitaba de esa voracidad para seguir viva. Tenía hambre de conocimientos, de viajes, de aventuras. Tenía sed de novedades y una necesidad acuciante de romper con todo lo que asía sus pies a la tierra. Tenía hambre, pero no comía. Sufría una suerte de abstinencia voluntaria. De ayuno de sus propios deseos y se quedaba mirando por la ventana, alimentando su gula en una suerte de abulia consentida. Transformó su necesidad de volar con un anclaje autoimpuesto. Se dejó morir soñando con todo aquello que deseaba pero sin atreverse a dar un paso más hacia delante. Tenía mucha hambre de mundo y murió famélica, sin salir de su jaula. 

Esa sonrisa

10.10.2016 19:42

Tenía una sonrisa adictiva. Te miraba una vez y ya no dejabas de verla, despierto o dormido. Sus hoyitos en las mejillas, sus dientes, sus labios... Era una de esas drogas de diseño cuyos efectos no están del todo controlados pero se sospecha, se sabe, que son, sin lugar a dudas, nocivos y tienen efectos secundarios. Me aficioné tanto a verla que cuando tuve que seguir mi camino lejos de su boca, se me desdibujaron las demás sonrisas. Llegué a pensar que todo el mundo sufría una enorme y asfixiante depresión… tal vez como la mía. Dejé de sonreír, dejé de buscar otras sonrisas y soñe, despierto, con aquella lejana sonrisa que casi no podía recordar. Tenía una sonrisa adictiva y yo una pasión confesa por ese tipo de drogas duras.

El baño

22.08.2016 09:36

De repente, le entraron unas ganas terribles de ir al baño.  Odiaba cuando le pasaba eso en la calle. Ella solía ser muy previsora, y cuando tenía una jornada complicada como la de ese día, cosa bastante frecuente teniendo en cuenta que su trabajo de vendedora la obligaba a pasar muchas horas en la calle, solía beber poco agua e ir al baño antes de salir de casa. No le gustaba entrar en los baños de los bares, ni mucho menos en un baño público. Pasaba en ese momento por delante del Gran Hotel de su ciudad. Se había quedado recientemente en el establecimiento alojativo un fin de semana y sabía que en la primera planta del mismo había un baño muy bonito y muy limpio. No lo pensó dos veces, entró y fue derecha a su objetivo. Tal y como pensaba nadie reparo en ella. La tomaron probablemente por una huésped más del hotel y pudo llegar con tranquilidad al espacio y lujoso baño. Se recreó, sentada en la taza, mirando los baldosines. Le gustaba la composición que habían usado en los baños, en distintos tonos de blanco y azul pálido. Daba sensación de limpieza, algo que para ella era fundamental en una estancia como esa. Cuando terminó, tiró de la cadena, se lavó las manos, era uno de esos baños amplios con lavabo y espejo, se arregló el pelo e hizo un par de muecas ante el espejo para comprobar que estaba estupenda. Una vez lista, se preparó para afrontar con fuerzas renovadas el resto de la jornada que tenía por delante. Sin embargo, al girar el pomo de la puerta, ésta no se abrió. Repitió la maniobra, una, dos, tres y hasta diez veces. La puerta no se abría. No daba crédito. Su primera reacción fue indignarse. Tenía muchísimas cosas que hacer esa mañana, no podía creer que iba a retrasarse por algo tan tonto. Luego se avergonzó, al darse cuenta de que si llamaba a recepción para que la sacaran de allí, iban a darse cuenta de que no estaba alojada y de que había entrado con toda su caradura a usar el baño.  En cualquier caso, no quedaba otra. Algo tenía que hacer. Comenzó por pedir ayuda de manera suave. “Hola, hola, ¿hay alguien por ahí fuera?… me he quedado encerrada”. Nada. Ni un ruido. “Hola, ¿hay alguien fuera?”, gritó mucho más alto. “Estoy encerrada”, gritó en un tono de voz ya bastante elevado al tiempo que daba golpecitos en la puerta. Silencio absoluto. Sintió que comenzaba a sudar y se puso a gritar con todas sus fuerzas al tiempo que aporreaba la puerta. Nadie. No parecía que nadie escuchara su voz. De hecho, ella misma había escogido ese baño porque era una de las zonas menos concurridas del hotel. Podrían pasar horas antes de que nadie pasara por allí. Podría también pasar alguien en cinco minutos, pero no tenía seguridad alguna de que fuera a ocurrir. “Voy a llamar a recepción y les diré lo que ha pasado”, se dijo. “Les diré que tenía una reunión importante en el hall y que mi cliente no apareció”, pensó con rapidez y sintiéndose satisfecha de sí misma. Era una buena idea. Busco su móvil en el bolso, e intentó buscar en internet el número del hotel. Intentó… ya que dentro del baño no tenía ninguna cobertura. No podía llamar, ni buscar en Internet, ni mandar washap. Estaba sola y totalmente incomunicada y cuanto antes se hiciera a la idea, mejor sería para todos. Se sentó en la taza cerrada del wáter y se obligó a respirar profundamente. ¿Qué podía ser lo peor que le podría pasar? Estar allí hasta el siguiente turno de limpieza… siempre y cuando no entrara nadie al baño entre medias. En el baño tenía agua potable y en el bolso algunas barras energéticas. Siempre las llevaba encima por si no le daba tiempo a comer como es debido por exceso de trabajo. Trabajo… tenía muchísimas cosas que hacer y estaba allí sentada, en un baño perfumado, sin poder salir. Volvió a respirar profundamente.  Y trató de sacar de su cabeza todo pensamiento perturbador. Pasó una hora, dos, tres… cada cierto tiempo gritaba pidiendo ayuda, miraba el teléfono, aporreaba la puerta… de una manera casi rutinaria. Nada. Nadie. Silencio absoluto y abrumador. Ella no estaba acostumbrada a tener tanto tiempo libre. Si hubiera tenido libertad de movimientos, a lo largo de todas aquellas horas perdidas, podría haber ido al Spa de la segunda planta, o a darse un masaje o a disfrutar de una comida deliciosa en el restaurante del último piso… pero si hubiera podido salir de allí, estaría trabajando, claro, y no disfrutando de un día libre, pensó. Pensar en comida hizo que tuviera hambre… ¿Qué hora sería? Fue a mirar el móvil y lo vio apagado. Intentó encenderlo sin fortuna. Evidentemente se había agotado la batería, algo bastante ilógico teniendo en cuenta que apenas una hora antes estaba al 90 por ciento de su capacidad. ¡Vaya día raro estaba teniendo! Ahora, encima de todo, no sabía ni la hora que era. En cualquier caso, se comió una de las barritas para mitigar la sensación de vacío de su estómago. El bienestar que sintió al ingerir alimento, le hizo sentir sueño y allí, en el lugar más absurdo del mundo, se tumbó y se dejó llevar hacia el limbo del sueño. Cuando abrió los ojos todo estaba oscuro. Se incorporó del duro suelo con cierta dificultad y sin recordar a ciencia cierta dónde se encontraba. “Sigo en el maldito baño del hotel”, dijo en voz alta, buscando a oscuras con la mano el interruptor de la luz hasta dar con él. ¿Qué hora sería? ¿Cuánto tiempo llevaría ya allí? ¿Cuándo pasaría algún ser humano cerca y escucharía su llamada? Tan sólo con pensarlo, volvió a sentir la necesidad de llamar pidiendo ayuda a gritos. Una vez más. “Hooolaaaaa, Holaaaaaa”. Silencio. De hecho, no se oía absolutamente nada. Parecía imposible que más allá de aquella puerta hubiera vida humana. Por un momento, tuvo la sensación de que aquel cuarto de baño se había transportado a la nada, a otra dimensión, dónde el vacío era la única opción existente. Las horas se sucedieron con una suerte de normalidad que empezó a darle miedo. Pasaban, y pasaban, y seguían pasando y allí no entraba nadie a limpiar nada. Las barritas energéticas se habían agotado ya cuando comenzó a sentir pánico de verdad. Sentada en el suelo, con la espalda apoyada en los fríos azulejos, tuvo la sensación de ser la protagonista de una terrible pesadilla de la que no podía salir porque no sabía cómo hacerlo. Una hora, dos, tres, muchas más horas, días tal vez. El silencio era absoluto y demoledor. Ya no sentía hambre, ni sed, sólo un cansancio infinito y una sensación creciente de terror. Se lavó la cara con agua fría para tratar de arrancarse el sudor frío que recorría todo su cuerpo, pero la sensación continuó cuando el agua ya se había secado. “Socorrooooo, estoy encerrada, necesito ayuda”, trató de gritar, pero su voz se había diluido en su mayor parte y apenas escuchó su propio susurro. “¿Qué me está pasando?”. Por inercia se miró al espejo, como para comprobar la raíz del problema de su pérdida de fuerza en las cuerdas vocales. La sangre volvió a helarse en sus venas. Allí estaba ella, pero no estaba. Se vio como desdibujada, borrosa, como si se estuviera deshaciendo, fundiéndose en el propio entorno que la había atrapado.  Sintió como las fuerzas abandonaban su cuerpo y se dejó arrastrar al sueño, una vez más. Al despertar, no se molestó en encender la luz. Se quedó tumbada en el suelo mirando hacia el techo, dónde ya comenzaba a apreciar los matices en la oscuridad. El foco, el conducto del aire que tampoco parecía funcionar, las grietas del techo… ¿Antes tenía grietas? Se levantó de golpe con más fuerzas de las que parecían quedarle y encendió la luz. Efectivamente, el techo estaba resquebrajado, y las paredes y el lavabo y toda la estancia que hacía unas horas parecía de revista de cine, se había convertido en una pura ruina. Los grifos, antes brillantes, ahora estaban llenos de herrumbre, la taza del wáter parecía estar rota en su parte superior y la cisterna no funcionaba. Incluso un cartel que antes no había visto advertía de su pésima funcionamiento. Trato de superar el miedo que sentía y se incorporó en busca de su imagen reflejada en el espejo, pero allí no había nadie. El espejo le devolvía la imagen de una vieja ruina abandonada y vacía. Se miró las manos, pero no pudo verlas. Ni sus piernas, ni su cuerpo en general… trató de levantar la voz pero descubrió que ya no le quedaba  ni siquiera un susurro. Despacio, como si su cuerpo no sintiera la gravedad, se dirigió hacia la puerta, y ante su propio estupor, comprobó que podía cruzarla. La materia no se interponía en su camino. Tal vez no habría debido hacerlo. Ante sus ojos se alzaba el inmenso y lujoso hotel ahora en estado total de abandono. Algunas paredes se habían caído, y las telarañas se amontonaban sobre los muebles envejecidos. En una de las paredes, descubrió su propia foto. “Desaparecida”, rezaba el cartel, mugriento,  prácticamente deshecho por el paso del tiempo. “No tenía que haber entrado al baño”, pensó y, como por inercia, dirigió mentalmente, el resto de su ser al lugar en el que había pasado encerrada gran parte de su vida para intentar volver a dormir… 

La mujer oscura

18.08.2016 11:52

“No se trata de que me guste la oscuridad”, le dijo, “la necesito. Forma parte de mi esencia, me invade. Soy oscuridad”. Cuando ella hablaba de esta manera, él no entendía nada. No conseguía comprender lo que decía, pero tampoco que esas palabras salieran de los labios carnosos de aquella muchachita menuda, rubia y pálida que parecía recién salida de un anuncio de ropa para Lolitas adolescentes. “No sabes lo que dices, tú no eres oscura. Eres luminosa”, le dijo. “Tú me quieres ver así porque te inquieta mi forma de ser, mi manera de ver las cosas… mi extraña manera de habitar en este mundo, pero soy como soy aunque tú te niegues a verlo”. Mientras hablaba, con una voz fina y delicada, sus dedos largos y hermosos destrozaban las flores que iba encontrando a su paso. Alguna vez, es cierto, la había visto matar insectos y deleitarse en su muerte con una sonrisa. Una vez, incluso, llegó a ver cómo quemaba un hormiguero y no apartaba los ojos del mismo mientras ardía hasta que él echó encima una botella de agua fría y lo apagó. “¿Pero qué haces?”. “Lo que debo”, contestó ella en aquella ocasión. Para él eran bobadas de juventud, nada que no solucionara el siempre justo paso del tiempo. Por eso fue tan grande la decepción cuando su niña brillante se fue haciendo opaca, densa, indescifrable. Llegó a darle incluso algo de miedo. Cuando comenzó a desaparecer días enteros él se aficionó a escuchar las noticias de una manera compulsiva, descartando posibles accidentes y muertes que ella pudiera haber provocado. Nunca tuvo miedo por su bienestar. Sabía que, de alguna manera, la oscuridad la protegía. El paso de los años tuvo además otras consecuencias físicas, su piel se oscureció, sus ojos azules parecían haber adquirido un tono más cercano al marino que al antaño color cielo que tenían, hasta su pelo adquirió un tono oscuro tras su paso por la peluquería. Negro azabache. Negro de ala de cuervo. Toda ella era perturbadoramente oscura, y él acabó por creer sus palabras. Por eso, cuando un buen día le llamaron de la Policía Nacional para que fuera a Comisaria porque ella estaba retenida, se esperó lo peor. Creyó que aquellas pequeñas y delicadas manos podrían haber dado a muerte a una, dos, tres personas… incluso a toda una familia, a toda una ciudad. La creyó capaz de lo peor porque su deseada oscuridad se había hecho patente a sus ojos. El policía le miró a los ojos. “¿Es su hija?”. “No, es mi mujer. Nos llevamos bastantes años”. “¿Y desde cuándo se dedica a ese tipo de cosas?”. “No lo sé, ella es así… hace cosas raras. Da miedo…”. El policía le miró con los ojos muy abiertos, con una extraña cara de circunstancias. “… Tiene talento, eso es cierto. A ver no me entienda mal, no está permitido hacer ese tipo de cosas en la vía pública, pero la verdad es que es muy buena”. Él no podía dar crédito, por su cabeza pasaron todo tipo de posibilidades. Todas, menos la que escuchó a continuación. “Es una gran artista callejera. A mí me gusta mucho la pintura, y en la de su mujer se ve auténtica pasión, oscuridad, rabia… pero la vía pública no es el lugar adecuado para expresarse. Lo adecuado sería que fuera a una Facultad para pulir sus dotes artísticas, más que evidentes. Señor, tiene usted una artista en casa, pero que no se vuelva a repetir”. De camino a la vivienda común, él no dejaba de mirarla y, de repente, comenzó a ver como se disipaba toda su oscuridad y volvía a ser luminosa. Tal vez la única oscuridad real fue la que sus miedos proyectaron sobre ella. 

El canto del grillo

17.08.2016 19:54

 

“Mamá, hay un grillo enorme en mi cuarto, gigantesco, que está luchando a muerte con una cucaracha que es igual de grande y además vuela”. A las cuatro de la mañana de un caluroso día de verano el intermitente canto de un grillo, polizón a buen seguro en algún rincón de mi casa, debía haber despertado a mi hijo, miedoso de por sí, incentivando su enorme imaginación. De verdad que se están “dando fuerte”. Con los ojos todavía semicerrados por el sueño le contesté, acariciando su cabeza. “Es una pesadilla cariño, no te preocupes. No hay ningún insecto gigante en tu cuarto”. “Pero mamá, es peligroso”… su voz se fue diluyendo y su inquieto movimiento fue cesando al tiempo que se quedaba dormido. La noche pasó, como todas las de verano, más rápido de lo que me hubiera gustado. Cuando abrí los ojos, ya no escuche cantar a ningún grillo, y mis dos hijos compartían cama con nosotros. Fui directa al baño para lavarme la cara. Al ponerme las gafas y volver a recuperar la realidad perdida durante horas, sentí que se me helaba la sangre. Ante mí surgía un dantesco espectáculo de patas, antenas y restos de insectos diseminados por toda la casa, como si durante la noche hubiera tenido lugar una lucha entre titanes. “Esta noche ya no canta ningún grillo mamá, al final se mataron entre ellos”. 

Sólo era eso

17.08.2016 19:41

 

Al final la vida era más sencilla. Menos oscura. Menos compleja. Era solamente dejarse llevar, aceptar lo malo y disfrutar de las cosas buenas que van apareciendo por el camino. Era eso. El baño en agua helada un día de calor. El calor de una manta en el invierno más frío. Tu mano en mi mano. Saber que siempre estás ahí cuando debes de estar. El miedo, la incertidumbre, el dolor… sí, también ellas forman parte del recorrido pero se olvidan cuando vuelve a salir el sol. Al final la vida era sólo eso. Una mirada. Un beso. Una sorpresa. Un aroma que por reconocible atrapa recuerdos perdidos en la memoria. Sólo era eso. Siempre esperando que ocurriera algo especial, extraordinario, inédito… algo que nunca ocurrió porque eso, eso no es la vida real. La que importa. La que perdura. La que recuerdas en el último minuto. Estaba todo ahí, ante mis ojos, y sólo ahora soy capaz de darme cuenta. Ahora que ya nada importa demasiado. Paradojas de la existencia, aprendí a vivir la vida cuando consumí todo lo que me quedaba de ella. 

Cazadora de sueños

14.08.2016 11:10

Como no tenía esperanzas propias, decidió hacerse cazadora de sueños para poder tocar con la yema de los dedos los anhelos de los demás. La vida, para ella, era gris con escasas posibilidades de cambiar a otros tonos. Su vida era gris oscuro casi negro y a ella no le importaba porque nunca conoció otras posibilidades. Sin embargo, desde lejos y como mera espectadora, había visto brillar la existencia de los demás y su afán era recoleptar esas ilusiones, esperanzas y deseos… robar el color de toda existencia humana para que la vida de todos fuera tan gris como la suya. Se hizo cazadora de sueños porque nunca tuvo capacidad para soñar. Era buena cazando y como no tenía nada más en qué emplear su tiempo, dedicaba cada instante a erradicar la gama de colores del universo. Era la mejor, y de su mano, el mundo se hizo un lugar un poco más sombrío, más triste, más oscuro. Pronto los prohombres de aquel triste universo tuvieron claro que tenían que tenerla de su lado, pero no era fácil tentar a quién nada quiere para sí misma y sólo se conforma con la tristeza de los demás. Le ofrecieron entonces armas sofisticadas para masacrar a su antojo aquellas poblaciones que, por ser especialmente lumisosas, más pudieran molestarle.  O más daño le hicieran a la retina de sus ojos. Aceptó, consciente de que su poder crecía y su proyecto cobraba sentido. Sin embargo, cuanto más reducía las risas y la vida entre los habitantes del planeta, más brillaban los que atesoraban mayores riquezas. Atacó por tanto también a su fuente de manutención: fue directa a por los poderosos que la habían encumbrado hacia lo más alto. Éstos, una vez percibido el peligro, no dudaron en acabar con rapidez la historia. La muerte de la cazadora de sueños fue vendida a la población como algo necesario, una batalla en la que no habían ahorrado esfuerzos por el bien de la gente de a pie. Y el mundo, ya totalmente gris, volvió a llenarse de colorido porque la humanidad creyó las palabras de su verdadero agresor y se conformó una vez más con las migajas. La cazadora de sueños fue relegada al olvido, a la espera, probablemente, de una nueva mano ejecutora que sirviera para ocupar su lugar.

Abre la puerta

25.07.2016 18:03

“Suban de una vez a cenar”. Les llamó como todas las noches por la ventana que daba al patio interior del edificio dónde los niños pasaban la tarde jugando y, como cada noche, ellos se hicieron de rogar. “Cinco minutos más”. “Suban ya, que la cena está puesta y se queda fría”. “Pero mamá”. “He dicho ya”… “Vale, abre la puerta”. Cuando ya no podían verla cambió el gesto adusto y serio que adoptaba en estas ocasiones por una sonrisa relajada. “Qué dos”, pensó. Aún tardarían unos minutos en acabar de subir, calentó la leche con cacao y preparó el agua de la ducha para que saliera caliente. Entonces sí entreabrió la puerta y se puso a doblar la ropa recién lavada en el cuarto. Al rato se dio cuenta que se demoraban demasiado. Se acercó a la ventana para volver a llamarles cuando escuchó un portazo. “Mucho habéis tardado hoy en subir”, comentó, “Venga a la ducha”. “Enseguida”, oyó desde la cocina. “Ya vamos mamá”, escuchó y esta vez le pareció que el grito venía desde el exterior. Sorprendida miró por la ventana mientras sentía un sudor frío que le recorría la espalda. Abajo sus hijos sonreían, “enseguida subimos… ¿has abierto la puerta?...

Los deseos y la suerte

21.07.2016 10:32

La suerte, esquiva, le dio la espalda, pero él la persiguió hasta que puedo someterla a su voluntad. Una vez frente a frente le gritó a la cara: “Me lo debes”. “Yo no te debo nada”, contestó ella, “Yo sólo soy el reflejo de lo que tú has hecho con tu vida o de las circunstancias que se han cruzado en tu camino”. Él la miró con descaro y susurro: “pues si tú no decides mi destino, yo no dependo de tu voluntad. Si el azar no existe, sólo importa lo que yo necesito, quiero, deseo y puedo conseguir”. Le dio la espalda, y comenzó a caminar. Por algún motivo, él nunca lo supo con certeza, la suerte siguió sus pasos y se fundió con su sombra. La suerte no es del que la desea, es del que hace todo lo posible para ser deseado por ella. 

Aprendiendo a volar

20.07.2016 11:13

 

Sabía, como sólo una madre puede saber esas cosas, que no haría caso a nada de lo que ella dijera, pero también sabía que era su obligación decirlo porque algún día, muchos años después, ellos recordarían sus palabras. No se pueden cortar las alas a los hijos, pero es preciso enseñarles a volar bien… y sí, por qué no decirlo, permitir que se caigan y se levanten, y se vuelvan a caer, y así una y otra vez. Sólo aprendemos de la experiencia. Sólo el dolor que nos produce la caída nos permite saborear el placer de ponernos de pie por nosotros mismos y caminar. Y avanzar, a pesar de los muchos obstáculos que se empeña en ponernos la vida. Sabía que llegaría el día en que tendría que dejarlos marchar y pensaba disfrutar de cada momento previo, de todos los instantes de felicidad que, junto a ellos, la vida le había preparado. 

Las luces

16.07.2016 13:13

 

Se despertó a medianoche, acalorado. El verano había llegado antes de tiempo y para quedarse. Se levantó descalzo y caminó hacia la ventana de la cocina. Toda la familia se había ido ya al apartamento de la playa. A él le quedaban apenas tres semanas para coger vacaciones y reunirse con ellos. No veía la hora de poder hacerlo. Abrió la ventana de par en par para que entrara aire fresco, pero fue un intento frustrado. No había una gota de aire. Sólo un bochorno apabullante. Tendría que darse una ducha o no sería capaz de dormir. Cuando llegó al salón se dio cuenta de que algo no encajaba. Tardó unos segundos en que su dormido cerebro percibiera lo que ocurría. La luz del baño estaba encendida. Él no había ido al baño. No había encendido ninguna luz. Estaba seguro de ello. El calor se transformó de golpe en sudor frío. Caminó descalzo por el pasillo. Despacio. Sabía que debía asomarse al cuarto de baño para tranquilizarse y darse cuenta de que, probablemente, no recordaba haber encendido la luz. Las piernas, menos razonables, no reaccionaban a sus órdenes. Estaba aterrado. El recorrido, apenas unos metros, se le hizo interminable. Al fin llegó al marco de la puerta del baño y se asomó despacio. Allí no había nada, ni nadie. Respiró tranquilo y una sonrisa de suficiencia asomó involuntariamente a su cara. Ya ni siquiera sentía la necesidad de darse una ducha. Se le había quitado el calor. Apagó la luz del baño y al girarse vio que ahora era la de la cocina la que estaba encendida. Estaba seguro de que no la había encendido. ¿Qué estaba pasando? Fue casi corriendo a la cocina, venciendo sus temores y tampoco había nadie. Apagó la luz y se dirigió a su cuarto. Metido en la cama, se convenció a sí mismo de que se estaba obsesionando. Nunca le había gustado estar solo en casa. A oscuras y en la cama, le dio la impresión de que un poco de brisa comenzaba a levantarse. Cerró los ojos, más tranquilo y antes de dormirse del todo, los entreabrió y sintió que se le paraba el corazón: todas las luces de la casa estaban encendidas…

El desgarro

13.07.2016 18:32

Le hizo un pequeño desgarro en el corazón al dejar de quererle. Era minúsculo, en realidad, y quiso solucionarlo poniendo encima de su herida un parche. Tampoco perdía demasiado, se dijo. Pero el desamor fue mayor de lo imaginado y el parche fue empapándose de sangre hasta deshacerse. Y el desgarro quedó al aire y creció. Aumentó el doble de su tamaño, y luego dos veces más… Creció y siguió creciendo hasta partir por la mitad su ya maltrecho corazón. No supo ver la gravedad del daño que ella le había causado y cuando se dio cuenta, ya no había ni rastro de su presencia y a él no le quedaba corazón para volver a querer a nadie. No hay roturas pequeñas, todas dejan su huella. 

La ruptura

17.06.2016 12:11

Cuando algo no va como debe ir desde el principio, lo mejor es ponerle punto y final. Lo mismo ocurre  en el caso de una relación, si la cosa no va bien, mejor que no vaya de ninguna manera. Eso lo tenía claro, y aunque le dio más oportunidades a la cosa de lo que solía (él le gustaba eso, estaba claro), sabía que no podía estirarse más el asunto. Esta noche habían quedado para hablar y pronunciaría las espantosas palabras de despedida. Odiaba esta parte de las relaciones personales. No le gustaba decir adiós. Siempre le resultaba difícil. Sin embargo, eso jamás le había impedido romper con nadie.  Por mucho cariño que le tuviera. Si era que no, era que no. No le dedicó más pensamientos al asunto de la ruptura y cuando llegó la noche, se arregló con el mismo cuidado que siempre. Nada tenía que ver la velocidad con el tocino y el mundo no se iba a acabar esa noche. Se puso guapa, cogió su móvil y salió a la calle. Habían quedado en un bar que frecuentaban en los últimos meses. Uno de esos lugares que se ve con claridad que son flor de un día. Bonitos, a la moda, con buena música, bebidas ingeniosas y llenos de gente, pero sin esencia. Así era un poco la relación que habían tenido. Vistosa pero sin alma. Nunca fueron una pareja de verdad. De esas que comparten un amor invencible, una atracción irrefrenable, una pasión única. Ambos eran guapos, populares y estaban acostumbrados a tener lo que tenían. En esta ocasión, se habían querido el uno al otro y se habían tenido. Sencillo, como un juego de niños. Ahora, ella ya no quería seguir jugando. Todas aquellas cosas que le habían atraído de él, ahora le resultaban aburridas. Era un tipo guapísimo, con una sonrisa irresistible, pero bastante vacío. Sin nada que le diferenciara de los demás. Y a ella le gustaban las diferencias… al menos, durante un tiempo. Se iba diciendo así mismo que merecía a alguien mejor. Al mejor, y lo hacía sin ni siquiera darse cuenta que sus pensamientos eran tan superficiales, vacíos y aburridos como los que le achacaba al que estaba camino de convertirse en su ex. Ella fue la que llegó primero a la cita. Algo extraño ya que solía dejar pasar unos veinte minutos para hacerse esperar. Se sentó, pidió una cerveza y se puso a jugar con su móvil mientras miraba por la ventana esperando verlo llegar. Nada. Nadie. ¿Le habría pasado algo?, se preguntó, preocupada por primera vez. ¿Habría llegado demasiado tarde y él se habría aburrido de esperarla? Era extraño pero no imposible.  “¿Has visto a un chico moreno, alto y delgado, venir por aquí antes que yo?”, le preguntó al camarero. “No, todavía es temprano guapa, pero si no encuentras pareja aquí me tienes”, le soltó el camarero con descaro. Se marchó sonriendo a la mesa. Le encantaban los piropos. Se alimentaba de ellos. Su teléfono estaba iluminado. Tenía un mensaje. Se precipitó a mirarlo con franca curiosidad. “Siento no haber acudido a la cita, pero odio hacer estas cosas en persona. Creo que es mejor que dejemos de vernos. Me aburro contigo. Eres preciosa pero un latazo de tía. No me llames más”. 

Rumbo al sur

05.06.2016 20:24

 

Rompió las cadenas que la amarraban a todo lo que odiaba, a todo lo que nunca había deseado, a todo aquello que le fue impuesto por quienes decían querer su bien. Eso decían, pero nunca le preguntaron a ella. Las obligaciones se fueron implantando en su vida y siempre llegaban para quedarse. De hecho, en su casa, aquel lugar sombrío y triste, todos pasaban de largo, llegaban, comían, manchaban, ensuciaban, hablaban, reían y luego se iban, a veces sin ni siquiera marcharse, a sus propios mundos, dejando el suyo sucio, mugriento y triste. Un buen día, soleado, estas cosas siempre pasan cuando el sol se impone con fuerza, se duchó y se arregló con mimo, se maquilló con cuidado y se puso su mejor vestido, blanco, impoluto, bello… abrió la puerta y, sin molestarse en cerrarla, empezó a caminar. Un paso, otro, otro más… el ruido ensordecedor de cadenas rompiéndose al ritmo de sus pisadas sólo parecía oírlo ella. Rompió todas las cadenas y caminó rumbo al sur porque allí, estaba segura, nadie volvería a intentar amarrarla. 

Uno más

04.05.2016 19:17

Cuando todos los medios publicaron la noticia de su desaparición, su familia ya lo daba por perdido. Tantas horas bajo el agua..., a pesar de que la esperanza siempre queda, les resultaba imposible ver la luz al final del túnel. Todos, sin decirlo en voz alta, tenían claro que se había ahogado practicando submarinismo. Él también lo pensó. Cuando se enganchó en aquellas rocas y dejó de poder controlar sus movimientos, tuvo claro que era el final. De hecho, cuando abrió los ojos tras horas de inconsciencia, no podía entender nada. Llevaba horas, tal vez días, bajo el agua. La bombona de oxígeno había dejado de funcionar hacia tiempo, de eso estaba seguro, y, sin embargo, hay estaba él, tumbado en el fondo del mar. Ya ni siquiera seguía enganchado a nada. Estaba, como uno de esos peces que se camuflan entre la arena, prácticamente enterrado. No podía entender nada, pero, en cualquier caso, si no estaba muerto y por el motivo que fuera había conseguido adaptarse al medio, debía subir a la superficie. Volver a su vida normal. Avisar a todos de que no había muerto. Intentó impulsarse con las piernas hacia arriba, como quién da un gran salto de pértiga. Fue entonces, y solo entonces, cuando se dio cuenta de que ya no tenía piernas sino una bella cola cubierta de escamas. Sus brazos eran aletas y su respiración branqueal. Lejos de asustarse pensó, "Coño entonces Julio no se ahogó el año pasado, tendrá que estar por aquí cerca". Y se marchó, camuflado como quien dice, entre un banco de peces gigantes que ni siquiera se dignaron a mirarle. 

Vaya un mal día para morirse

03.05.2016 18:24

Abrió los ojos con la práctica seguridad de estar muerto. No sabría bien explicarlo: un cierto entumecimiento, un olorcillo a quemado, un sabor a metal en la boca y frío, mucho frío, pero no un frío de esos de día de invierno normal… no. No de los que se solucionan con un abrigo y un caldito de los que recomponen el cuerpo. Frío de verdad, de los que se cuelan por las entrañas hasta llegar al alma. Pues eso, que se debía haber muerto en algún momento perdido entre la noche pasada y el día que no llegó a ver. Una lástima, por otra parte. Tenía partida de cartas con los amigos, película con su chica y hasta una cena especial en casa de sus padres. “Vaya un mal día para morirse”, pensó, mientras se preguntaba que tendría que ver la muerte con el sabor metálico en las papilas gustativas. “¿Y ahora qué?”, se preguntó. “¿Qué demonios hacen los muertos un domingo de verano?”. Desde luego, pensó en voz baja (en realidad, ahora que no tenía voz audible todas sus voces eran bajas) ir a la playa con este frío absurdo, va  a ser que no. “Vaya un mal día para morirse”, volvió a insistir su pensamiento tozudo. “Hubiera sido mucho mejor que me muriera el lunes”…

Esos días

02.05.2016 13:33
Hay días que saben a chocolate, otros a carne quemada, algunos a fresas con nata y otros a chorizo de pueblo. A queso duro con buen vino, a queso tierno con miel... Hay días que saben a pescado fresco, a la espalda, a día de verano, otros a metal, a filete empanado endurecido, a días de comedor en un colegio lejano y aborrecido. Hay días que saben a cocido madrileño o maragato, a puchero canario, y otros a melón pasado, a manzana agusanada, a fruta podrida... Algunos tienen sabor a arroz a banda, a caldero murciano..., otros... otros no saben a nada, son insípidos, aburridos y desmemoriados. Días infinitos y absurdos que parecen no querer acabar jamás. Los hay inolvidables, grabados a fuego en nuestra memoria. Eternos, infinitos en nuestro deseo de revivirlos siempre y hay otros que todo el mundo debería olvidar. Algunos huelen a sal marina, a día de playa, a pan recién hecho, a limonada, a café compartido, otros huelen a vertedero, a boca sucia, a campamento de verano a última hora de la jornada, a tristeza, a crisis empresarial, a estallido de la bolsa, a depresión... Hay días que marcan toda una vida, hay vidas que no valen ni uno sólo de tus días... hoy es un día de esos, de esos días que siguen siéndolo porque no hay nada peor que saber que ya no te quedan más días. Hoy, hoy es un día más.

 

Nunca hablaré así

29.04.2016 09:33

Nunca hablaré así. Nunca les diré todo lo que tienen que hacer. Nunca repetiré las cosas mil veces. Nunca seré como mi madre. Frases perdidas en la memoria que el eco me trae hasta el presente. Siempre pensé que los hijos no repiten todo aquello que no les gustaba de sus padres, pero lo cierto es que lo hacen. Lo hacen porque es bueno para ellos. Lo hacen porque es necesario para que sean felices. Lo hacen, de alguna manera imagino, para que ellos sepan lo que tienen que hacer en un futuro con sus hijos. Lo hacen porque los niños no pueden comer lo que quieran. Porque no pueden quedarse despiertos hasta la hora que desean. Porque no deben hacer cosas que les pongan en peligro. Lo hacen porque sus padres lo hicieron antes con ellos. Nunca hablaré así y cada día, un poco más, me sorprendo con esas frases que pensé que jamás diría… “Si todos tus amigos se tiran por un puente… ¿tú te tiras también?”,  “Ni jo, ni ja… ni fiesta, ni fiesto”, “Abrígate”, “Esta casa no es una pensión”, “Recoge tu cuarto que parece una leonera”, “Me vais a volver loca entre todos”… frases, entre otras muchas, que se repiten de boca en boca, de década en década, de familia en familia. Frases necesarias para perpetuarnos como núcleo… en las que reconocernos como padres. Frases que unen y nos hacen sonreír al repetirlas al cabo de los años. Frases que nos hacen padres y a ellos abuelos. Que hacen familia. Que hacen sonreír. “Nunca le diré eso a mis hijos… si los tengo”, me dicen con su voz pequeña y dulce. “Se lo dirás”, les contestó con una sonrisa en la cara, “y cuando lo hagas, te acordarás de mí y sonreirás”. 

Sorbos de felicidad

28.04.2016 11:26

 

 

Nadie nace enseñado, eso no es necesario decirlo, y mucho menos a ser madre. Menos aún a serlo de cinco hijos. Cinco. Ninguna chica piensa con 18 o 19 años cómo será su vida dentro de cuarenta. Menos aún, cómo hará para criar y educar a cinco hombres y mujeres. Cómo hará para enseñarles a ser buenas personas, a formar parte de un mundo difícil y caínita, de una tierra voraz y demoledora. Nadie lo piensa, pero, a veces, ocurre. Y ahí estabas tú, joven, muy joven todavía, y con una fila de pequeñas replicas de ti misma siguiendo tus pasos, imitando tus movimientos. Para ellos eras mamá y no hay nada más valioso que una madre para un niño. Da cierto pánico pensarlo, es cierto. Pero la vida enseña al mismo ritmo que obliga a aprender. Rápido, sin medias tintas. Y aprendiste a ser fuerte, a no ceder a sus caprichos, aunque te rompiera el alma no poder llenarlos de besos a cada instante, no poder contarles cuentos imposibles, no prometerles que nunca les podría pasar nada. Tú sabías que la vida mancha, que la vida duele, que la vida daña y la mejor manera de enfrentarse a ella es endurecerse, hacerse mayor. Caerse una y otra vez hasta que ya no se sangre. No dudaste ni una vez en impulsarles, alentarles, levantarles, sujetarles… en perseguirles al fin del mundo cuando se perdían. Y traerles de vuelta, siempre. Aunque no quisieran, aunque protestaran. Siempre de vuelta a casa. Eso no se enseña, se siente dentro, en las tripas, en el corazón, en el alma. Nadie nace enseñado, pero se aprende, y la vida, a veces madre y no tirana, te permite ahora verlos, cerca, convertidos en los hombres y mujeres que siempre quisiste que fueran. La vida, a veces tacaña, otras dulce, te regala pequeño sorbos de felicidad en los besos pringosos de tus nietos, en sus voces de niños felices, en el barullo terrible de los domingos en torno a la mesa, en las risas, en los abrazos, en todas esas pequeñas cosas que convierten la existencia en lo que debe ser. La vida, a veces, y sólo a veces, hace justicia. 

La escalera de los sueños

26.04.2016 21:06

Tenía grandes sueños por cumplir. Llevaba años alimentándolos, recreándose en sus ambiciones cada vez que tenía oportunidad. Soñaba con ir escalando peldaños de una imaginaria escalera hasta lo más alto. Era un soñador. No uno cualquier, digámoslo claro, era un soñador de los buenos. De los que ya no se ven por ahí. Sin embargo, eso ya lo saben todos los que han conseguido seguir cumpliendo años para contarlo, la vida se empeña en empujarte hacia abajo cuando consigues subir dos o tres escalones seguidos. No es nada personal, la vida es así. Juega con nosotros como si de piezas de ajedrez se tratara. No obstante, a él le bastaba con volver cada noche a la cama para cargarse de fuerza con nuevos sueños. Mejores, más increíbles, más imposibles, más deseables. Y volvía a  subir puestos en su larga escalera interminable. Y la vida volvía a empujarle. Aprendió entonces que existen maneras torticeras de engañar a la fortuna. Aprendió que se sube más deprisa si no se hace de la manera debida. Y subió. Y para que nadie lo empujara, engañó más. Y siguió subiendo. Y volvió a mentir. Y llegó más alto, y más, y un poco más aún. Por el camino, sin embargo, olvidó su costumbre de meterse en la cama y soñar. Olvidó disfrutar de sus noches imaginando todo aquello que había querido ser. Se había vuelto pragmático, cínico y poco interesado en sueños inalcanzables. Sabía lo que quería y lo cogía. Todo lo demás no importaba. Las personas no importaban. Nada importaba. Cuando llegó a lo más alto de la escalera no supo qué hacer. Lo tenía todo, no podía llegar más arriba y no recordaba cómo era aquello de soñar. Se sintió vacío y la vida, burlona, le miró a los ojos y le recordó, sin palabras, que se había estado engañando a sí mismo y que ahora, desde lo alto, la caída sería mucho más dolorosa. Tenía grandes sueños por cumplir pero no supo seguir soñando.  

No soñar

25.04.2016 11:40

Volvió a tener aquella pesadilla en que caía por el risco de una montaña y nunca llegaba a tocar el suelo. Lejos de tranquilizarle, al fin y al cabo nunca llegaba a ver su inevitable final, esa caída interminable le angustiaba de una manera indescriptible. Cada día se iba a la cama con miedo a volver a caer en aquel sueño recurrente que, al menos, una vez a la semana regresaba para perturbar su descanso. En la pesadilla jamás controlaba la situación. Había oído que algunas personas eran capaces de soñar que volaban o incluso salir de su propio sueño y ver su caída. Él no. Él sentía cada segundo del descenso en el estómago y se levantaba bañado en sudor y con la sensación de no tener más oportunidades para seguir con su vida. Llego un momento en que la pesadilla no fue eventual. Se convirtió en una constante en su vida. En su sueño. Una noche, decidió recurrir a las pastillas. Un valium 5 parecía asegurarle una noche sin interrupciones, sin pesadillas, sin sueños, sin nada… A la mañana siguiente se sentía atontado y mareado al despertar, pero no había soñado con nada. El objetivo se había conseguido. Desde entonces cada noche repitió la jugada. Y cuando el sueño no era suficientemente profundo duplicaba la dosis, la triplicaba incluso. Cuando no fue bastante con las pastillas, añadió alcohol y maría a la mezcla. Un cóctel infalible para no soñar. Llegó un momento en que estaba tan atontado que no conseguía diferenciar los días de las noches. Comenzó a perder a sus amistades de siempre, su novia lo dejó porque pensó que lo engañaba con otro, se ausentaba del trabajo y sus jefes, extrañados, le obligaron a cogerse una baja temporal hasta que consiguiera controlar su situación. A él no parecía importarle nada, sumido en un letargo constante, su peor pesadilla parecía empezar a cumplirse y comenzó a caer tan rápido, y por una senda tan empinada, que el impacto fue imposible de evitar. Eso sí, tampoco esta vez llegó a ver el final. Tampoco llegó a sentir nada. 

Ella (mamá)

25.04.2016 10:47

Cuando no supo cómo seguir hacia delante porque la angustia le desdibujaba el futuro, ella le pintó, por encima de barrancos y sendas abruptas, un camino definido, iluminado… sólo para él. Cuando pensó que el final había llegado y no quedaba nada por lo que vivir, ella le enseñó que lo valiente siempre es seguir adelante. Avanzar, aprender y no cometer los mismos errores. Cuando caía, le enseñó a levantarse, sin miedo a mostrar las heridas. Cuando corría, le hizo comprender que es mejor avanzar seguro que demasiado rápido. Cuando creyó que todo estaba superado y quiso seguir adelante sin acordarse de aquellos que le tendieron la mano, ella volvió a bajarle al suelo y le recordó que no somos nada sin los nuestros. Cuando ella ya no estuvo para seguir guiando sus pasos, aprendió que nunca podría abandonarlo porque todo lo que le había enseñado, estaba ya dentro de él. 

Cicatriz fantasma

17.02.2016 10:17

Tenía, ella pudo verlo con claridad cuando se conocieron, un zurcido, prácticamente un bordado artesanal, en el lado izquierdo del corazón. Lo llevaba tapado, protegido de miradas indiscretas, pero ella lo vio, al igual que pudo ver sus ojos oscuros y limpios de remordimientos. Siempre quiso preguntarle quién le había hecho tanto daño como para romperle así el corazón, pero no se atrevía. Temía, quién sabe por qué, una respuesta terrible que no podría olvidar. Por tanto, calló. Se guardó su curiosidad para sí misma y nunca hizo referencia a esa cicatriz emocional. Mil años más tarde, cuando llegó un momento del camino en que ninguno de los dos recordaba que hubo un tiempo en el que no se conocieron, él quiso contarle la verdad. La miró a los ojos, con esos ojos oscuros y sinceros, y se señaló el lugar dónde debería haber estado el zurcido.  Allí no había nada, sólo piel, sin costuras, sin roturas, sin dolor. Nada, sólo la piel que ella había querido y cuidado como propia. 

Juego de cartas

20.01.2016 17:56

Tenía esa mirada sincera que te desarma a la primera, sin ni siquiera proponérselo. No se le podía decir que no. Lo intenté muchas veces pero no tuve éxito. Era una de esas personas nacidas para triunfar y a la que, sin embargo, la vida vapuleó a su antojo. Tal vez justo por eso. A la vida le gusta romper las reglas del juego por capricho. Emprendió, sin desanimarse jamás, un negocio tras otro. Todos, en prinicipio, exitosos gracias a su inteligencia y a su cariz personal. Y sin embargo, todos acabaron hundiéndose por motivos ajenos a su trabajo. Una vez fue un rayo, otra un terremoto que destrozó el local, otra un atraco y en una ocasión incluso un cliente sufrió un infarto cuando se estaba probando un traje a medida. Otra se electrocutó con un rizador de pelo. No llegó a morir pero fue un hecho tan insólito y absurdo que la gente comenzó a pensar que le perseguía la mala suerte. Ni su mirada limpia y cautivadora le valió entonces. La mala suerte es la mala suerte y todo el mundo la quiere lejos. Pese a todo él seguía sonriendo, ayudando a quién podía y se dejaba, y fingiendo que no se daba cuenta como algunas personas cruzaban de acera cuando lo veían venir de frente. Tuvieron que pasar muchas décadas, era ya un anciano, para que toda su valía fuera reconocida. Tal vez porque se trataba de otro hombre tan inteligente como él, pero muchísimo más joven, apenas un niño. Sin prejuicios, sin miedos, sin temor. Juntos pusieron en marcha un imperio on line que nadie antes había imaginado. Estaba destinado al éxito y la vida, aunque jugó mucho con él, sabía que le debía una buena baza de cartas. También ella, a pesar de su naturaleza socarrona y pícara, sabía que no se le podía decir que no. Al menos, no siempre. 

La cabezonería del pequeño sueño de Navidad

23.12.2015 13:11

 

 

Erase una vez un sueño de Navidad que quedó huérfano. Su dueño dejó de desearlo porque le regalaron un Iphone 6, y claro, cuando te hacen un regalazo de ese calibre, pues lo de mejorar, esforzarse, conseguir las metas que siempre se desearon y esas cosas, queda como en un segundo plano y, finalmente, termina por olvidarse hasta la próxima Navidad cuando, con el sonido de los villancicos y el relumbrar de las luces, se vuelve uno a acordar de ese sueño nunca cumplido. Pero éste, este sueño en concreto era muy cabezón. A él le habían dado una misión en la vida y tenía que cumplirla, sino era para su amo primero, sería para cualquier otro que no tuviera un deseo claro. Viajó por el mundo buscando un propietario adecuado, pero ninguno le parecía lo suficientemente bueno. Unos por demasiado ambiciosos y otros por demasiado poco implicados. Algunos eran demasiados mayores y ya creían tenerlo todo y otros demasiado jóvenes y deseaban más cosas de las que, en su opinión, nadie debe desear. Cansado de tanto buscar, el pequeño sueño sintió que las fuerzas le fallaban.  Entonces, escuchó un rumor lejano que, sin embargo, le llegaba con una inusitada claridad. “Ojalá todo el mundo fuera capaz de alegrarse de las cosas buenas que le pasan a los demás. Ojalá los Gobiernos, todos, antepusieran las necesidades de sus pueblos a las suyas propias. Ojalá nadie le pusiera la mano encima a su pareja, ni a sus hijos, ni a ningún animal en el mundo. Ojalá la bondad fuera real y la gente la deseara tanto como desean las cosas materiales que no tienen”. Busco el origen de la voz y la vio. Era una chica joven que, cansada de golpes no merecidos, alzaba su voz entre lágrimas. “Esta es mi misión en la vida. Y no sólo lo conseguiré por ella, lo haré por todo el mundo. Este inmenso y confuso mundo en el que todos se empeñan en hacer daño a los demás y en hacérselo a sí mismos”. Dicen, cuentan, rumorean que el sueño de Navidad fue capaz de llevar a cabo su misión con éxito, pero los resultados no serán visibles hasta que todos, y digo todos, hasta el dueño del Iphone 6, soñemos lo mismo. ¡¡¡ Felices fiestas a todos!!!

El hombre sin vida I parte

19.12.2015 19:08

 

 

Tenía esa tristeza infinita impregnada en la mirada de quién ha visto el horror de cerca. De quién ha sentido miedo. De quién ha creído ver a la muerte de cerca. De quién ha visto, en definitiva, todo el horror del que sólo otro ser humano es capaz. Salía cada día con su viejo abrigo raído a la calle, cruzaba la avenida y compraba apenas un pequeño bollo de pan en la panadería de la esquina. Ella, que lo miraba a escondidas desde que era niña, sospechaba que no debía comer mucho más. Tal vez unas sopas de pan muy aguadas para comer y cenar, tal vez pellizcaba aquel bollo con sus escuálidos dedos para rellenar su enjuto cuerpo envejecido demasiado pronto. Tal vez, sólo eran cosas suyas, y alguien se encargaba de hacerle la compra, pero él sólo llevaba a casa aquel pan. No sabría definir su edad, sesenta, setenta, podría tener incluso más. Sus ojos habían perdido todo brillo, su piel era opaca, sus pasos eran lentos, aunque decididos. Su risa… nunca le había visto reír. Ni siquiera sonreír. Era, sin lugar a dudas, un hombre atormentado, vencido, cansado, con todo el peso del terror sobre sus espaldas… y, aún así, ella no podía dejar de imaginar qué historias habría en su pasado, que vida le había tocado vivir. Tardó tiempo en atreverse a abordarlo, pero lo hizo, y cuando dio ese paso supo que ya nadie podría evitar lo que tenía que pasar.

 

La risa de mamá

12.12.2015 13:25

Con la cara pringada de chocolate y los dedos churretosos tocó al timbre, a sabiendas de que ella le iba a reñir por llegar así a casa. Traía los ojos luminosos de quién guarda a buen recaudó instantes de auténtica diversión infantil. El pantalón roto por las rodillas con una de esas rajas hechas a conciencia y a prueba de rodilleras y cualquier otro apaño posterior. El pelo, chorreando de sudor y la chaqueta colgando de una mano, tras haber barrido con ella todo el portal. “Hoy he subido en cuanto me has llamado”, se apresuró a argumentar en cuanto se abrió la puerta, añadiendo al ver la cara sorprendida de su madre, “me lo he pasado muy bien”. Entrecerró los ojos esperando la regañina pero sólo acertó a escuchar una suerte de risa en sordina y por lo bajo. “Anda, vete directo a la ducha y procura no tocar nada por el camino”. Sonriendo, avanzó con paso seguro, ¡qué bueno es tener seis años!

 

El abismo y el hombre

26.11.2015 09:52

Se asomó al abismo y no logró ver nada. Tal vez no hubo nunca nada que mirar, pero a él le dijeron que allí, abajo, en la inmensa soledad de aquel precipicio sin final, estaba todo lo malo. Lo temible. Lo horrible. La oscuridad absoluta. Y siempre vivió sorteando el acantilado, según las reglas que le marcaron. Nunca se atrevió a cruzar el límite de lo prohibido y, aunque la vida no era lo que él había esperado, pensaba que tal vez si desobedecía, sería peor. Se asomó al abismo y gritó con fuerza. "¿Quién eres?" y eco le devolvió su propia voz con otras palabras. "Tú". Y se quedó pálido mirando hacia la niebla densa, hacia la nada. "¿Si yo estoy allí abajo... quién es este que habita en mí? ¿Quién soy yo?¿Quién he sido hasta este mismo momento en que he descubierto que no soy uno sólo? Se asomó al precipicio y al vislumbrar un universo diferente lo decidió. No hubo más dudas. No hubo más miedo. Saltó hacia lo desconocido, hacia lo prohibido, hacia la nada. Saltó sin temor y la nada lo acogió. Cierto es, o eso dicen quienes lo vieron, que ya nunca volvió a mirar hacia arriba. Que ya nunca volvió a tener dudas. Ni miedo. Ni límites. Nunca volvió a encontrar precicipios en su camino porque aprendió a convertirlos en parte de su trayecto. 

El hombre bueno

23.11.2015 10:43

 

 

Era el hombre de la eterna sonrisa, de la mirada curiosa pero nunca crítica. Era un hombre tranquilo. Un hombre bueno. Primero fue hijo, de otro buen hombre, tan amante del mar como él mismo. Tan amante de los suyos como él supo serlo. Después fue hermano, el único varón entre tantas chicas. Paciente, serio, cariñoso, hermano mayor dónde los haya. Después marido, padre y abuelo. El ciclo de la vida le permitió disfrutar de cada instante con los suyos en una ciudad que, sin serlo, supo hacer suya. Mis recuerdos van ligados, inevitablemente, a las vacaciones. Esos momentos que disfrutabas en familia, que esperábamos como agua de mayo para volver a ver a los primos, a los tíos, a los abuelos. Y allí estaba él, en el viejo Arsenal, rodeado de niños y consiguiendo sacar una sonrisa, siempre, a su mujer, a sus hermanas, a su madre. El hombre tranquilo entre tanta mujer nerviosa. Hace mucho, mucho, demasiado, que no te veía. Y, aunque la distancia nunca es buena, lo cierto es que ahora te recuerdo como antes, paseando por las calles de la vieja Cartagena, asegurando que había refrescado mientras nosotros, recién llegados de tierras más frías, nos quitábamos los jerseys para disfrutar de aquel paraíso. Te recuerdo en La Manga, junto a Marisol o a mis primos. Te recuerdo en la Algameca. “¡Cuánto tiempo María!”, me parece escucharte. “Tienes que venir más”. Para mí siempre tendrás esa edad indefinida que tienen las personas que quieres, esa edad que permanece inalterable al paso de los años y que tiene la ventaja de que mantiene a los seres queridos indelebles en la memoria. Era el hombre de la eterna sonrisa, de la mirada curiosa pero jamás maliciosa. Era un hombre tranquilo. Un hombre bueno. 

Presentimiento

29.10.2015 10:28

Mucho antes de girar en la avenida ya notó que alguién seguía sus pasos. No había visto nada, tal vez una sombra, no sabía bien cómo explicarlo, pero estaba segura de que alguién estaba siguiéndola. Aceleró el ritmo, discretamente, al principio, luego ya no trató de disimular y prácticamente se puso a correr. Con el corazón acelerado y la respiración entrecortada entró por fin en su calle. Podía ver a lo lejos su portal. Aún le quedaba un pequeño empujón más, aunque lo cierto es que ya no podía con su alma. Hizo de tripas corazón y aceleró aún más. Estaba casi llegando. Creyó sentir una mano sobre su hombro, pero no se paró a mirar. Alcanzó el portal y buscó las llaves con tanta precipitación que el bolso se le cayó al suelo y todo su contenido se desparramó a sus pies. Se agachó para coger las llaves y dejó el resto de sus cosas por el suelo. Lo único que quería era abrir la puerta. Primero metió la llave del revés y casi la rompe al intentar forzarla. Finalmente, la llave giró y la puerta se abrió de par en par. Una vez dentro, apoyada en el cristal, respiró más tranquila. Espero unos minutos, a oscuras para que nadie pudiera ver que estaba dentro y confirmó que no había nadie. Ninguna sombra la había seguido. Abrió con precaución la puerta y recogió todas sus cosas del suelo para meterlas de nuevo en el bolso. Había sido una paranoica al pensar que alguién la seguía, se dijo burlándose de sí misma. Un mal día lo tiene cualquiera, pensó ya esperando la bajada del ascensor. Trato de buscar el interruptor en la oscuridad, cuando una mano aprisionó la suya. "Te estaba esperando". 

Lágrimas contenidas

07.10.2015 11:48

 

 

Nunca derramó una lágrima. Era una mujer dura o eso le habían hecho creer siempre. Tuvo que endurecerse para salir adelante. Hacerse de roca. Esas cosas ocurren. Hay personas que pueden permitirse las debilidades, otras no. Ella era de las que nunca se las había permitido y creía, o esa pensaba, que llorar era de débiles. Avanzó sin mirar hacia atrás por la vida, superando todas las dificultades, sin pisar a nadie pero sin permitir que nadie le hiciera jamás daño. Su rostro, antes bello, había olvidado lo que era sonreír y, las pocas veces que lo intentaba, su sonrisa se transformaba en mueca. Ni risas, ni lágrimas, una vida vacía de emociones. Cuando ya parecía que nada podía cambiar, en un recoveco del angosto camino se detuvo. Miró hacia atrás y vio todos los escollos superados, la gente que le hizo daño, las penalidades, la tristeza, las personas que quedaron atrás y, entonces sí, lloró. Lloró como nunca antes lo había hecho. Derramó cientos, miles, millones de lágrimas, ríos de tristeza guardada en pequeños frascos. Sintió lo que nunca se había permitido sentir. Y, por primera vez, cuando las lágrimas se le agotaron se sintió viva y pudo volver a sonreír. Una sonrisa hecha de lágrimas contenidas. 

Me enredé...

26.08.2015 14:17

Me enredé sin prisas en el vaivén de tus pestañas, negras, espesas, siempre en equilibrio con tu sonrisa. Me dejé caer, como una lágrima furtiva, por la curva de tus mejillas. De puntillas atisbé el lóbulo de tu oreja, y jugué con tus rizos rebeldes y traicioneros. Me mecí en el cálido tacto de tu piel y me dejé llevar por el aroma de tu cuerpo. Me enredé sin prisas y cuando me quisé desenredar, ya era más grande la maraña de sensaciones que mi necesidad de volver a volar. Me quedé enredada en el nudo de tu vida, sin ganas ya de deshacer madeja alguna. Me enredé porque quise enredarme, porque hay nudos tan bellos que no merece la pena intentar soltar las cuerdas.

Besos de chocolate

12.08.2015 08:57

Me dio uno de esos besos pringosos con aroma a infancia por los cuatro costados. El rastro de chocolate delataba su dulzura. Su abrazo, tierno y fuerte, a partes iguales, dejó en mí una de esas huellas que superan el paso del tiempo. Ya es un hombre y hace mucho tiempo que partió del nido, pero todavía recuerdo ese beso. Todavía puedo sentir la calidez de ese abrazo…

La mirada de perdedor

29.07.2015 19:04

Tenía la mirada triste de esas personas que siempre pierden, que saben que la vida es una batalla imposible de ganar pero, aún así, continúan intentando superarse. Durante horas lo veía mirar por la ventana, imaginando, supongo, los nuevos obstáculos tendría que sortear. Sus ojos, castaños, profundos e inmensamente cansados, sonreían, sin embargo, al encontrarse con los míos. Era uno de esos hombres que, pese a no tener nada, te hacen desear cambiar el mundo. Sólo por ofrecerle algo mejor. Sólo por allanarle el camino. Tenía la mirada triste de los campeones que saben que no ganan nada porque el premio, ese premio que tanto ansiaron, ya se lo dieron a otro antes. Con menos méritos, probablemente, pero con estrella ganadora en su destino. Cuando lo vi a lo lejos, abandonando la ciudad de nuestra infancia, deseé con todas mis fuerzas que la vida le tuviera reservada muchas cosas buenas. Se giró y me miró sonriente. Daba la impresión de que había leído mis pensamientos. Siguió caminando despacio, pero sin detenerse y sin volver a mirar atrás. Continué mirándolo hasta que su silueta se convirtió en un punto diminuto perdido en el horizonte. Apenas llevaba unos minutos fuera y ya echaba de menos sus ojos. Su mirada. 

Vuelo sin rumbo

22.07.2015 18:23

Decidí volar sin alas, saltar al vacío sin red, caminar sin rumbo, sin destino, sin saber hacia dónde quería ir. Decidí no pensar más en las consecuencias y atreverme a todo aquello que jamás me atreví, decidí tantas cosas sin saber que nada dependía de mí. Y salté, y volé, y caminé, y destrocé las sandalias en una ruta de la que no conocía el final. Con miedo. Con pánico al fracaso. Con pesadillas que no dejaban dormir, enfermedades que ni siquiera conocía, zancadillas de quién menos podía esperar, pero seguí adelante, sin dejar de avanzar jamás, porque no sabía otra manera de sobrevivir. Hice tantas cosas que no me atrevía a intentar. El destino nos tiene preparados un sendero que no podemos evitar, pero mientras tanto, salto, vuelo, corro, huyo hacia delante, viajo en el tiempo sin mirar atrás. Ya tendré tiempo cuando no haya remedio que seguir el mismo rumbo de los demás. 

La mujer musical

03.07.2015 19:53

Cuando abrió los ojos por primera vez su madre escuchó música. No sabía de dónde podía proceder. En el hospital, todos estaban a lo suyo, trajinando en los quehaceres propios de médicos, enfermeros y gentes dedicadas a los demás, sin embargo  ella escuchó claramente una banda sonora que parecía hecha para la ocasión. Música de ángeles para un nuevo ángel, y decidió llamarla Cecilia, como la patrona de la música. Durante toda su vida, la música acompañó sus pasos. No era una música evidente. No, o al menos no siempre. Era algo así como un murmullo inesperado, un run run sinfónico que perseguía a la joven Cecilia y a todos los que con ella estaban. Esa música la acompañó en sus primeras salidas, junto a sus amigos, mientras estudiaba en la Universidad, en su primer trabajo, cuando se casó e incluso cuando ella misma tuvo su primer  y único hijo, una niña. Cuando ella nació la estancia se llenó de aroma a salitre y decidió que, tal y como deben ser estas cosas, su nombre no podía ser otro que Mar. La música siguió a Cecilia siempre. Era parte de ella misma, es complicado explicarlo. Quién la conocía notaba rápidamente que su risa era música, su voz era música, sus riñas eran canciones y sus alegrías auténticas melodías clásicas. No hay mucha gente que tenga la suerte de tener su propia banda sonora, pero ella lo asumía con normalidad. Una vida hecha de notas musicales es lo que tiene, se aprende bien a llevar el ritmo. Cecilia estaba hecha de música y por eso, en cada cumpleaños, cuando todos le cantaban el clásico Cumpleaños feliz, ella añadía su magia y en todas las estancias, de las todas las casas, de todos los mundos conocidos y por conocer, oían las notas de aquella canción tan especial. “Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz”… al soplar las velas una nueva melodía inundaba la habitación. “¡Qué suerte tener tanta música en nuestras vidas!”, pensaban los suyos. “¡Qué suerte que siempre nos acompañe tu son!”. 

Cuentos de hadas

03.07.2015 18:35

No podía pensar más que en su sonrisa, día y noche, noche y día. Para él, el tiempo dejó de tener sentido. El único compás de su reloj lo marcaba su voz. Su delicada voz. Nada más. Nada menos. Ella le pidió la luna y él se encaramó a lo más alto del árbol más alto, de la montaña más alta, de la cima del mundo… pero no alcanzó su objeto de deseo. Pensó en colgarse de una nube y desde allí tenerla más cerca. La nube tampoco fue suficiente. Subió a lomos de un pájaro gigante y surcó los cielos, pero ni aún así logró rozar la luna. Desesperado bajó a la tierra y confesó su derrota. “No puedo bajarte la luna. He fracasado. No soy digno de tu amor”. Lejos de enfurruñarse, ella le regaló una fabulosa sonrisa. “Ya tengo mi regalo. Te he pedido lo más irracional que se me ha podido ocurrir y tú no te has parado a pensar en las consecuencias. Has arriesgado tu vida por mí. Sé, por tanto, que siempre me querrás, sin pensar en ti mismo”. Y le besó, pero al sentir sus labios ya no le parecieron de seda. Su piel ya no era como de pétalos de rosa. Su pelo no era dorado como el sol. Su sonrisa dejó de ser la de una princesa de cuento. De pronto, se paró a pensar en lo absurdo de su deseo y en cómo había puesto en peligro su vida por algo que ella ni siquiera deseaba, por un capricho tonto. “¿Y si me hubiera matado al intentar alcanzarte la luna?”, le preguntó. “Eso no es posible. Ningún príncipe muere en los cuentos de hadas”, contestó con su edulcorada sonrisa. Sus palabras rompieron la burbuja en la que había estado encerrado tanto tiempo. Se levantó y comenzó a caminar, dándole la espalda. “¿A dónde vas, mi amor?”, gritó ella desolada. “¿Tu amor? Tu amor se quedó en la luna, con el resto de príncipes y princesas, soñando cuentos imposibles y comiendo perdices fuera de temporada. Yo sólo me parezco a él, pero soy otro”.

Y echó a andar, y mientras caminaba por el angosto sendero que se creaba a su paso, la luna bajó y le susurró al oído. “Ahora sí estoy a tu disposición, no todas las que me desean a sus pies me merecen”. Dicen que se les vio caminar de la mano hasta los confines del Universo, un hombre siempre acompañado de la luna, pero ya se sabe que eso son cuentos de hadas. 

¡¡Cumpleaños feliz!!

03.07.2015 18:12

Unos rizos, unas manos gordezuelas, risas y sonido de pisadas. Niños corriendo. Ella misma era una de ellos. Reconoció al instante el lugar. Estaba en su casa, no la de ahora, ni siquiera la de cuando era una joven universitaria, estaba en el hogar de su niñez, una tierra verde, húmeda y generosa. Estaba en Galicia y el aire olía a salitre. Sus recuerdos sabían a manzana y tenían el tacto helado de sus aguas embaucadoras. Los niños entraban y salían del agua y a ella, que había llegado a sentir frío en las aguas mediterráneas, le parecía que las aguas del norte eran las mejores del mundo. No existe el frío para un niño. No existe el calor. Ni el vértigo, ni la preocupación. Lo único que ella sentía en aquel momento que era su obligación era jugar, y jugar, y jugar… no todos los días se cumplen cinco años. Cuando soplara las velas, pensó, pediría un deseo muy especial. Un deseo único.

El olor del café recién hecho y las tostadas calientes le llegó desde la cocina. Se quedó en la cama un poco más, escondiéndose bajo las sábanas. Aquella noche el termómetro no había tenido piedad, más de 32 grados, y sin embargo, ella se sentía fresca y ligera. Había vuelto a su tierra, y el sueño le regaló un clima mucho más benigno. Una brisa apenas recordada. Cuando abrió los ojos sabía con claridad que era su cumpleaños pero, curiosamente, no estaba segura de cuántos cumplía… le daba igual saber que llevaba tiempo jubilada, que tenía una hija, y nietos, le daba igual el pasado adherido a su piel… ese 4 de julio, se sentía como una niña de apenas cinco años y sabía, tenía la seguridad, que este año sí, este año se cumpliría aquel viejo deseo infantil. “De este año no pasa”, se dijo, y se puso en pie para afrontar un nuevo y feliz cumpleaños lleno de nuevas oportunidades. 

Cenizas

16.06.2015 11:38

Tenía su corazón entre las manos. Literalmente su vida dependía de él. Ella era así, cuando amaba lo hacía con todas las consecuencias, y él lo sabía, tal vez por eso la había querido tanto. O eso le dijo, una y mil veces. Pero las cosas son como son, y las decisiones complicadas  hay que tomarlas rápido. Apretó con tanta fuerza su corazón que lo redujo a cenizas, cenizas negras que quedaron esparcidas por el suelo, a merced de las pisadas de los caminantes. Se dio la vuelta y se marchó sin mirar atrás. Hay personas que no pueden dejar de destruir lo que aman. Hay personas que necesitan ser reducidas a cenizas para darse cuenta de a quien no deben amar.  

Nada de nada

08.06.2015 18:20

Se me vaciaron los sueños. No sé cómo ocurrió, un día, sin darme cuenta, me quedé en blanco. Una niebla espesa y densa cubría mi antes nítida y prolífica imaginación. No quedaba nada. Nada por soñar. Nada por imaginar. Nada por ambicionar. Nada. De alguna manera, pensé, debo haberlo soñado ya todo. He agotado los recursos oníricos de toda una vida… ¿tan pronto? Cerraba los ojos y la nada se acomodaba a sus anchas en su nueva casa. Confortable y tranquilizadora. El universo de colores que antes poblara mis noches se volvió de un gris mortecino. Dormía mejor, eso sí, como en un colchón mullido de plumas. La nada, el no tener que pensar, es lo que tiene, una cierta comodidad mortífera. Se me vaciaron los sueños, apenas a mitad del camino. Tantas cosas por construir en mi mente y habían desaparecido los materiales para crear nuevas utopías. Se fueron también los miedos, las inquietudes, las ilusiones, los planes, los proyectos, las esperanzas. La nada se lo quedó todo para sí misma. No sé qué fue lo que pasó. Mis médicos tampoco supieron decirme qué había ocurrido. Al principio a todos los parecía algo muy extraño, pero pronto pasó al rincón de las rarezas olvidadas. Me fijé, en un último intento de resguardar algo que había sido tan mío, que junto con los sueños parecía haberse marchado el brillo de mis ojos, antes siempre inquietos y vivaces, ahora mortecinos y apagados. Pronto noté que a nadie le brillaban ya los ojos. Todo el mundo parecía haber adoptado una tonalidad mate, último grito en esta temporada. Los periódicos relegaron las palabras más esperanzadoras, ahogaron las últimas ilusiones y las películas reflejaban únicamente una realidad adocenada y burguesa en tono gris oscuro. La nada se había adueñado de todos los sueños, de todas las cosas. Nadie sufría por desear más de lo que podía alcanzar. De hecho, nadie deseaba nada. Con el tiempo dejé de preguntarme dónde se almacenarían todos los sueños robados. Con el tiempo no me pregunté nada. Nada de nada. 

Brindis por una mujer valiente

03.06.2015 20:54

Abrió los ojos con los primeros rayos de sol. Amanecía y ella había dormido en aquel viejo sofá. Esperando. Sobre la mesa la botella de vino languidecía en la cubeta de hielos deshechos, junto a las dos copas vacías. No había venido finalmente. Se culpó por esperarle. Por aguardar ansiosa su llegada, no sólo esa noche, siempre. Llevaba toda su vida esperando que él fuera quién prometía ser, alguien que evidentemente nunca sería. La culpa no era del todo suya. Debía haberse dado cuenta hace tiempo que no todo el mundo puede encajar en la vida de uno. De que no todo el mundo sirve para encajar en el puzle de nuestra vida.  Al menos en el suyo no encajaba. Debía dar un paso más y no mirar hacia atrás. Lo tenía claro y, curiosamente, no estaba triste, al contrario, se sentía feliz. Había tomado al fin una determinación y, por una vez, era una mujer libre, con todo por delante. Podía escoger su propio destino y eso le gustaba. Abrió las ventanas y sentada en aquella mesa, en aquella habitación, que tantas veces la vio llorar, descorchó la botella de vino y se sirvió una copa para poder brindar por su nueva vida. Nunca antes un vino le había sabido tan bien

Cosas que pasan

27.04.2015 18:25

Esas cosas no pasan, aunque a veces pasan. O eso dicen. A él le ocurrió. O tal vez era ella. No recuerdo bien como era la historia. Me acuerdo, en cambio, a la perfección de que aquella mujer, o tal vez hombre, enmudeció nada más recibir la noticia. No podía ser. ¿Estaba oyendo lo que creía oír?, se preguntó él (¿o era ella?). Acostumbrados a toneladas y toneladas de malas noticias que llegaban por tierra, mar y aire, escuchar aquella buena nueva, así, de golpe, sin preparación previa, les había dejado sin palabras, a él y a ella porque tal vez siempre fueron dos en un uno sólo. Sus ojos castaños y pequeños se hicieron grandes y se volvieron azules como el mar, su piel pálida oscureció y, fue tanta la felicidad que sintió de golpe, que su cuerpo no supo soportarla. Estalló en mil pedazos, puede que incluso en más. Y nadie más volvió a verlos. Nunca. Eso sí, murieron felices. Cosas que pasan. 

La sombra roja

22.04.2015 18:09

Ilustración: Adriana SanDec

 

Llevaba semanas siguiendo de cerca a la chica pelirroja. Desde el primer día que la vio, lo supo. Era ella. Era perfecta para el trabajo. No la conocía de nada, pero su intuición rara vez le fallaba. Pronto se dio cuenta de que era discreta, ágil, astuta e inteligente. Preguntó a la gente que supuso conocida, pero no supieron decirla nada de ella. Nadie sabía quién era, ni siquiera conocían su nombre.  Muchos no sabían ni de quién hablaba. No la recordaban. Indagó en los informes secretos del Estado y no parecía estar censada. No parecía existir, pero allí estaba. Él, que llevaba años encargándose de encontrar a los mejores agentes infiltrados del mundo, no se equivocaba: aquella chica tenía madera de espía. La chica pelirroja sería la próxima sombra infiltrada en las altas instituciones, en los bajos fondos, se convertiría en los oídos de la Inteligencia Nacional. Ahora llegaba la parte más complicada: buscar la manera de hacerle atractivo aquel trabajo. No era fácil, lo sabía, pero si alguien era capaz de hacerlo, ese era él. Un buen día, no recordaba si jueves o viernes, la siguió en su rutina diaria. Su recorrido, entre semana siempre era el mismo. Su pelo era tan brillante y de un rojo tan intenso que se preguntó cómo era capaz de lograr que la gente se olvidara de ella. De pronto, ella aceleró el paso. Él hizo lo propio, pero al volver una esquina, ya no estaba. Miró a su alrededor, hacia todos lados. Nada. No había nada. Sintió un ligero mareo, todo se volvió negro y notó que perdía el sentido. Cuando abrió los ojos, un grupo de personas se agolpaban sobre él, allí en medio de la calle. “¿Se encuentra usted bien, caballero? Parece que se ha desmayado”. “Estoy bien, creo”. Se levantó con dificultad y aturdido. ¿Qué hacía allí? ¿Qué se le había perdido en aquella parte de la ciudad? No podía recordar nada. Comenzó a caminar despacio, recobrando poco a poco las fuerzas. No vio, o tal vez si la vio pero no reparó en ella, a una chica pelirroja que se chocaba de frente con él. “Perdone”, le dijo y siguió caminando. “No pasa nada”, contestó. Aquel rostro le recordó a alguien. Pensó unos instantes, pero desechó rápido sus pensamientos. No la había visto jamás. Tampoco le pareció nada interesante.  Por la calle, precedida por la aureola de su melena roja y resplandeciente, la chica pelirroja caminaba tranquila. Otro peligro sorteado. Su identidad verdadera no corría peligro. 

Bajo los charcos. Final.

17.04.2015 12:37

No tenía fuerzas para seguir buscando y se dejó llevar, hacia delante. Durmió y soñó con su hija, su pequeña niña del alma. Y después de meses sin hacerlo pudo, por fin, sonreír.

 

No entendía porque su padre no había ido a buscarla, porque su madre no estaba allí para llenarla de besos. No entendía nada, en realidad. Había querido huir a otro mundo, crear otro universo en el que ella fuera realmente lo importante, y no el trabajo, ni los amigos de sus padres, pero ahora se sentía sola, desamparada. Echaba mucho de menos a papá y a mamá  y sólo quería estar junto a ellos. Se tumbó en un banco de aquel curioso parque y el sueño arrasó todos sus pensamientos. Y se sintió bien. En paz.

 

Tumbada en aquel cuarto lúgubre intuía sombras a su alrededor pero no veía nada con claridad. Tal vez había tomado demasiados somníferos esta vez, pero sólo quería a acabar con todo. Cerrar los ojos y volver a ver a su marido y a su niña. Una vez más, sólo una.

 

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Nadie supo explicar muy bien qué fue lo ocurrió. Era un día realmente malo, llovía como si se tratara del diluvio universal. El coché derrapó, giró sobre sí mismo y se precipitó al vacío, puente abajo, derecho al río. Los viandantes vieron caer el vehículo al tiempo que empezaba a arder. No se pudo hacer mucho. La niña murió en el acto, el matrimonio quedó en coma. Él durante unos meses. Ella cerca de un año. Ninguno de los tres sobrevivió a aquel fatídico accidente. O tal vez sí. El mundo, el universo, es infinito y sólo conocemos una pequeña parte del mismo, la que podemos percibir. La que creemos entender. Tal vez, pudiera ser, que diferentes universos confluyeran a nuestro paso y algunos seres humanos pudieran llegar a traspasar sus fronteras. O tal vez no. ¿Qué sabemos nosotros?

 

                                                                                        ********************

"¡Pablo, sal de ahí! ¡Cómo te caígas dentro del charco y te mojes me voy a enfadar!", gritó la madre al ver al niño con los ojos clavados en lo que parecia un charco de lluvia. Absorto. "¿Se puede saber qué haces?". "Nada mamá", dijo Pablo corriendo hacia su madre, "estaba saludando a una niña y a sus papás que estaban al otro lado del charco". "Dios mío, que tonterías dices, te voy a prohibir que veas tanta televisión". Pabló miró hacia atrás y saludó, con la vista puesta en todo momento en el charco. 

Ellos, que lo fueron todo

17.04.2015 12:25

Salió corriendo porque no quería  volver a ver su cara. Nunca. Salió corriendo porque le odiaba y sabía que no había vuelta atrás. Le odiaba con todas sus fuerzas, con la misma intensidad que le había querido. Salió corriendo porque no le quedaban fuerzas para volver y luchar, para batallar por algo que había merecido la pena. Ni perdonaba, ni olvidaba. No podía, necesitaba ese odio para seguir adelante, avanzando. Salió corriendo porque hay veces en la vida que es necesario cerrar de golpe una puerta para descubrir abierta la rendija de una ventana. Él la miraba, a lo lejos, correr hacia la nada y siguió mirándola hasta que su silueta se desdibujó en el horizonte. Ellos, que lo fueron todo, pasaron a ser dos desconocidos. El recuerdo olvidado de un pasado con final triste. 

El mensaje

26.03.2015 12:28

Era una mujer de rutinas. No había otra manera de enfrentarse al folio en blanco. Tesón, paciencia y disciplina, y las ideas iban fluyendo, conformando historias. Los personajes de sus libros tomaban sus propias decisiones. Eso le gustaba creer. Ella les dotaba de vida, y ellos vivían. Aquella mañana siguió sus rutinas diarias y, con el café en la mano, se dirigió a su guarida, aquel lugar de la casa que los demás llamaban despacho y para ella era un rincón alejado del mundo real. Abrió su ordenador, como siempre, y un documento en blanco. Había acabado hace semanas su último libro, pero ya tenía una nueva historia bullendo en su imaginación. Una historia de intrigas, amores y desamores, con contenido histórico y político. Vamos, los ingredientes que a ella siempre le funcionaban y que gustaban a sus lectores. Manos a la obra, se dijo, sin embargo había algo raro en aquel documento que acababa de abrir. Una palabra: “Cuando”. No recordaba haberla escrito, en absoluto. De hecho, se había tomado unos días de asueto y no se había acercado al ordenador. Además, el documento que había abierto estaba en blanco. Supuso que alguno de los niños sería el culpable y, sin darle más importancia, comenzó su tarea. El día dio mucho de sí y avanzó bastante en su obra. Fantástico, así de productivas deberían ser todas las jornadas.  Al día siguiente, se dirigió de nuevo a su despacho, contenta. Las ideas iban tomando forma y los personajes adquiriendo personalidad. Todo apuntaba a que aquel sería un buen día de nuevo. Pasó horas escribiendo con fluidez. Al acabar y cerrar el borrador de su nueva obra, un documento apareció en la pantalla con dos palabas escritas. “Cuando acabes”. Lo cerró, sin darle más importancia porque ese día tenía muchas cosas que hacer todavía, sin embargo, cuando terminó su trabajo al día siguiente, de nuevo apareció el documento. Era el mismo. No le cabía duda, a pesar de que lo había cerrado sin guardar. En esta ocasión, había tres palabras. “Cuando acabes de”. Pasó un largo rato mirando aquel folio digital, por lo demás en blanco, y no pudo sacar ninguna conclusión. Afortunadamente, la irrupción de sus hijos en su despacho, sabían que aquella era la hora del toque de queda y ya podían entrar, permitió que olvidara aquel extraño suceso. No se lo comentó a su marido hasta el cuarto día, cuando al cerrarlo todo encontró el mismo mensaje con una palabra más, “Cuando acabes de leer”. Él no le dio ninguna importancia. “Seguro que lo habías escrito tú y no te acordabas”, le dijo. “¿No pretenderías dejarte una nota para comprar o hacer algo y la dejaste a medias?”. No era nada de eso. Pero entendía perfectamente que a él le pareciera aquello una tontería. Al día siguiente era sábado, habían planeado pasar el fin de semana fuera, y ella prometió a sus hijos no llevarse el trabajo a casa de los abuelos. Disfrutó, como hacía años que no lo hacía, de la estancia en la casa paterna. De la nieve, de las risas, del calor de la chimenea… tenía que escribir alguna historia pensando en aquella bellísima casa. Daría mucho juego. Cuando el domingo de noche llegaron a su domicilio, habría el ordenador para mirar el correo. Allí estaba. Nada más encenderse la pantalla, lo primero que se cargó fue aquel documento en blanco, sin nombre ya que nunca había sido guardado por nadie, y con una frase bastante avanzada. “Cuando acabes de leer estas líneas”. “Cariño, puedes venir un momento”, le dijo a su marido, mostrándole el documento. Él puso cara pensativa. “Sí que es raro. ¿Quieres que llame a la policía por si alguien ha entrado y ha puesto eso?”. “Suena bastante absurdo”. “Sí, lo sé, pero está claro que a ti te preocupa”. Se quedó en silencio, mirando el folio, y sin decir nada, lo cerró. Una vez más sin guardar. “No, déjalo, nos tomarían por locos excéntricos, y aún no soy tan famosa como para eso”, bromeó. “Lo serás, eso seguro”, le dijo él, cariñosamente.

Cuando a la mañana se sentó para retomar su trabajo, ya esperaba que el documento apareciera de nuevo. Pero no lo hizo. Ni al día siguiente, ni al siguiente. Fue el viernes siguiente, cuando despreocupadamente se sentó a trabajar en una historia ya muy avanzada cuando el documento se abrió de nuevo. “Cuando acabes de leer estas líneas, morirás. Tu tiempo terminó”. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Se quedó paralizada y, antes de darse cuenta, sintió que todo su mundo se quedaba a oscuras. Frío y oscuridad. Y silencio. Nada más.  

“No ha sufrido ningún tipo de agresión física”, le dijo el forense. “Ha muerto debido a un fallo cardiaco”. “No tiene sentido. Y el mensaje del ordenador”… “Hemos buscado por todas partes ese mensaje, pero no hay ningún mensaje como el que usted dice en el disco duro del ordenador de su mujer. Lo siento mucho”. 

Sí, duele

18.03.2015 18:53

No me digas que el corazón no duele. A mí me duele. Se me rompió en mil pedazos, una y otra vez, y siempre lo pude pegar con cuidado, con delicadeza, pensando que no se notaban los desperfectos. Me equivocaba. Los corazones rotos nunca se arreglan del todo y duelen. Duelen mucho. Tal vez no cuando todos esperan, no cuando deberían. No. Cuando todo parece tranquilo, un buen día, algo estalla en tu interior, como una bomba de relojería y te destroza el alma en mil pedazos, esparciéndola por sitios insospechados. No me digas que el corazón no duele. Duele tanto que se agotan las lágrimas, se apagan los sueños, se nubla la realidad y sólo deseas dormir y no despertar. Nunca. Jamás. Pero se pasa. Todo pasa. Y la vida sigue, con el corazón roto y dolorido, pero sigue. Y caminas hacia delante, como puedes, volviendo a disfrutar de instantes que creíste perdidos para siempre. Eso sí, no me digas que el corazón no duele. Si nunca te ha dolido, tal vez es que no tienes corazón. 

Bajo los charcos (VI)

17.03.2015 10:39

Nada parecía tener sentido. Su organizada vida, en la que todo se daba por sentado, se había dado la vuelta en tan sólo unos meses. Primero fue su hija. Su callada, tímida y entrañable niña que desapareció como si se la hubiera tragado la tierra dejando tras de sí a una familia rota por el peso de su ausencia. Ahora el que no parecía estar en ninguna parte era su marido. Aquel hombre que siempre estuvo allí para ella. Aquel apuesto joven que un día le robara el corazón se había marchado. Le dijeron, esos que siempre tienen algo que decir, que era posible que él fuera el culpable de la desaparición. Que se habría llevado a la niña a algún lugar oculto y ahora estaría con ella. ¡Qué habrían huido juntos! Pero no podía ser. No era sólo la confianza que tenía en él porque,  a pesar de todo, la seguía teniendo. No era tampoco el hecho de que no se hubiera llevado nada, ni dinero, ni maleta, ni documentos, ni ropa de abrigo… desapareció en medio de la noche y en pijama. No era que sus zapatillas hubieran aparecido junto a un charco, en medio de la calle, en mitad de la noche… Era algo más. Algo en su interior le decía a voces que estaba pasando algo más complejo, más importante. Aún así, llevaba días sin levantarse de la cama. ¿Para qué?, se preguntaba. Nadie parecía esperarla en ninguna parte. Nadie parecía acordarse ya de ella. 

 

 

Apenas a unos metros de su habitación, con todo un universo de por medio, la niña se preguntaba que estaría haciendo su mamá. Echaba de menos su aroma, sus manos suaves, sus caricias. ¿Estaría mamá pensando en ella? ¿Y papá? ¿La estaría buscando? ¿Habrían renunciado a volver a verla? Sentada en aquel banco azul turquesa miraba hacia el horizonte plagado de nubes verdes. ¡Qué lugar tan bonito!, pensó, acordándose de los dibujos animados que, en ocasiones, papá y mamá le permitían ver en la televisión. No les gustaba demasiado que viera la tele. Tampoco que bajara a jugar con otros niños por si le pasaba algo. Se pasaba los días en casa, leyendo. En silencio. Ahora, el escándalo del resto de los niños, jugando, la hacía sentirse bien. Rodeada de gente a pesar de las ausencias que tanto le dolían. El sol era rojo ese día, de una intensidad que dolía a la vista. Le gustaba que nada estuviera preestablecido. Qué todo lo que imaginara pudiera hacerse realidad.

 

 

Estaba agotado de caminar. De dar vueltas y no ver a nadie. De no oír nada. Ni un ruido. No entendía aquel planea extraño. Doloroso. Pesado. No entendía que el sol fuera rojo y las nubes verdes. No comprendía un suelo mullido y una atmósfera prácticamente tangible. Sentado en aquel banco azul turquesa, aún no entendía que eran sus propias limitaciones las que no le permitían ver más allá de sus propias narices. Nadie ve lo que no quiere ver. Sólo los niños pueden llegar a ver todo lo que existe y también lo que nunca estuvo allí.

 

Bajo los charcos (V)

16.03.2015 11:03

Pero él sí lo hizo. Y no sólo miró dentro de aquel extraño charco, se sumergió de lleno en él porque no había nada en el mundo que le pudiera impedir seguir los pasos de su hija. Sabía, era muy consciente de ello, que no siempre había estado cuando ella lo necesitaba. Pero ahora estaba allí y no pensaba salir de ese territorio desconocido e imposible hasta que encontrara a su niña. El mundo debajo del charco era peculiar: cálido, luminoso y de colores chillones. Era mullido y suave, como sólo una tierra ideada por niños puede ser. Lo más extraño es que aquel lugar estaba deshabitado. No parecía haber nadie por allí. Ni niños, ni mayores. Estaba sólo. En cualquier caso, nada podría pararle. Había llegado hasta allí y no se iba a marchar con las manos vacías. Comenzó a caminar. Y caminó. Caminó. Caminó... Mientras andaba, cada vez más deprisa, comenzó a suceder algo muy extraño. Ante sus ojos comenzaron a pasar, como en una película antigua, fotogramas de su propia vida. Noches alargadas en el trabajo en las que llegaba tarde a casa y no podía darle un beso a la niña, riñas con su mujer, problemas económicos, problemas laborales, pero también besos, risas y caricias, el nacimiento de su bebé hace ya unos cuantos años, el día de su boda, sus días de Universidad, sus propios juegos de infancia... una idea repentina se asomó a su cabeza, ¿estaría muerto? Era aquello la luz al final del tunel. ¿Nunca llegaría a ver a su niña?

Bajo los charcos (IV)

13.03.2015 20:41

No se estaba mal allí. Era muy pequeña aún para saber por experiencia que el ser humano se acostumbra a todo. A lo malo y a lo bueno. En cualquier caso, lo cierto es que no era difícil acostumbrarse a vivir en el mundo bajo el charco. Fue mirando al resto de los niños y se dio cuenta que cuando tenían sueño se tumbaban en el suelo, e inmediatamente, este se hacía mullido y cómodo para ellos. Cuando tenían hambre comían unos frutos de diversos colores que crecían en los arbustos. Tenían la peculiaridad de adquirir el sabor de lo que más le apetecía en cada momento. A veces a croquetas de la abuela, otras a pollo asado, a macarrones con tomate, a albóndigas guisadas de las que hace mamá los sábados y, de vez en cuando, a helados, a gominolas y a chocolate. Así que se limitó a hacer lo que hacían los demás y los días fueron pasando. Pronto le llamó la atención que ninguno de los niños parecía echar demasiado de menos a sus padres. Todos decían quererlos mucho, pero aseguraban que pasaban tan poco tiempo con ellos que su ausencia no se les hacía demasiado dolorosa. A ella sí le dolía. Quería tener cerca de sus padres para poder abrazarles. “Tienes que acostumbrarte a que no estén. No volverás a verlos. Ellos nunca vienen a buscarnos. Nos olvidan y siguen con sus trabajos y sus vidas”, le decían. Ella no creía una palabra. Eso no era posible. Ahora que ella no estaba, ¿a quién ducharía cada noche su madre?, ¿a quién le leería un cuento su padre?, ¿a quién arroparían y besarían con mimo?... “A por mí sí vendrán”, dijo en voz alta. Los demás asentían con la cabeza, al tiempo que la miraban con cierta cara de pena. De superioridad. Los pequeños eran así. Pensaban que en el mundo de los mayores había tiempo para asomarse a mirar dentro de los charcos. Pero nunca lo hacían. Nunca. 

Bajo los charcos (III)

12.03.2015 10:00

Nada pesa más sobre los hombros que la ausencia. Nada produce más miedo que la ignorancia. Nada genera más angustia que el desconocimiento. Nada resulta más ruidoso que el silencio. No saber dónde estaba la niña los estaba matando. Ella no hacía más que pensar en todas las cosas malas que podrían haberle ocurrido. Él se ahogaba en un mar de preocupación y culpabilidad. No entendía todavía, cuatro meses después, qué podría haber ocurrido. No sabía quién se había llevado a su niña, ni cómo lo había hecho. Dónde podría estar ahora. ¿Seguiría viva? Se tumbó sobre la cama, con los ojos cerrados. Tratando de reproducir el instante. "Trate de recuperar un olor, un color, un instante y el resto de los recuerdos aflorarán", le habían recomendado los expertos. Al hacerlo, se producía una imagen extraña en su cabeza. Veía a la niña desaparecer dentro del charco, pero eso no tenía ningún sentido. Era absurdo, pero nada parecía lógico desde entonces. Miro el reloj. Pasaban dos minutos de las cuatro de la madrugada. A su lado, su mujer tampoco dormía, pero no dijo nada al ver cómo se levantaba y se dirigía a la puerta. Ya no hablaban entre ellos. El miedo había trazado una férrea barrera infranqueable que sólo el regreso de la niña podría derrumbar. Salió a la calle. Hacía frío y él apenas llevaba una chaqueta sobre el pijama. Iba en zapatillas, pero las pocas personas que había en la calle apenas repararon en él. Allí, a escasos metros de su portal, seguía aquel charco. Aquel extraño y vulgar charco. Lo miró detenidamente durante unos segundos, minutos, tal vez horas, y cuando su vista se acostumbró a las ondas del viento sobre el agua, creyó poder apreciar algo. ¿Una imagen, un sonido, un recuerdo? No lo pensó dos veces y se dispuso a hacer la cosa más absurda que había hecho desde que la sociedad empezó a considerarlo adulto. Se descalzó y dejó las zapatillas de casa junto al charco y saltó con todas sus fuerzas, a pesar del frío, justo en el medio de aquel pequeño circulo de agua sucia. Apenas duró un instante la sensación de frío y de desconcierto. Estaba ocurriendo. Sus recuerdos olvidados eran reales. Había empezado a descender hacia alguna parte. Hacia algún lugar imposible. Ahora, lo sabía, estaba más cerca de encontrar a la niña. 

Bajo los Charcos (II)

11.03.2015 18:09

La niña llegó a lo alto de la colina sin apenas hacer esfuerzo. Allí abajo, al otro lado del charco, las cosas parecían tener un ritmo propio, una atmósfera diferente. No sentía frío, ni calor, ni hambre, ni sueño. Se sentía tranquila, como aquellos domingos de invierno en que la normalidad de su hogar, con todos sus miembros en casa, ocupados en sus cosas, le daba una cierta sensación de seguridad. Allí también se sentía bien. No tenía miedo de nada. Desde lo alto pudo ver una inmensa multitud de puntitos a lo lejos. Forzando un poco la vista se dio cuenta de que aquellos puntitos no eran tal cosa: eran niños. Miles de niños desperdigados por los campos de aquel extraño universo paralelo. Bajo corriendo la colina y se acercó a una niña que calculó que tendría su misma edad. “Hola”, le dijo. “Hola”, contestó la otra. “¿Eres nueva?”. “Supongo. Acabo de llegar”. “Ah, yo llevo aquí mucho tiempo. No sabría decirte cuanto… me solté de la mano de mi madre en un supermercado y me perdí. Después salí a la calle, intentado buscarla, pero acabé jugando con otros niños en los charcos. Y llegué aquí”. “Tu madre estará preocupada…”, dijo la niña, solícita. “No lo sé. No me acuerdo de su cara. Ya te dije que llevo aquí mucho tiempo. Años quizá”. “Pero… sigues siendo una niña”. “Aquí el tiempo pasa de otra manera. Tal vez, ni siquiera pasa”.

 

La otra niña se marchó mirando al suelo, contando lo que parecía ser un reguero de caracoles de colores imposibles. Todo allí abajo tenía colores vivos, todo olía bien. Los niños jugaban en extraños columpios de formas atrevidas. Volaban cometas y corrían entre risas. Nadie parecía triste. Nadie parecía acordarse de sus familias de arriba. Pero la niña sí se acordaba. Se acordaba de su madre y de su padre. Se acordaba de sus abrazos y de sus besos. Se acordaba de sus abuelos, de sus primos y de sus tíos. Se acordaba de todos ellos y sabía que estarían preocupados pensando que podría haberle pasado algo malo. Arriba, al otro lado, las calles estaban empapeladas con el rostro de la pequeña, un cartel rezaba un único letrero: Desaparecida. La policía llevaba casi dos meses buscando a la niña y ni un solo testigo acertaba a ofrecer una pista válida. Tan sólo había un testimonio, el de un borracho, desechado de inmediato por motivos obvios, que insistía en que la niña se había sumergido en un charco de la calle y nunca llegó a salir del mismo. Los padres de la niña estaban desesperados y la ciudad se hacía cada vez un poco más oscura. Más lúgubre. Más sombría. 

Bajo los charcos

10.03.2015 17:00

Era invierno y llovía. Las calles grises se reflejaban en los charcos que la niña, cumpliendo las órdenes estrictas de su madre, iba sorteando. El día era oscuro y la lluvia se dejaba caer sobre la acera, saltando, como si de un millar de pulgas se tratara, de charco en charco. “Ten cuidado, no te mojes”, ronroneaba por lo bajo la madre. “No, mamá”.
Pero lo cierto es que la niña no podía pensar en otra cosa que en eso, en mojarse, en saltar sobre todos y cada uno de aquellos preciosos charcos, manchar de barro sus preciosas botas nuevas, quitarse el chubasquero azul y el gorro que protegía sus rizos y disfrutar. La niña quería sentir la lluvia sobre la piel, empaparse y que nadie le dijera nada por hacerlo. La niña quería, en definitiva, para que vamos a llamar a las cosas de otra manera, ser niña y ejercer. Su madre no. Su madre quería llegar a casa cuanto antes y que la pequeña no cogiera un resfriado por culpa de la lluvia y el frío. A la niña no le importaban los resfriados. Ni siquiera sabía qué era eso. No recordaba el último que tuvo porque, cuando uno es niño, no recuerda las cosas malas. Sólo se acuerda de las buenas. De las divertidas. De las que importan. Por eso, al día siguiente, cuando fue su padre el encargado de llevarla al colegio bajo la lluvia, la pequeña aprovechó una llamada al teléfono móvil del progenitor para cumplir su deseo. Soltó la mano de su padre, se quitó el gorró y de un tremendo salto, o esa fue la impresión que le dio a ella, logró introducir sus dos pequeñas piernas en un inmenso charco formado por toda una noche de constante e insistente lluvia. En el mismo instante de introducirse en el agua, pudo sentir que la profundidad del charco era mucho mayor de la que ella imaginaba. Contó los segundos del descenso: uno, dos, tres, cuatro… La caída parecía infinita. Eterna. Antes de darse cuenta, había dejado de ver el cielo sobre su cabeza. Ya no caían gotitas pizpiretas sobre sus rizos, ya no había lluvia... todo era agua a su alrededor. Se encontraba inmersa en una inmensa piscina de agua y tierra. De barro. Pensó que iba a ahogarse, pero curiosamente podía respirar bajo aquel extraño líquido torrefacto. Allí el mundo era, de alguna manera, similar al de arriba, pero a la vez diferente. Vio una vereda que llevaba a lo alto de una colina y se dispuso a seguirla. Mientras tanto, arriba, al otro lado del charco, el tiempo pasaba de otra manera. La Ciudad llevaba días buscando a la pequeña niña que el padre, descuidado, había perdido sin saber cómo. O eso creía él. “Contesté al teléfono, se soltó de mi mano, y cuando me di cuenta ya no estaba allí”, le decía él a todos los que querían escuchar su versión. Algunos le creían. Muchos desconfiaban de su palabra. Nadie podía imaginar la realidad. Y en la ciudad seguía lloviendo y los charcos se iban adueñando del paisaje invernal. 

La vida pintada en la pared

09.03.2015 10:45

 

He pintado en el techo de mi cuarto un cielo azul, con estrellas y luna, un cielo que por las noches resplandece y por el día se vuelve turquesa. Un sol que calienta en los días fríos de invierno. He pintado un atardecer anaranjado y un amanecer violeta, con trazos rosados, para nunca más salir de la seguridad de esa habitación, terreno conocido y tranquilo. Me he encerrado entre las sombras por temor a la luz del día, y me he inventado una vida que no existe por no tener que arriesgarme a vivir la mía. Leo libros, veo películas, invento y sueño momentos que nunca han ocurrido, y los recreo una y otra vez en mi imaginación. Vivo tranquila porque no pasa nada. Y fuera, lejos de mis cuatro extrañas paredes, pasa la vida. Esa vida, peligrosa, oscura, compleja y difícil, que me estoy perdiendo. Esa vida llena de momentos increíbles que nunca conoceré. Momentos que temo porque no puedo controlar. Anochece entre las sombras de mi cuarto. Hace frío y casi no puedo ver la luna. No recuerdo haber pintado nubes, pero ahí están. No recuerdo haber pintado lluvia pero mi habitación se inunda. Vuelvo a tener frío y no hay ningún lugar dónde me pueda refugiar. Mañana, tal vez, cuando pase la tormenta, me atreverá a cruzar el umbral de la puerta y empezaré a vivir de nuevo. Mañana, tal vez, mañana. 

Lo inevitable

27.02.2015 12:14

Como un inmenso puñado de arena escapándose entre los dedos. Como intentar recoger el agua del mar con la cuenca de la mano. No se puede atrapar lo que no quiere ser capturado. Como intentar evitar tus lágrimas cuando hace mucho que inundan tus ojos, aunque yo no me diera cuenta. Demasiado tarde. No se puede evitar lo inevitable. Duele, para que negarlo, la despedida. El adiós siempre es triste, sobre todo cuando dejas atrás la parte más importante de tu vida. Es como si te arrancaran un trocito de corazón, de alma, de recuerdos. Las cosas, sin embargo, son como son. De nada vale luchar contra molinos de viento cuando éste sopla en tu contra. En la ciudad de las historias inacabadas, de las promesas que no llegaron a ser, te dejé. Mirando por la ventana, triste y asustada, pero con cierta sensación de descanso dibujada en tus ojos. Esos ojos tan bellos, ya casi en el recuerdo. El camino se fue haciendo a mi paso, dibujando senderos desconocidos que no sabía si quería explorar. Así es la vida, detrás de cada paso, viene otro nuevo. Así es la vida, una enorme montaña de arena escurriendose entre los dedos. Una barca a la deriva que creemos poder gobernar. No se puede atrapar lo que no quiere ser capturado, y yo hace mucho que necesitaba volar, aunque hubiera mutilado mis alas para estar contigo. No se puede evitar lo inevitable. No se puede. 

La princesa luminosa

22.02.2015 21:02

Erase una vez un lugar muy lejano, o tal vez no tanto, eso es cuestión de memoria, ya se sabe. En ese lugar remoto, un rincón del paraíso en el que olía a sal y los días siempre parecían azules como los príncipes añejos de los cuentos de antes, vivía una princesa sin reino. No todas las princesas lo tienen. Siempre nos cuentan que sí, que tienen reino, y palacio y lacayos, pero hay princesas que no lo son por linaje, ni por tener sangre azul, ni por llevar corona. Son princesas porque sí, así son las cosas en el verdadero mundo de los cuentos. Esta princesa tenía el pelo negro como la noche, los ojos oscuros y brillantes y una sonrisa que iluminaba el día de quién se cruzaba con ella. Por eso la llamaron, Lucía, porque irradiaba luz a su paso. Tenía una voz que amansaba las fieras y contaba, através de un poderoso artilugio que en aquel reino lejano llamaban radio, las cosas que acontecían en el lugar. Era despistada, algo desastre, impulsiva y cariñosa, pero todo el mundo la quería porque ella se hacía querer. Era una de esas princesas a las que se quiere, y ya está. Tampoco hay que buscar tantos motivos, son cosas que sólo sabe el narrador, al fin y al cabo. Un buen día la princesa notó que algo cambiaba. Algo comenzaba a ser distinto. Por algún extraño motivo, a la princesa Lucía le habían salido alas. Eran blancas y mullidas, como de algodón. Al principio no dijo nada. Las llevaba escondidas bajo la ropa, pero prontó comenzó a notar que le dolían. Empezaba a sentirse encerrada dentro de una bella jaula de oro. En su reino, ese reino bello que olía a sal, ese lugar dónde todos la querían y dónde ella sentía que tenía una familia, comenzaba a faltarle el aire. Lucía sentía la irresistible necesidad de echar a volar. Conocer nuevos lugares. Iluminar nuevos destinos. Le daba mucha pena decir adiós a todo lo conocido porque era bueno, pero... no podia engañarse a sí misma, y sobre todo no podía engañar a sus exigentes alas. No sabía cómo podría decirle adiós al mar en el que se había bañado durante años, al cielo que la vio crecer como persona, a las gentes que la querían por lo que era, una princesa de las de verdad. Sólo con pensar en decir adiós se ponía muy triste. Lo que ella no sabía es que todos los habitantes de su reino siempre supieron que llegaría el día en que tendría que echar a volar, pero también sabrían que seguirían allí a su vuelta. Cuando la vieron desplegar sus alas sintieron que se les encogía un poco el corazón, pero en el fondo dormía una enorme esperanza porque, si es cierto que no hay nada más triste que una despedida, también lo es que no existe nada más hermoso que un reencuentro.  

La montaña

16.02.2015 11:32

Siempre dices que tienes vértigo. Miras hacia abajo y se te congela, un poquito, la respiración. El vacío es así, sobrecogedor. Sin embargo, hay montañas que se deben subir. Hay montañas que han puesto ahí para nosotros. Obstáculos que nos impiden continuar el camino y que es necesario superar. Con esta montaña podemos. Por alta que nos la pongan. Por complicado que sea el camino. Por duro que sea el terreno… no hay nadie más fuerte, más insistente, más duro y más soñador que tú para llegar a la cima. Las cimas se han hecho para nosotros, los cabezotas, los soñadores, los que nunca nos cansamos de luchar, de caminar, de perseguir nuestros sueños. Siempre dices que tienes vértigo, esta vez no. Con esta montaña podemos. Entre todos. A pasos cortos, largos, a carreras, a saltos… con tu fuerza y con la nuestra. Desde cerca, con el mejor apoyo que podrías tener, con la mujer más fuerte del mundo. Desde lejos. No hay vertigo. Con esta montaña también podemos. 

La vida espera

31.01.2015 09:48

La vida te zarandea sin sentido. Te sube, te baja, te asfixia y te da aire a su antojo. Se convierte, por segundos, en un carrusel de emociones encontradas en las que nada parece tener sentido. Va poniendo piedras en el camino por el sencillo capricho de ver si somos capaces de sortearlas. La vida agota. La vida cansa. Sin embargo, y a pesar de todo, nos regala momentos únicos, instantes, recuerdos, olores que nos hacen olvidar la angustia y la desazón. La vida sorprende. Los besos a los padres, sentidos y llenos de infinito respeto y cariño, los besos pringosos de los hijos que se quedan pegados al alma de manera indeleble, los besos inciertos de los primeros amores, asustados, tímidos y atrevidos a la vez, los besos pasionales. Los roces, las caricias, los abrazos, las despedidas. Dolorosas y efímeras. Los reencuentros. La vida te arrastra hacia delante de manera agresiva y no podemos, no debemos, parar. El camino es largo y, en ocasiones, pesado. La vida duele.  Y, de pronto, un atardecer con tintes violáceos, como los de mi infancia en tierras de levante, te llena de impulso. El cielo limpio y sin mácula de mi Extremadura, impregnada en el alma. El olor del mar mediterráneo, el color de la arena de las playas de Lanzarote, a veces negra como la noche a veces blanca como la luna. La vida abruma. Satura. La vida brilla, y no hay otra manera de recorrerla que coger las riendas de tu camino. La vida… la vida espera. 

La ciudad congelada

26.01.2015 18:19

Era, lo recuerdo bien, uno de esos días de invierno, grises y desapacibles, uno de esos días en que la lluvia y el frío te hacen abandonar la idea de salir de casa para nada. Todo lo que te apetece es dejarte atrapar por el mullido sillón con un buen libro entre las manos o una película interesante que disfrutar. Sin embargo, eran muchas las cosas pendientes en esa jornada y el sillón tendría que esperar. Devolver libros en la biblioteca, comprar un par de cosas en el supermercado, recoger los zapatos en el zapatero… todo cerca, en el barrio. Así que nada de coche, caminando. Miré desolada hacia mi sofá a modo de despedida. Lástima, pensé mientras bajaba las escaleras hacia la calle. El viento gélido me azotó la cara  nada más abrir la puerta del portal. “Va a nevar”, dijo una vecina que entraba en ese momento. Tenía un tono violáceo en la cara que no permitía la discusión. Por un momento me imaginé, como cuando era niña, haciendo batallas de bolas de nieve en las escasas ocasiones que nevaba en mi ciudad. Comencé a caminar deprisa con la idea de acabar cuanto antes con mis obligaciones y regresar al calor de mi casa. La sensación de frío iba en aumento por segundo y las rachas de viento parecían intentar cortarme el paso. Supuse que era una sensación mía, pero pronto fue evidente que algo ocurría. Los semáforos no funcionaban y dejaban entrever pequeñas estalactitas de hielo. Los motores de los coches habían dejado de funcionar. Y todo el mundo dejó de caminar. No sólo era yo, nadie podía avanzar. La gente luchaba por dar un paso hacia delante mientras el frío paralizaba sus piernas y sus manos. Junto a mí había un chico cuyo tono azulado delataba que llevaba un buen rato luchando contra el viento. Pronto tuve la sensación de no sentir mis piernas, ni los brazos, ni los oídos, ni la cara, mis dientes entrechocaban nerviosos y mi cerebro intentaba sin suerte emitir órdenes. Escuché, muy lejano, o eso me pareció, un golpe seco. A mi lado, el chico azul se había caído al suelo y su estructura ósea se había roto en mil pedazos, como si de un jarrón de porcelana se tratase. No era el único, las estatuas humanas de nieve comenzaban a reventar de frío y nadie parecía poder escapar de aquello. Los pájaros caían por docenas. Era como si la ciudad se hubiera congelado y con ella sus habitantes. Todos nosotros. No podía ser cierto. No tenía sentido. La sinrazón solo puede combatirse con imaginación, me dije.  Decidí imaginar que estaba en casa, en mi sofá, envuelta en una cálida manta, saboreando un chocolate caliente, con la taza humeante entre las manos.  Casi podía sentir el bienestar de la calidez de mi hogar. Mis piernas comenzaron a reaccionar y pude dar un paso. Funcionaba. Estaba, imaginé, en la sauna, después de una agotadora tarde de gimnasia, y por mi frente se derretían cientos de  gotas de sudor. Un paso más. Avanzaba. El calor del verano abrasaba a los bañistas que se tostaban al sol en sus toallas, y yo disfrutaba del verano más tórrido de la década. Un pasó más. Y otro. Y otro más aún. Caminaba entre figuras deshechas, cuerpos rotos, llagados, azules, destrozados. Caminaba entre icebergs humanos sintiéndome abrumada por el calor. Cuando llegué al portal de casa, corrí sin parar hasta estar dentro de mi vivienda. Sin mirar atrás. Abrigada entre mantas, caliente y segura. Puse el televisor intentando encontrar una explicación a lo que acababa de vivir. Los programas matinales no se habían interrumpido para contar nada anormal. Allí seguían los de siempre hablando de las cosas de siempre. Puse la radio. Nada de ciudades congeladas. Nada. Encendí el ordenador y ningún medio digital hablaba de una macabra serie de inexplicables muertes por congelación. Me asomé al ventanal del salón y, aunque sentí el frío en la cara, no pude ver ningún resto de lo vivido. La gente caminaba con normalidad, a sus trabajos, de vuelta a casa o a realizar compras. No había cuerpos rotos, ni semáforos congelados, ni coches paralizados. No había nada de nada. Me senté en el sofá, sin separarme de la manta y mientras sentía como el sueño me ganaba la batalla, pensaba que no debía haber salido de casa. Hoy no era día de hacer recados. Hoy no era día para nada. 

El regalo

23.12.2014 16:42

Quería un regalo único. Un presente que le hiciera olvidar cada uno de los malos momentos vividos durante el último año. Fueron muchos. Demasiados como para que nuestra unión no sufriera alguna pequeña grieta. El miedo a la fractura me aterraba y no me dejaba pensar. Sin embargo, no se produjo ninguna quiebra. Ella era así, inesperada, loca. Por eso quería un regalo especial, algo que nada más verlo sirviera para expresar todo lo que no supe decir con palabras. Lo busqué por todas partes, por cada rincón de la ciudad, en cada tienda grande y pequeña, en librerías de viejo, en anticuarios, en jugueterías enormes, en joyerías lujosas e incluso en desordenadas tiendas de todo a cien. Tenía que ser algo especial, no por ello caro, pero sí único. No lo encontré. No había nada que expresara mi amor por ella. Desolado me dirigí al lugar de la cita, con un triste libro antiguo. Una novela de hojas destrozadas por el tiempo que, pensé, que le gustaría tener. La primera frase del libro, como en los viejos cuentos de la niñez, no podía ser otra que Erase una vez, y la última, por siempre jamás. Era un cuento, y a ella le gustaban los cuentos. Al abrir el paquete sus dedos acariciaron el lomo del viejo libro casi con placer. Sus ojos brillaban al pasar las páginas. Estaba feliz y me abrazó. El libro cayó al suelo y entonces me di cuenta que el resto de las páginas estaban vacías. No había nada escrito en ellas. Sorprendido quise recogerlo del suelo para que no se diera cuenta, pero se me adelantó y comenzó a pasar las páginas con lentitud. Maravillado comprobé como los párrafos iban tomando forma ante mis ojos, la historia nunca escrita cobraba vida en sus manos. El libro era como yo, ella era quién le daba forma. De esta manera, yo mismo parecía ser el regalo que le entregaba. “Nada me podía gustar más”, me dijo. Deseé con todas mis fuerzas que el final de la historia fuera feliz. 

Caminando

22.12.2014 09:51

“¿Caminar deprisa hacia el futuro es una manera de morir?”, preguntó. Con sólo oír el sonido de su voz al hacer la pregunta ya sabía a dónde quería ir a parar. “Todos morimos algún día. Es inevitable. ¿Tampoco querrías vivir para siempre, no?”. Un silencio espeso, casi palpable, llenó la sala. “No lo sé. Sólo me preguntó porqué vivimos deseando que pasen rápido los días, que llegue ya el fin de semana, por ejemplo, o las vacaciones… son días de vida que perdemos, son momentos que no podremos recuperar”. Viéndolo ahí sentado, tan niño, tan joven y con tanto miedo inexplicable, me pregunté qué había hecho yo con mis temores, con mis deseos, con mis sueños… cuándo había dejado de pensar en la vida para consumirla intentando sobrevivir. “Yo no quiero que el día de hoy se acabe nunca. Quiero estar siempre así, a tu lado, tal y como somos hoy”, me dijo. La certeza de sus ojos era absoluta, pero yo sólo podía escuchar un ruido, la aguja del segundero avanzando un paso más y otro, y otro… Yo también, pensé, yo también…

Despedida de otoño

29.11.2014 15:13

Te vas pero no te vas. Un poco te quedas. Te vas, eso es cierto, pero también te quedas en las sonrisas, en las canciones, en los sabores, en el olor a sal del mar, en las largas jornadas de playa y en las charlas de domingo, esas en las que solucionábamos los problemas del mundo. Te quedas en los recuerdos y en tantas risas compartidas, y también, es así, en las lágrimas y los malos momentos. Te quedas en el sonido radiofónico de tu voz siguiendome por la casa, estando un poco sin estar Te quedas un poco en mí, un poco en todos. Te quedas en la retina infantil de mis hijos que no entienden que ya no estarás cada semana dispuesta a abrazarles a la vuelta de cualquier rincón. Ellos no entienden nada de distancia ni de tiempo. Saben de besos y abrazos, saben de cuentos y canciones. Los que les contabas para dormirlos, las que les enseñaste con paciencia infinita. Te vas pero no te vas. Te vas y nos llevas. Nos llevas lo quieras o no, allá donde vayas, allá donde te lleven tus pasos. Te quedas, te quedas para siempre porque hay amigos que permanecen aunque estén lejos, que perduran, que son eternos. Te vas pero no te vas. Nos llevas. 

Junto a mí

28.10.2014 12:46

Aligeré el paso. Llevaba varias manzanas sintiendo una respiración pegada a mi espalda y la impresión, inconfundible, de que alguien me estaba mirando. Sabía que me seguían. Sin embargo, junto a mí no había nadie. Caminaba sola, en mitad de la noche, por una ciudad aparentemente desierta. Todos dormían. En mitad del silencio nocturno resonaba el eco de mis pisadas. Intenté caminar de puntillas para evitar el ruido de los tacones. Imposible. El cansacio de una jornada de trabajo demasiado larga me estaba venciendo y mis pasos eran cada vez más lentos y mis pisadas, o eso pensaba yo, más sonoras. Un suspiro restalló al borde de mi oído derecho con absoluta claridad. Me paré en seco, aterrorizada, a mirar a izquierda y derecha. Nadie. La madrugada empezaba a asomarse por un rincón del cielo cuando llegué al portal. Seguía sola. Entré en casa y al tiempo que me desvestía miré bajo la cama. Nadie. Recorrí a paso rápido las tres habitaciones en las que consistía mi casa. Nada. Volví a mi cuarto y me acosté. Inconsciencientemente, de una manera infantil, me cubrí la cabeza con las sábanas para resguardarme de lo que fuera que estaba junto a mí. Porque, aunque allí no había nadie, su respiración seguía conmigo. Junto a mí.

Claroscuro

11.10.2014 19:39

Una vez en algún rincón perdido del universo nació un niño con una peculiaridad que nadie descubriría hasta mucho tiempo después: veía sombras en las cosas y las personas turbias y luz en las diáfanas. El niño creció sin saber, porque nadie echa de menos lo que no conoce, que era diferente a los demás. Creció sabiendo discernir fácilmente el bien del mal. Se hizo mayor avanzando con paso seguro hacia un futuro que se le prometía esperanzador. Sin embargo, cuando comenzó a moverse en el mundo de los adultos como parte de ellos, se dio cuenta que la línea que diferenciaba la luz de la oscuridad se hacía inexistente. Todos los que le rodeaban vivían en el claroscuro. Salían de la luz más brillante para introducirse, voluntariamente, en un pozo negro y sin salida. El niño, que ya no lo era, no podía soportar la certidumbre de que el ser humano eligiera su propia oscuridad. No podía mirar a la cara a los hombres y ver sus intenciones más retorcidas. El niño, que ya no lo era, se sintió solo en un mundo retorcido y desalmado. Fue entonces cuando descubrió que su propio reflejo en el espejo era un retrato lleno de luces y sombras. Decidió dejar de mirar. Una vez en algún rincón perdido del universo, vivió un hombre en la oscuridad hasta su último suspiro, esperando que fuera entonces cuando la luz volviera al universo. 

Déjà vu

08.10.2014 12:40

¿Dónde había visto antes esa mirada, esa caída de ojos, esas pestañas, esa sonrisa burlona y a la vez enternecedora? ¿En qué lugar de mi memoria se alojaban esos labios y esas manos? No parecía reconocerme, así que supongo que nunca nos habíamos visto antes. Me recordaría a alguien, me dije. Y me lo creí. Me lo creí al menos unos minutos hasta que, por casualidad, en el caos urbano que supone el metro en hora punta, su mano me rozó sin querer. “Perdona, perdí el equilibrio”, me dijo. Esa voz... Entonces lo supe, de alguna manera nuestros caminos se habían cruzado en algún punto del camino, en alguna vida tal vez olvidada, en un universo paralelo y alternativo. Él me miro, de repente, de otra manera. También lo notó. Así que eso es un ‘déjà vu’, pensé, y lo vi alejarse de mi vida, tal vez para siempre. O tal vez no. 

No teníamos nada

13.09.2014 20:13

No teníamos nada, salvo tiempo. Horas deslavazadas, días compartidos, instantes únicos, minutos robados al sueño sólo por pensar en el otro. No teníamos nada, salvo sueños. Sueños y un futuro prometedor por delante, como un folio en blanco en el que todavía todo estaba por escribir. No teníamos nada y fuimos sumando granitos de arena en nuestros regazos, creando castillos en el cielo y levantando escaleras para alcanzarlos. Fuimos cincelando nuestros anhelos en la roca maciza del presente, dándoles forma y vida. No teníamos nada, salvo a nosotros. Tal vez, lo teníamos todo. Desde la torre más alta de nuestro castillo miro hacia abajo y veo todo el camino recorrido, siempre  de la mano. No teníamos nada y ahora, con todo a nuestro alcance. Nos faltan sueños, nos falta tiempo, nos falta futuro…  Me faltas tú. No me queda nada, salvo recuerdos. 

Llegó el momento

13.09.2014 13:38

No pensé que llegaría el momento. De verdad, que no creí que pudiera llegar a despreciarte tanto. No pensé que volvería a tener tu vida en mis manos y no desearía salvarte. La vida te cambia. Te endurece. Ahoga tus sueños juveniles y te hace fuerte. O tal vez no. Tal vez te va llenando de rencor, odio y amargura hasta saturarte, hasta hacerte insensible. Fría. No lo sé. Siempre creí que te amaría hasta más allá de mis deseos. Me equivoqué. Ya no te amo. Pensándolo bien, ni siquiera te odio. Puedo acabar contigo, pero no lo haré. Quiero que sigas viviendo. Me da igual dónde, cómo y con quién. Quiero que vivas porque tu recuerdo no pesará más en mi conciencia. A partir de ahora, ya eres nada. Eres ayer. Memoria en desuso. No pensé que llegaría el momento, pero la vida siempre sorprende. 

Alma

06.09.2014 12:29

El silencio era denso, espeso como la niebla. En la oscuridad del pasillo del hospital sólo se escuchaban las respiraciones acompasadas de los pacientes dormidos. Ella estaba de guardia. Era la única despierta en toda la planta. Ella y el vigilante de seguridad que hacia la ronda por el edificio. Sóno un timbre. Alguien tendría sed o necesitaría su ayuda para ir al baño. Miró el panel de las habitaciones. La casilla de la 203 estaba iluminada. Se quedó mirando fijamente el panel. La 203. Eso era imposible. Allí estaba Alma, una mujer que llevaba en coma veinte años. Fue por un accidente de coche. Al principio su novio iba a verla a diario, y sus hermanos, y sus padres Poco a poco cuando se hizo evidente que su única conexión con la vida dependía de una máquina, las visitas se espaciaron. Ya sólo iba a verla su madre. Ya muy mayor. Hablaba con ella, la miraba y le contaba cosas cotidianas. Su voz se había vuelto anodina, teñida de un velo de desesperanza. Alguién debía haber pulsado ese timbre. ¿Algún bromista? ¿A las cuatro de la madrugada? Se dirigió a la 203, al final del pasillo. No encendió la luz para no despertar al resto de los pacientes. Toc, toc, toc. Sus pasos resonaron en la oscuridad, la única banda sonora de la noche. La luz de la luna le daba de lleno en el rostro, sin gesto, relajado. El botón de llamada permanecía iluminado, signo inequívoco de que había sido pulsado por alguien. Pero, ¿por quién? El resto de los pacientes de ese ala del hospital dormía y, aunque hubieran estado despiertos, la mayoría no se encontraba en condiciones de moverse de la cama. Acarició la cabeza de Alma y volvió a su puesto. Allí nadie la necesitaba. Volvió a enfrascarse en la lectura del libro que estaba acabando. Novela negra, pero no muy buena. Apenas le quedaban dos capitulos para acabar y ya sospechaba quien era el asesino. De nuevo el sonidor de un timbre interrumpió el hilo de sus pensamientos y su lectura. La habitación 203 de nuevo. Esto era una broma de mal gusto. Volvió al dormitorio y todo seguía en calma. Recorrió una a una el resto de las habitaciones. Todos dormían. Volvió a la 203, apagó el botón de llamada y se quedó mirando un rato a la mujer que dormía desde hace veinte años, sin importarle nada de lo que ocurría a su alrededor. Le pareció, por una décima de segundo que sonreía. Imposible. Volvió a su puesto. A su lectura. Apenas acababa de cerrar la novela, pensando en lo predecible que le había resultado el final cuando volvió a encenderse la luz de la 203. ¿Qué estaba pasando? Decidió trasladar su guardia de esa noche al cuarto y así acabar con la broma de mal gusto que, evidentemente, alguien le estaba gastando. Entró como una tromba huracanada en el cuarto. Enfadada. Su rostró perdió el color al mirar a su alrededor. La cama estaba vacía. Después de veinte años inmóvil Alma no estaba allí, ni en el baño, ni en el pasillo. Sintió una corriente de aire frío. Había una ventana abierta al final del pasillo. Al asomarse, creyó verla a lo lejos perdiéndose en el horizonte entre el cielo y la luna. Creyó incluso ver dos alas en su espalda. Su mirada se perdió en la nada en busca de Alma, pero nunca volvió a verla. Alma ahora era libre.

Miedo

02.09.2014 09:16

Diez, veinte, treinta, cuarenta... Repaso una y otra vez la cuenta, moviendo rápido los billetes entre los dedos. Libros, uniformes, zapatos nuevos... Sudor frío. Diez, veinte, treinta... La suma total no cambia. En la radio, como banda sonora, la voz de Montoro recuerda los importantes avances que hemos realizado en materia económica. España va bien. Será eso. Diez, veinte, treinta... Una y otra vez doy vueltas a los manidos billetes, por ver si de manera milagrosa me cuadran las cosas. Siento miedo. Siempre siento miedo. La vida da miedo. Diez, veinte, treinta... La voz en la radio me recuerda que debo estar feliz y satisfecha. No sé. A mí no me salen las cuentas. Diez, veinte, treinta, cuarenta...

Cuando yo no esté

24.07.2014 10:41

Cuando no esté ya en tu vida, te preguntarás que te dejé en herencia. Sabes que no puedo dejarte millones, no los tengo; ni propiedades que no poseo; ni si quiera prósperos negocios. Qué le vamos a hacer, así es la vida, amarga y dulce a intervalos inesperados. Puedo, en cambio, dejarte mis ojos. Bueno, ya los tienes en realidad, desde el mismo momento en que llegaste al mundo. Cuídalos te ayudarán a ver las cosas con más claridad de lo que crees, de lo creen los demás. Puedo, también, dejarte mi imaginación. No la desprecies, no es poca cosa si la sabes usar. Eso sí, debes cuidarla, con cariño y dedicación. A las cabezas fantasiosas les afecta mucho el mundo real. Las destruye a base de malas noticias, disgustos y problemas. Manten siempre vivo dentro de ti al niño que hoy eres, dinámico, vital y entusiasta. Eso te permitirá ser feliz con muy poco. Ten siempre mucha fe en ti mismo. Yo no siempre supe tenerla, pero me equivoqué. Y lleva adelante todos tus proyectos porque nadie en el mundo sabrá hacerlo mejor que tú. Sé que no es mucho capital el que te dejo, pero es lo que tengo. Éso y todos los besos que me caben dentro porque nadie los merece como tú. Cuando yo no esté recuerda siempre que te quiero, que te seguiré queriendo allá donde las estrellas me lleven. 

Momentos

09.07.2014 09:55

Desenhebrando momentos me descubrió la mañana, toda la noche en vela y no conseguí recordarte. Una gran niebla infinita me invade, cada vez más densa, cada vez más dentro, cada vez más… No recuerdo tu sonrisa, ni tus ojos, ni tu boca, no recuerdo tus palabras, ni siquiera puedo acordarme de tu recuerdo. Busco instantes del pasado que me devuelvan a ti, pero no hay nada. Sólo un vacío. Un profundo agujero negro en mi interior que crece por segundos, devorando todo aquello que algún día me hizo feliz. Desenredando el pasado, el presente se apoderó de mis sueños. No puedo recordarte. ¿No puedo? Tal vez ni siquiera lo deseo. La niebla crece, se expande, borra las lágrimas vertidas, el dolor y la tristeza. Debe ser eso, no quiero acordarme de nada y dejo que el olvido desgaste todos mis recuerdos. Desenhebrando momentos me descubrió la mañana, toda la noche en vela, soñando que te soñaba. 

Universo paralelo

09.07.2014 09:35

Con trazo firme y certero dejó que el lápiz acariciara el folio en blanco, con suavidad, sin prisa, dando forma a lo que aún nadie había contado hasta aquel momento. Dibujó castillos, montañas, valles y amaneceres que nunca existieron. Dio forma a seres imposibles que bajo su manto cobraron vida. Dragones, unicornios, hadas, cíclopes y hombres buenos. Mujeres invencibles. Héroes de carne y hueso pintados sobre lienzo. Creó, por el simple placer de poder hacerlo, un universo alternativo al nuestro, lleno detalles y emociones. Un lugar hermoso en el que ser feliz. Creo un mundo hecho a su medida y cuando terminó de dibujarlo, decidió vivir en él. Se fundió con su obra y fueron una sola cosa. Una única realidad. Nunca nadie volvió a verle… al menos nadie que no existiera en su universo paralelo de papel. 

Soñó

06.07.2014 10:09

Soñó que era viento e impulsó con fuerza las olas del mar. Soñó que era mar y se dejó llevar, sin prisa, sin ruta, sin destino, se dejó llevar hasta las aguas del río. Soñó que era río y deseo con intesidad ser parte del cielo que reflejaba. Soñó que era cielo y se sintió abrigado por las nubes, pero quiso más. Entonces soñó que era sol e irradiaba luz y calor al universo, y deseo intensamente ser luna para poder cuidar los sueños de los hombres. Y fue luna, y desde lo más alto añoró aquellos tiempos en que era viento y su único destino era soñar. No siempre sabemos lo que deseamos, pero no podemos dejar de hacerlo. 

El hombre sin sombra

04.07.2014 13:37

Había buscado su sombra por todo el universo conocido. Durante días. Semanas. Meses. Ni siquiera podía recordar cuando la había perdido, sólo que una mañana se despertó y descubrió que ya no estaba y, de alguna manera, sintió que ya no sabía quién era. Su identidad, como su sombra, había desaparecido. Su personalidad estaba desdibujada. Se impuso como meta recorrer todas las veredas, por lúgubres que fueran, que pudieran guiarle hacia alguna pista. Visitó el norte, visitó el sur, el este y el oeste. Desanduvo los caminos recorridos para asegurarse de que el trabajo estaba bien hecho. Pero no tuvo suerte. Nadie sabía dónde podía estar su sombra. Parecía que nunca la había tenido. Llegó un momento, cansado y deprimido, que imaginó que tal vez soñó ser un hombre con sombra. Pensó que sólo había sido eso, un sueño. Se sentó en un recodo del camino y descansó. Decidió tumbarse mirando el cielo y dedicar unos minutos a mirar las estrellas. El cielo le mostró, como si de una pantalla de cine se tratara, lo que había sido su vida hasta el momento. Le regaló un sinfín de imágenes de abrazos, besos, lágrimas, triunfos y derrotas. Llegó a sentir dentro el olor del café y del pan recién hecho, el aroma a flores de casa de la abuela, el perfume de su madre, la ternura de su primer amor, el despecho de sus primeros fracasos… recobró su vida en tan sólo unos instantes y recordó quién había sido, quién era, quién debería ser. Su vida se mostró como un regalo no solicitado y decidió dejar de buscar para disfrutar del camino que le quedaba por recorrer. Volvería a casa y seguiría adelante con su destino, aunque eso significara ser el único hombre sin sombra. Al levantarse para emprender el camino, allí estaba, estrecha, alargada, inequívocamente cosida a sus pies. Volvía a tener sombra, volvía a tener destino. 

Cansancio

03.07.2014 09:45

Angustia. Esa era la sensación que me impedía seguir avanzando. Angustia y tal vez también, por qué no decirlo, algo de miedo a los cambios. Y cansancio. Cansancio de emprender a diario una lucha contra el mundo, sin tener la certeza de poder ganar. La vida es un camino pedregoso, angosto y oscuro que nos sorprende a ratos con momentos increíbles, llenos de luz... pero cuando se van, sólo queda el camino, la necesidad de seguir adelante a pesar del miedo. A veces, sólo en algunas ocasiones, me permitía el lujo de soñar despierta con un sendero mullido, verde y sencillo de recorrer, y saboreaba cada paso, cada momento, cada instante de luz infinita. A veces, sólo en alguna ocasiones, me permitía ser feliz como únicamente los niños pueden serlo. De una manera despreocupada y crédula, segura de que la vida sólo nos puede deparar cosas mejores. No ocurría muchas veces, pero entonces sí podía rozar con la punta de los dedos la felicidad y no quería abrir los ojos. Nunca más. 

Creo recordar que estaba muerta

01.07.2014 19:53

Creo recordar que estaba muerta. No sé si del todo, al menos algo muerta. La gente me miraba y con voz queda repetía una letanía común aunque siempre diferente: "era tan joven", "siempre se van los mejores", "nos deja buenos momentos"... algunas de las personas que rezaban frases previsibles llevaban años sin hablarme, sin verme... algunas incluso hubiera jurado que no me conocían...¡Y cómo lloraban! Parecía que alguien les estaba arrancando el alma. Así que, eso era estar muerto. Estaba tranquila, supongo. Descansada, debe ser lo que tiene morirse que ya no hay mucho que hacer y no tienen mucho sentido los nervios ni el estrés. Supongo que estaría más pálida de lo habitual, aunque me habrían maquillado debidamente, o eso imaginaba yo porque no podía verme. Sabía, esas cosas se saben, que esta vez la que se había ido era yo, pero no podía observarme. Serán leyes no escritas del mundo de los muertos. "¿Qué voy a hacer ahora sin verla a diario?", chilló alguién. Era el portero de mi edificio. Curioso, no sabía que la ruptura de una rutina tan frágil pudiera afectarle tanto a alguien. En cualquier caso, el hombre salía ganando, ya no le pisaría más veces el suelo recién fregado al llegar del trabajo. Mis familiares y mis amigos callaban en algún rincón sintiendo, ellos sí, el duelo por dentro. Por ellos sí me daba pena morirme, la verdad. Por los demás... por los demás, la verdad es que me daba un poco lo mismo. Se estaba bien sin sentir miedo, ni dolor, ni angustia. Se estaba bien sin necesitar nada. Supongo que sí, estaba muerta. Pero la verdad es que ya no lo recuerdo muy bien. 

Te quise mucho

22.05.2014 19:06

Te quería pero no era consciente de ello. ¡Qué cosas tan raras tiene la vida! Te quise tanto sin saberlo si quiera. Porque es cierto, no lo sabía. Lo único que tenía claro en esa época era que quería salir corriendo. Tocar el sol con la punta de los dedos sin quemarme. Debía haber sabido que eso era imposible, pero supongo que, aún así, me daba igual. La aventura estaba en el reto. Y tú, tú estabas ahí, tan cerca. Tan accesible… tan poco interesante. Son cosas de la juventud. Sólo resulta atractivo lo peligroso, lo imposible, lo prohibido. Tú eras lo más posible del mundo por eso tenía que irme muy lejos, lejos de todo, lejos de ti. Ahora, con el paso de los años y tras comprender que el sol derrite todo lo que toca, creo que te quise, que te quise mucho, más que a nada, tal vez, más que a nadie. De una manera tranquila y sosegada, casi aburrida, casi adulta, y justo por eso sigo creyendo que lo nuestro nunca hubiera podido funcionar. Siempre fue una historia poco probable, pero te quise. Te quise mucho. 

Tardes de cine

20.05.2014 18:08

Recuerdo el sabor salado de las palomitas, mitigado por las punzadas burbujeantes del refresco de turno. Esas tardes de cine semanales que nunca faltaban en la rutina de los dos. Esas sesiones largamente esperadas que apenas parecían durar un instante porque, a quién vamos a engañar, lo importante nunca era la película. Al menos, no del todo. La sensación de compartir algo especial, sólo nuestro, secreto, aunque la sala estuviera llena de gente. Daba igual la multitud. El roce descuidado, o tal vez no tanto, de las manos, de los dedos o incluso de los labios. El sabor salado del recuerdo ya tan antiguo como la misma vida, el recuerdo que trata de desaparecer entre las mil vivencias tatuadas en la piel desde entonces. Recuerdo, sigo recordando, el sabor salado de tus besos, esos besos que hace tanto tiempo fueron lo más importante para mí. Tardes de cine ancladas para siempre en la memoria, probablemente ensalzadas, mejoradas, por el paso de los años que borra todo lo malo y sólo deja la esencia, lo que merece la pena conservar. Recuerdo esas tardes de cine. 

Rutinas

07.05.2014 10:03

 

Imagen: Pinterest.

 

Era un hombre de costumbres. Se levantaba a diario a la misma hora, por el mismo lado de la cama y con el mismo mal humor. Repetía el ritual matutino con la indiferencia del que no tiene más remedio que seguir adelante con un mal proyecto que no le interesa, aunque se trate de su propia existencia. Cada día tomaba café en el mismo sitio y junto a él se sentaba una mujer de mediana edad que removía lentamente su infusión durante unos veinte minutos, para acabar tomándola a medias para salir corriendo de vuelta al trabajo. Aquel día ella no estaba. El taburete vacío junto al suyo en la barra del bar le producía un cierto desasosiego injustificado. Se tomó el café incómodo y recorrió el resto de sus rutinas diarias de manera distraída y algo perturbado por la variación de una de las constantes de su vida. A la mañana siguiente, se levantó seguro de que ese día todo volvería a ser normal.

A la hora del café, se dirigió al sitio acostumbrado, se sentó en su taburete, esperando, pero ella no apareció. Tal vez había cambiado su hora del café, pensó. Y espero un poco más. A fin de cuentas era su propio jefe y nadie le diría nada porque se ausentará una hora de su trabajo. Pero la espera fue inútil. Ella no fue. Al tercer día de ausencia repetida, no pudo más y le preguntó al camarero. “¿Sabe usted la señora que cada mañana toma café junto a mí?”. “¿Doña Pilar?”. “Supongo… es que como hace días que no la veo… pensé que le podría haber pasado algo”. “Pues ahora que lo dice, sí que es raro. Ella es cómo usted. Siempre viene los mismos días a la misma hora. Nunca había faltado al café en los últimos años, desde que murió su marido”.

Ambos se quedaron callados. El camarero porque no tenía nada más que decir, él en espera de algo más, de alguna frase clave que aclarará sus dudas, que calmara su desazón. Pero nadie dijo nada y se marchó.

Durante toda la semana siguiente, la ausencia de su compañera de rutinas se convirtió en una losa a su espalda. Deambulaba por la calle sintiéndose extraño y comenzó a hacer cosas raras. Bueno, no es que fueran raras… eran extrañas por desacostumbradas. Fue a ver a sus hijos y a sus nietos, fuera de los horarios  que  él mismo se había impuesto los fines de semana; visitó la tumba de su esposa sin que fuera domingo, fue al cine, a comer a un restaurante… rompió todas y cada una de sus rutinas por puro placer. Y le gustó.

Cuando al lunes siguiente, a la misma hora, la volvió a ver allí sentada, sonrió para sus adentros. Guardó silencio unos instantes, como para coger impulso y se volvió hacia ella. “¿Pilar?”. “Sí”, contestó ella extrañada, pues nunca se habían dirigido la palabra. “¿Me estaba preguntando si le apetecería dar un paseo por el puerto… hace tan buena mañana?”. Ella abrió los ojos como platos, pero no pudo ocultar una sonrisa de franca extrañeza. “Aunque pueda parecer extraño, la he echado de menos estos días”. "Es difícil romper ciertas rutinas", contestó ella, y salió junto a él del establecimiento. Le apetecía mucho dar se paseo. 

Sensaciones olvidadas

06.05.2014 17:07

Se pasó la noche en silencio, conteniendo su propia respiración, con el único objetivo de escuchar la suya. Sabía que era imposible. Hacía mucho tiempo que se marchó lejos de allí. Mucho tiempo que huyó para no volver. Muchas noches que no dormía a su lado. Lo sabía, y pese a todo, al cerrar los ojos con fuerza, podía notar su presencia. Tal vez se trataba de esa noche fresca de primavera en la que el olor a flores recién nacidas se colaba por la ventana. Tal vez fueran las sábanas que guardaban algo de su aroma, pese a los sucesivos lavados desde entonces. Tal vez, probablemente, sólo fuera su imaginación enferma que necesitaba recrear su recuerdo de alguna manera. Justificar la angustia que sentía por no haber sabido conservarlo. Se durmió pensando en él, en su recuerdo, en su imagen una y otra vez recreada en sueños... Se durmió pensando en él y hubiera podido jurar que sintió el roce de sus dedos sobre su piel en una caricia lenta pero intensa. Hubiera querido no despertar para saborear aquella sensación de felicidad perdida. Hubiera querido... Se pasó la noche en silencio, deseando que no llegará la mañana, pero como ocurre con todas las cosas, lo inevitable sucedió. Amaneció. 

Sin memoria

02.05.2014 20:11

 

 

Imagen: red social Pinterest. 

El cielo era azul y tus ojos grises, ¿o tal vez fuera al revés?  ¿Era un día brillante de verano y tus ojos grises me miraban felices o era día gris de invierno y tus azules ojos reflejaban la tristeza del adiós? No puedo recordarlo. No me acuerdo ni del principio, ni del final. Ni de cómo te conocí, ni de cómo te perdí para siempre. Es posible que mis recuerdos se hayan nublado para poder seguir adelante. Supongo que es más fácil cuando la memoria no te impide avanzar.  Pero, ¿te llegaste a marchar de mi lado? ¿O tal vez sigues conmigo? ¿Es esta mi realidad o fue otra y no puedo recordarla? Nada, como una hoja en blanco. Mi memoria. Nada. Ni siquiera puedo recordar si llegué a conocerte algún día o tan sólo soñé tu existencia. Nada. 

Sueños revividos, vidas soñadas

01.05.2014 19:28

Hay cosas que se recuerdan por vividas. Otras por soñadas. Algunas se encuentran a medio camino entre ambas. Pertenecen a un lugar indefinido al que van a parar todas aquellas cosas que no sabemos si recordamos porque han pasado o pensamos que han ocurrido porque creemos recordarlas. Mis recuerdos de infancia y adolescencia son una mezcla de todas esas cosas que tal vez ocurrieron o tal vez no. Un complejo puzle de memorias, a veces cuerdas, otras seniles por su propia inexactitud. Memorias, al fin y al cabo, que sumadas componen la historia de mi vida. En ellas, algunos rostros sobresalen más que otros.  Se imponen.  Algunos, incluso me atrevería a decir que se han inventado a sí mismos. Que nunca existieron y forman parte de un pasado soñado, una y otra vez revivido.  ¿Cuánto tiempo pasamos soñando y cuánto realmente viviendo? ¿Estamos muertos cuando creemos estarlos o, tal vez, es otro sueño? Hay cosas que se recuerdan por vividas. Otras por deseadas. ¿Qué recuerdas tú?

Fotografía: Javier Sáenz Toledo

Destino

01.05.2014 09:40

La ciudad olía a rosas y a tierra mojada. A limpio. El cielo se había convertido aquella mañana en una pantalla azul sobre la que proyectar las esperanzas por cumplir. Salió a la calle con la seguridad de quién sabe que el mundo se podría poner a sus pies, como una alfombra roja, si las cosas le salieran bien. A fin de cuentas, cada nuevo día era una página en blanco por escribir y ella tenía muchas esperanzas en que las cosas le salieran bien. Una ligera brisa removía las hojas de los árboles y parecía impulsar sus pasos hacia delante. La ciudad olía a rosas y a tierra mojada. A recuerdos por crear. A suspiros olvidados. La calle se rendía a sus encantos, o eso creía ella porque, en ocasiones, lo único importante es tener confianza en uno mismo. Caminó decidida hacia su destino y se perdió para siempre en la memoria de quienes la querían. La ciudad olía a rosas y a tierra mojada, aunque en realidad la podredumbre lo ocupara todo, y el cielo no fuera azul sino gris, y la ligera brisa, una tormenta.  Recuerdos olvidados, esperanzas perdidas, páginas arrugadas en el fondo de una papelera. A veces el destino se ríe de nosotros, a veces… Otras se cumple. 

 

Imagen de la red social Pinterest

Veleidades del azar

30.04.2014 16:32

La suerte estaba echada. Eso le dijeron. La frase retumbaba en sus oídos con el eco insistente de un cuarto vacío. Rebotaba en las paredes imaginarias de su cabeza. No había nada que hacer. Nada. Su suerte estaba en manos del destino, y ya sabemos todos lo veleidoso y voluble que es éste. No puede uno fiarse de él para nada. La suerte estaba echada. No tenía más opción que sentarse a esperar su final. Nunca se le dio bien esperar. Era impaciente por naturaleza y sabía que algunas cosas hay que provocarlas, pero no esta vez. No podía ser. No estaba acostumbrado a que le dijeran lo que podía o no podía hacer. Él trazaba su suerte, siempre había sido así. Pero no, no esta vez. Se sentó en la mesa de la cocina frente a un café y mientras removía con lentitud la cucharilla para deshacer el azúcar iba pensando maneras de engañar a su suerte. Sabía que no era posible pero disfrutaba con cada pensamiento infructuoso. Como los niños que paladean con más ganas el caramelo prohibido. Saboreó el café y olvidó por un instante la frágil consistencia del destino disfrutando del momento. En cualquier caso, tampoco podría haber hecho otra cosa porque… su suerte ya estaba echada.  

Sin cabeza

12.04.2014 19:57

Cuando me levanté de la cama aquella mañana lo supe. De alguna extraña manera, lo supe. Sin embargo, no fui consciente de ello hasta que me miré en el espejo del cuarto de baño. No tenía rostro.  Allí, en el lugar donde debería haber estado mi cara, sólo había un vacío absoluto.  Una nada transparente y abominable que me dejó sin habla. ¿Cómo había podido pasar? ¿Qué había hecho la noche anterior para que todo mi rostro desapareciera? Me intenté tocar entonces, de manera casi inconsciente, las mejillas, los ojos, las orejas… Nada, no había nada. No existía prolongación de mi cuerpo después del cuello. Estaba… decapitada… Pero, ¿Dónde estaba mi cabeza? ¿Qué había hecho con ella? Mira que me habían advertido veces de mi mala cabeza. “Ten cuidado”, me decían, “un día se perderá la cabeza y no podrás encontrarla”. Ese día había llegado y no tenía ni idea de que había ocurrido con ella. Y, sin embargo, no sé cómo, sentía una ligera cefalea a pesar de que era imposible. Decidí tomarme un café que se deslizó desde la base de mi cuello hacia debajo de manera escandalosa. Tendría que hacerme a la idea, pensé mientras limpiaba el estropicio.  La cosa tenía sus ventajas: tarde muy poco en arreglarme. No tenía rostro que hidratar, ni pintar, ni dientes que lavar, ni pelo que peinar. No podía ponerme pendientes por motivos obvios y prefería no arriesgarme a ponerme un collar porque estaba segura de que lo acabaría perdiendo por falta de base. Así las cosas salí a la calle y curiosamente nadie me miraba. Yo, que no sé cómo, podía verlos a ellos, me di cuenta que ninguno de ellos tenía cabeza. Nadie, ni una sola persona de las que caminaban con la calle, tenía cabeza. El mundo se había convertido en un lugar de seres acéfalos. O tal vez, sólo tal vez, ya lo era sólo que yo no me había dado cuenta.  Cuando me levanté de la cama aquella mañana lo supe: ese día iba a ser un día diferente. 

Aquellas tardes lejanas

03.04.2014 19:41

Recuerdo las tardes de campo al sol devastador del mes de junio, cuando compartíamos, nada más sabroso, esas patatas asadas con piel al calor de la hoguera. Esos tomates turgentes con sal gorda por todo aderezo. ¡Qué ricos estaban! Recuerdo el olor de las encinas y mis equilibrios sobre las peñas. Las rodillas raspadas, los pantalones raídos y la cara siempre sucia, casi por necesidad infantil.  Se cuela en mi memoria la imagen de mi abuelo, con un pañuelo en la cabeza a modo de gorro casero, leyendo muy serio el periódico, en medio de aquella algarabía de pequeños grandes locos. A un primo jugando a capitán de barcos piratas sobre el adusto aljibe y a los varones adultos con la radio (transistor en aquel entonces) pegado a la oreja, escuchando los resultados de los partidos, esos mismos que cada semana nos iban a hacer millonarios. Recuerdo el regreso a casa en las tardes de domingo, el sabor agridulce en la boca de todo lo que se acaba, y la esperanza de que muy pronto,  volveríamos a sacar la manta de cuadros y las tortillas, y podríamos volver a correr por la dehesa extremeña. Recuerdo las tardes de campo de ni niñez. ¡Qué lejos quedan!

No entendieron nada

03.04.2014 19:25

Me arrancaron las alas porque ellos no podían volar. Me apagaron los ojos porque no sabían ver más allá de lo que tenían delante. Me dejaron sin piernas para que no pudiera seguir haciendo camino. Me quitaron la risa, arrancándomela de dentro. Me quitaron la voz y el silencio se adueñó de mí. Me quitaron tantas cosas que el miedo se fue con ellas, y sólo quedaron mis sueños, tan arraigados a mi alma que no lo pudieron separar. Me arrancaron el alma y pensaron que ya estaba muerta. Ellos no entendieron que nunca necesite las alas para volar, ni los ojos para ver, ni las piernas para seguir andando. Pensaron que mi voz y mi risa no podrían volver a brotar. Creyeron, ¡qué ilusos!, que podían quedarse con mi alma. No entendieron que lo que no se posee, no se puede destruir. No entendieron… no entendieron nada. 

No recuerdo

02.04.2014 18:06

No me acuerdo de las horas invertidas en trabajos que no importaban. De las esperas eternas para lograr objetivos inalcanzables. No las recuerdo. He borrado de la pizarra de mi memoria las lágrimas derramadas en vano, las noches sin dormir, ese miedo agarrado al pecho como una zarpa... ya ves, no me acuerdo. El sabor salado de la tristeza se ha quedado perdido en el recorrido de mi vida, al igual que los tropiezos, los golpes y las caídas. Me he esforzado en olvidar las desilusiones, los desengaños, las meteduras de pata y las torpezas... las veces que me rompieron el corazón. No me acuerdo de los rostros de aquellos que quedaron en el camino, de quienes me hirieron queriendo o sin querer... Y, sin embargo, recuerdo a la perfección el sabor de aquel granizado de limón mirando al mar, el olor de la sal y la luz que se filtraba entre las nubes. Recuerdo los besos, todos los primeros besos, recopilados como un tesoro en una cajita hecha de recuerdos inciertos. Llevo cosido en el forro de mi alma, el brillo oscuro de tus ojos cuando me miran. El tacto de tu piel. No me hace falta acordarme de nada porque caminas a mi lado. No me acuerdo de qué se componían las horas de mi vida cuando no estabas. No lo recuerdo...

El hombre que desapareció

01.04.2014 10:05

Se consumió como  un fósforo en llamas. Como un helado bajo el sol de agosto. Desapareció. Dejó de ser poco a poco, como esas madejas de lana que empujadas hacia ninguna parte ruedan hasta deshacerse por completo. Sencillamente se fue. Dejamos de verlo. Dejó de ser él. Dejó, de hecho, de ser  nadie. Se deshizo en infinitos bucles en el aire, en manchurrones de tinta en un folio en blanco. Se vino abajo como una torre de naipes, hecha sin mucho afán. Se derramó como un vaso repleto de agua que, sin intención alguna, se viene abajo. Se consumió por completo, ya lo dije. También se lo dije a él: la vida desgasta amigo, ten cuidado y no la derroches sin más. La vida, es así, nos va gastando hasta fundirnos por completo y convertirnos en la sombra de lo que antaño fuimos. Se consumió por completo ante nuestros ojos. Sencillamente dejó de ser y no le sobrevivió ni su propio recuerdo. 

Miedos

31.03.2014 19:25

Desenredando madejas de ideas me encontré con el miedo en estado puro.  En esencia, sin dobleces. El miedo al fracaso, el terror a todo lo que por nuevo nos es desconocido. Desenhebrando terrores surgió la idea, brillante y luminosa en su primera aparición, opaca y de color indefinido con el paso de los días. Desenterrando prejuicios para lanzarme al vacío, dejé apartado todo lo que necesitaba preservar. Lo amado, lo deseado, lo querido. Y sin embargo, hace tanto frío fuera. Está tan oscuro. Da tanto miedo caminar sin rumbo en esa búsqueda sin brújula, al azar... Desenredando mis miedos encontré la fuerza necesaria para continuar caminando hacia delante. A pesar del frío. A pesar de la oscuridad. A pesar de las piedras del camino. A pesar de mí misma, a pesar de todo, caminar. Siempre caminar. 

Las cerezas

30.03.2014 19:00

Recordaba el sabor de las cerezas recién cogidas del árbol, aún calientes, sin tan siquiera lavarlas. Dulces, carnosas, con un punto ligeramente ácido en ocasiones. Las picotas, el sabor de mi infancia perdido en mis recuerdos. Mordisquearlas despacio disfrutando del paisaje verde y rojo y del olor del verano que llega por el horizonte, a pesar de que aún no terminó la primavera. Como fotos de un álbum antiguo, el sabor de las cerezas salpica mi memoria, llenándolo todo de su aroma incomparable. Aún recuerdo el rumor del agua del río y la brisa que refrescaba las tardes cálidas de finales de mayo, cuando un racimo de cerezas era todo lo que podía desear en la vida. Eran tan sencillo alcanzar los sueños, era tan fácil soñar despierta… Los labios rojos y el vestido salpicado de manchas reveladoras. Aquí y allá, zigzageando apenas un reguero sospechoso. ¿Dónde estuviste todo el día?, la voz de la madre intentando parecer enfadada. Me encogía de hombros aturullada y salía corriendo por el pasillo, sorteando obstáculos imaginarios de un futuro repleto de cosas buenas. De cerezos en flor, de tentadoras cerezas. ¡Qué lejos quedan esos recuerdos! ¡Qué lejos quedan esas cerezas de infancia! Mis cerezas...

Los devaneos de la Suerte

24.03.2014 11:28

La suerte es esquiva y un poco meretriz con quienes más la ansían, con quienes la desean con toda la fuerza de su espíritu. Ella es así, pizpireta y algo malvada. Sonríe a quién no debe por pura coquetería, se insinúa ante quienes la necesitan pero les deja con las ganas. La suerte besa en los labios y se hace amante de los poderosos y a veces, sólo en algunas ocasiones, también a ellos abandona con despecho. La suerte es libre y casquivana. Cruel si me apuran. Tiene algo de maquiavélica y taimada, pero a veces, sólo en algunas ocasiones, es dulce como la miel. Afortunados quienes comparten su lecho, afortunados quienes la han saboreado. La mayoría maldecimos, insultamos, vilipendiamos su juego, deseando en secreto que seamos nosotros los siguientes agraciados. La suerte es esquiva, y en ocasiones algo puta, con perdón. Ella es así. 

El instante más largo del mundo

20.03.2014 20:21

“Te quiero”. Apenas había tardado un segundo en decir aquellas palabras, pero le costó una eternidad decidirse a pronunciarlas en voz alta. Hacía mucho que las sentía pero, sencillamente, tenía miedo. Más que miedo, pánico. Terror a equivocarse, a no ser correspondido… , a tantas cosas. Su “Te quiero” sonó tan rotundo como un disparo en una noche tranquila. Salió de su boca de manera vertiginosa. Después sólo quedó el silencio. Le pareció escuchar el zumbido de una mosca, el aleteo de sus alas diminutas, escuchó los ladridos de algunos perros que a lo lejos parecían felices y las voces que se multiplicaban en la calle, tapándose unas a otras, ocultándose. “Te quiero”, dos palabras que resumían tantas cosas. Pero su silencio… levantó la vista, hasta entonces clavada en el suelo, hasta sus ojos. Y al ver su sonrisa supo que el tiempo es cuestión de perspectiva. “Yo también te quiero”, dijo ella apenas un instante después. El instante más largo del mundo. 

La duda

20.03.2014 15:35

Tenía sus dudas. ¿Existe alguna manera de no tenerlas? Tal vez, pero él dudaba de casi todo y esto no iba a ser una excepción. Todos le decían que podría hacerlo, que estaba en su mano lograrlo porque él era capaz de eso y de mucho más. De todo. Le gustaba oírlo, pero no lo creía. No. Ni mucho menos. Se trataba de una tarea titánica y, aunque no se sentía orgulloso de ello, un cansancio viejo e infinito se apoderaba de todo su ser con tan sólo pensarlo. Tú puedes, le decían. Y él respondía con una sonrisa, y la duda era cada vez mayor. Tú puedes, y la losa sobre su cabeza aumentaba de tamaño y de peso. Y con la losa sus miedos. Sus inseguridades. Sus debilidades. ¿Podría llegar a hacerlo? El camino se hacía cuesta arriba con tan sólo pensarlo. Tú puedes, le repetían, y él se tapaba los oídos con las manos, deseando poder salir corriendo de allí. Huír y perderse en la voluntad de los que han perdido las ganas de luchar. “Tú tienes que hacerlo. Tú debes hacerlo”, le dijo ella sin apartar la vista de sus ojos. ¿Por  qué?, le preguntó él sin poder apartar los suyos de su rostro. “Porque yo creo en ti”. No hizo falta más. Comenzó a caminar sin mirar atrás. Alguien le dijo que el camino se hace andando y él ya tenía un motivo para hacer posible lo imposible. 

No quería matarla...

13.03.2014 17:35

No quería matarla pero la mató. Lo hizo poco a poco como sin querer. De una manera constante y precisa. Se enamoró de ella ciegamente, de forma descontrolada, pasional. Se enamoró como un loco y pensó que nada podía hacerle más feliz que su risa por las mañanas. El tacto de su piel. Su olor. Poder ver cada día cómo se despertaba a su lado y era feliz... La quería tal cual era. Sin ningún cambio. Era perfecta. El paso de los días aumentó su pasión, su ansiedad, su necesidad de controlar cada paso que daba. Comenzó por cambiar su manera de vestir, su manera de ser, su manera de estar con los demás. Era suya y de nadie más. Le robó la risa. No quería hacerlo, pero lo hizo. Le sustrajo los restos de felicidad que aún quedaban en su vida. La quería más que a nada en el mundo, o eso se decía él. Las cosas que a ella no le gustaban las hacía por ella. Claro, por quién si no. Poco a poco, como sin querer, fue quitándole todo lo que había sido. Su rostro antes risueño, sonrosado y feliz, se convirtió en el de una mujer veinte años mayor, una mujer que había olvidado reír. Su carácter abierto y voluble se transformó en el de un animal herido que teme que su amo vuelva a pegarle sin razón. No quería matarla pero la mató. Lo hizo poco a poco, como sin querer. Él pensó que la mató de amor, de un amor excesivo e incomprendido por los demás. Él pensó que la mató de amor, pero ella murió de pena. De tristeza. De soledad. No quería matarla, pero la mató. 

Ella se lo dijo

12.03.2014 18:31

Ella le dijo que la vida era como deslizarse por un tobogán. Y él la creyó. ¿Cómo no hacerlo? ¿Cómo resistirse a su voz dulce y su aroma cálido? A sus caricias y a sus besos de adulto. Sus promesas eran recibidas como agua en agosto para un niño. Le dijo que sólo debía dejarse llevar, deslizarse cómodamente por sus recovecos hasta caer a una deliciosa piscina de agua dulce. Eso, ni más ni menos, era la vida. Fácil, bella, deliciosa. Ella se lo dijo. Y él la creyó. Y disfrutó dejándose caer, dejándose llevar en su caída hacia alguna parte desconocida. Disfrutó. Mucho, mientras pudo. El problema, los problemas, vinieron luego. Más tarde. Llegaron cuando ya no hubo forma de deslizarse, cuando ni siquiera quedó tobogán por el que dejarse caer. Llegaron cuando todo se hizo cuesta arriba y no encontró manera de remontar el camino. Se quedó parado. Atado de pies y manos a alguna vereda perdida en el camino, sin poder ver el agua, sin escuchar su rumor, sin saber qué hacer. La vida era sencilla, fácil, luminosa. Ella se lo dijo. Y él la creyó. Perdido y desorientado intentó, sin mucho ánimo, arañar terreno al abrupto camino que tenía por delante. Pero no lo consiguió. Demasiado esfuerzo. El tobogán se convirtió en una empinada pendiente, primero; en una montaña, después...; en un pico inalcanzable cuando, derrotado, se sentó a esperar que la vida volviera a poner a sus pies un tobogán del que pudiera dejarse caer... Así debía ser. Ella se lo dijo. Y él la creyó. 

Su aroma

11.03.2014 09:32

Tan cerca y tan lejos. Tan lejos. Hacía mucho que su recuerdo se había perdido enlas entrañas de su memoria. Por necesidad. Por obligación. Había cosas que era mejor olvidar. Dejarlas pasar. Había cosas que se tenían que enterrar. Su recuerdo era una de ellas. También su aroma y el tacto de su piel. Lo que no se puede recordar, nunca ha existido. Así debía ser. Pero, en ocasiones, cuando la vida no se daba cuenta su olor se filtraba entre otros tantos, y el tacto sedoso de su piel se confundía con otras caricias. Sus besos se transformaban en otros besos, o tal vez fuera al revés. Era él, su traidora memoria, la que recuperaba sus labios en otros labios. Tan cerca y tan lejos. A tan sólo unos segundos, a miles de años luz en su memoria. Hay cosas que se deben olvidar y se empeñan en salir a flote. Su aroma...

En tu ausencia

01.03.2014 09:55

Siempre pensé que no habría futuro si tú no estabas. Me equivoqué. Me equivocaba. Te marchaste y en tu ausencia el cielo cayó por completo sobre nuestras cabezas. Sobre mi cabeza. Todo se nubló y el día se convirtió en noche eterna pero, al final, cuando ya parecía que no había nada más por lo que luchar, el sol se abrió camino entre la oscuridad. Primero con timidez, con miedo. Después con seguridad, con certeza. La vida siempre se abre camino, o eso dicen. Pensé que moriría si tú no estabas. Volví a equivocarme. En tu ausencia me hice fuerte, me hice dura, me hice insensible. Aprendí a lidiar con la vida, esa enorme putada que el destino nos pone por reto. Aprendía a luchar con mis miedos. Y a vencerles. En tu ausencia aprendí a ser yo misma. Pensé que no podría volver a dormir sin sentir tu respiración junto a la mía. Me equivocaba. Aprendía a vivir sin aire, sin oxígeno. Sin nada. Aprendí a nadar en un mar plagado de tiburones. LLoré tanto cuando te fuíste de mi vida que me quedé sin lágrimas. En tu ausencia aprendí a reír, a levantar tras cada caída, a correr detrás de cada rayo de sol cuando llegaba la noche, a ser feliz con tus recuerdos a mi espalda, a pesar de ellos. En tu ausencia, esa prolongada ausencia elegida, no impuesta, aprendí a no echarte de menos. A no necesitarte. A no recordarte apenas. Ahora vuelves lleno de promesas... Siempre pensé que no habría futuro si tú no estabas. Ya lo ves. Ya me ves... me equivocaba.

La tarta

27.02.2014 09:50

Saboreó con deleite el trocito de dulce que le habían regalado. No lo esperaba. No sabía que se seguían acordando de ella, que seguía formando parte de sus vidas… No sabía que siempre estaría entre ellos. En realidad, no sabía que ellos lo sentían así porque ella tenía claro que siempre los estaría vigilando. No podía ser de otra manera. Hay cosas que son como tienen que ser y ni siquiera el destino puede cambiarlas. Sentía en su interior cada minuto que pasó con ellos. Los que más la querían. Los que más la quieren. Sus ángeles guardianes. Ahora se habían cambiado las tornas y era ella quién los protegía y eso le hacía sentir bien. Feliz. Sí, feliz. Era feliz y su pequeño mundo se había convertido en un gran universo inundado de luz. Saboreó con deleite el trocito de tarta que hubiera correspondido a su cumpleaños. Mamá cada vez cocinaba mejor. Papá se seguía emocionando aunque no fuera ella la que apagara las velas. Y sus hermanos, cada vez más altos, más mayores. Ella siempre sería una niña en su recuerdo. Hay cosas que pasan porque tienen que pasar. Así es la vida, pensó. Y les envío un beso fuerte, un beso volado. Martín abrió la ventana para dejar entrar la brisa fresca de la mañana, y de alguna manera, lo sintió. Una caricia, tal vez un beso o… serían cosas suyas. Ella sonrió y siguió saboreando su tarta de cumpleaños. 

Refugio II

21.02.2014 19:08

 

Mientras rezaba en voz baja, casi un susurro, creyó escuchar pasos a su espalda. No tardó en girarse, aterrorizada. Allí no había nadie. Estaba sola con las imágenes de los santos y la Virgen. El cielo se había oscurecido casi por completo y la única luz que iluminaba el interior del inmueble eran las velas. Parpadeaban casi con picardía, como tentando a la suerte, pero nunca llegaban a apagarse. Eran, probablemente, deseos, peticiones, súplicas de feligreses confiados en que de esa manera atarían en corto a la suerte, al destino y a su mismísimo Dios. Ella no sabía bien en qué creía. Su razonamiento lógico llevaba su pensamiento por derroteros bastante lejanos a la religión. Sin embargo, allí estaba, en pleno caos, acogiéndose a ‘Sagrado’. No sabía bien porqué. Tal vez necesidad de creer, de aferrarse a algo bueno, a algo todopoderoso. Quizá influencia cinematográfica o literaria. Un nuevo ruido desvío su línea de pensamiento. Allí estaba segura. En el exterior, la noche se había apoderado de la ciudad. 

Refugio

21.02.2014 18:47

Le gustaban las catedrales. La manera sinuosa en que la luz jugaba con los sentimientos de quienes, sintiéndose diminutos, traspasaban sus puertas. Su grandeza, debidamente calculada. Le gustaba pensar que esas edificaciones fueron diseñadas, pensadas y realizadas por hombres. Pequeños, imperceptibles, insignificantes seres humanos que con sus manos las hicieron realidad. Hombres, siempre capaces de lo mejor y lo peor. Siempre se sentía impresionada por el silencio respetuoso que se imponía en el recinto y obligaba a callar, a caminar despacio, temiendo si quiera el sonido del ruido de tus zapatos. Era un buen lugar para ocultarse del horror, del ruido y la furia que se había adueñado de la ciudad, del miedo. Todos tenían miedo. Todos corrían desesperados hacia algún lugar aún desconocido. Todos huían. Ella decidió quedarse. Se sentó en uno de los bancos más cercanos al altar y trató de abrir algún cajón remoto del interior de su cabeza y desempolvar las oraciones que sabía de niña. Le gustaban las catedrales y, esta vez, eran su única opción. 

Secretos

21.02.2014 12:29

Hay secretos que pugnan por salir. Hay verdades que no deben ser reveladas. Te advertí que no me lo contaras. No quería saberlo. No necesitaba saberlo. Me bastaba con confiar en ti, ciegamente, como siempre. Pero tú y tu obsesión por la verdad. La verdad. La verdad está sobrevalorada. ¿Lo sabes? Yo no quería saberlo, pero me lo contaste. Y el secreto se quedó en mi interior. Sellando como una lacra mis labios. Necrosando mi interior como una gangrena. Luchando por ver la luz. No quería saberlo. Nunca quise, pero ahora estaba ahí. En mi interior. Rozando siempre la comisura de mis labios sellados. Haciéndose cada vez más grande. Más inmenso hasta rozar lo inabarcable. Hay cosas que es mejor no contarlas. Te lo dije. Tu secreto echó raíces en mis entrañas, apoderándose de ellas. Y como hay cosas que son inevitables, estalló. Tranquilo, nunca supo nadie lo que no querías contar.  Reventó hacia dentro como una bomba y me llevó con él, o lo llevé conmigo, no sé que sería más correcto, a algún lugar en ninguna parte dónde los secretos no le importan a nadie. Te lo dije, hay verdades que no deben ser reveladas. 

La espera

11.02.2014 21:03

La escuchó llegar. A lo lejos. Hubiera sido difícil no hacerlo. Imposible. En medio de la oscuridad de la noche sintió un ruido lejano, abrumador. Impactante. Al principió no se dio cuenta de qué estaba oyendo. En mitad de la madrugada, desconcertado, se sentó en la cama. No quería creerlo. No podía creerlo. “¿Lo has oído?”, le preguntó a su mujer. “¿Lo has oído, Carmen?”. “¿Eh?, ¿Qué dices Miguel? ¿Qué pasa?”. “Viene. Ya viene”, gritó, incorporándose de un salto. “Siempre supe que vendría a por mí, pero no pensé que fuera tan pronto”. Otra vez. El mismo ruido pero, ahora, ya no tan lejano. “Viene. Ya viene”. Carmen se sentó en la cama, ya totalmente despierta. “¿De qué estás hablando? ¿De que…?”. No pudo acabar la frase. Se heló en su boca, en la comisura de sus labios. Miguel abrió de par en par el ventanal del dormitorio y pudo verla con sus propios ojos. Con claridad. Estaba allí, tras replegarse mar adentro, había llegado. Ante sus ojos, la ola más grande que jamás habían visto les saludó justo segundos antes de entrar por la ventana. La había escuchado llegar. Aún en sueños. La había escuchado llegar. 

Nadie lo sabía

10.02.2014 18:56

Nadie lo sabía. Evidentemente. Esas cosas no se dicen. La gente no se las cree. Y es que la gente siempre piensa que sabe mucho de todas las cosas y en realidad nadie sabe nada. Lo cierto es que él podía volar. Desde niño. Lo descubrió un día en que, por la noche, asomado a la ventana cuando los demás pensaban que dormía, se le cayó un muñeco sin querer. No lo pensó dos veces. Se tiró detrás de él para atraparlo antes de que tocara el suelo y, aunque todo indicaba que debería haberse matado, no pasó nada. Aquella fue la primera vez que supo que podía sostenerse en el aire sin peligro. Como le daba miedo contar a sus padres la imprudencia cometida (quién hubiera podido adivinar que él, al igual que un superhéroe, podía volar) no dijo nada. Ni ese día, ni ya nunca más. Salía por las noches a dar una vuelta y procuraba hacerlo vestido de negro para confundirse con la noche. Se acercaba de lejos a las fiestas del barrio, a las verbenas de carnaval, a las fiestas populares del verano y al autocine de la ciudad. Pasaron los años y fueron creciendo, él y su secreto. A quién se lo iba a contar. Las chicas, a estas alturas, pensarían que era un friki y le darían de lado, y sus jefes le echarían a la calle por imprudente. Esas cosas, ya lo sabía él, era mejor no decirlas. Y seguía saliendo por las noches a hacer las cosas que por el día no se atrevía o no le daba tiempo a hacer, ya fuera disfrutar del cielo, oler las flores o mirar el mar durante horas. Nadie lo sabía, pero qué sabe la gente en realidad. Sus vecinos le decían hola y adiós al subir y bajar del ascensor, convencidos de que él era, como los demás, un ser anodino y normal.  Ni siquiera se preguntaban cómo era posible que las cosas que se les caían al patio subieran por si solas a la ventana. Daban por hecho que habría sido el viento o cualquier otra cosa disparatada que consideraban lógica. A veces, se sentaba en el tejado de su casa y miraba la luna y las estrellas durante horas, preguntándose si no sería mejor perderse entre ellas y no volver a bajar a la tierra. Podía volar, aunque nadie lo sabía. Tal vez nadie lo supiera nunca, pero, a quién le importan esas cosas. La gente no se las cree. La gente no se las quiere creer. 

Algún día

10.02.2014 18:31

Escuchaba su llanto silencioso, casi inexistente, desde su habitación. En medio de ambos, a modo de separación infranqueable, un largo pasillo, dos puertas y tres pesadas décadas de diferencia. Treinta años que parecían alejarlos cada vez más. Tal vez ese fuera el muro más complejo entre ambos. Aún así no soportaba oírla llorar. Sabía que lo pasaba mal. También sabía, a pesar de sus pocos años, que mamá nunca lo reconocería delante de él. Para ella él siempre sería un niño al que proteger de todo mal, aunque el mal llevara tiempo instalado en casa, compartiendo cama y colchón con la persona que más quería en el mundo. El mal fumaba, veía el futbol y bebía cerveza como cualquier otro padre normal. Pero no lo era. Ni siquiera era su padre. No era nadie. No era nada. Tan sólo existía mamá. No podía ver sus lágrimas sin echarse a llorar. Por eso, justo por eso, se escondía cuando sospechaba que su frágil estabilidad podría derrumbarse de un momento a otro. Con sólo ocho años ya sabía demasiado de la vida. De la parte dura, fría, dolorosa y desagradable de la vida. De cosas que un niño no debería saber. Pero tampoco debería una madre acostarse cada día con los ojos morados y llenos de lágrimas, pensaba él. Por qué ocurrían esas cosas Por qué. En su cuarto, acurrucado en su cama, él apretaba sus puños y se dormía jurando entre sueños que algún día le daría su merecido. Algún día su madre podría irse a dormir con una sonrisa en la boca y le abrazaría sin sentir dolor en cada hueso de su cuerpo. Sin sentir miedo. Sin sentirse miserable. Algún día, algún día… Escuchaba su llanto silencioso, prácticamente inexistente, desde su habitación. Y se sentía cada vez más pequeño. Cada vez más diminuto. Y cerraba los ojos deseando crecer rápido para que la vida comenzara a sonreírle. Algún día…

Las gafas. III. La Luz

07.02.2014 12:17

No sabría bien como describir el calor que subió por todo su cuerpo al entrar en el recinto. Todo el frío, el miedo, la incomprensión, la oscuridad y la impotencia quedaron a un lado. Olvidados. Desvanecidos. Perdidos en algún lugar de su memoria al que no necesitaba volver a acceder. Nunca. La sensación de bienestar era tan grande que, por un momento, olvidó a qué venía. “¿En qué podemos ayudarle?”, la voz era profunda, sincera y reconfortante. Infundía tranquilidad. Nada de malos pensamientos. “He perdido mis gafas y no veo nada”. “O tal vez estás viendo cosas que desearías no haber visto jamás, ¿no es así?”. No sintió necesidad de contestar. No tenía mucho que decir. Aquella voz parecía saberlo todo. Sobre todo, parecía saber qué necesitaba ella. Se puso en sus manos. “Las cosas no son siempre lo que parecen. De hecho, nunca las vemos con claridad. Nunca hay una sola óptica de lo que nos ocurre pero estamos demasiado ocupados con nuestras vidas diarias para pararnos a pensar”. Mientras le hablaba parecía trabajar en algo que no acertaba a ver. Unas gafas, suponía. ¿Qué otra cosa podía ser? “No te voy a dar unas gafas. No las necesitas”, contestó la voz en respuesta a una pregunta jamás formulada. “Ya has descubierto cuál es tu mirada. Cuál es la verdad. Cuando salgas de aquí nunca más necesitaras nada para descubrir lo que ocurre a tu alrededor. Has dejado de tener miedo”. Ella pensó que no era cierto. Necesitaba las lentes para ayudarse en su recorrido por la vida. Necesitaba otra mirada. Y, sobre todo, no quería salir de allí. “Me da miedo volver ahí fuera”, dijo. No pudo decir más. “A todos nos da miedo, aunque nadie lo dice. Todos tememos la realidad y nos enfrentamos a ella, corriendo, siempre corriendo hacia delante, haciendo pasar las hojas de nuestro calendario de una manera desquiciada. Todos corremos hacia la muerte porque no entendemos la vida. Tú tienes la oportunidad que los demás no hemos tenido. Tienes una mirada nueva. La tuya”.  En las manos de aquel hombre no había gafas. No había nada. Nunca lo había habido. Sonrió y se marchó. Se desvaneció. Tal vez nunca llegó a estar allí. Cuando volvió a la calle el cielo se había nublado. Veía todo con una nitidez que no recordaba. Con claridad absoluta. Sin embargo, ya nada era luminoso, ni tampoco oscuro. Todo era gris. La gente era gris, los edificios eran grises, los coches, las avenidas, las tiendas… el mundo era gris,  pero el destino… el destino aún no estaba dibujado. Ella se encargaría de recuperar el color que nunca debió desaparecer del suyo. Se echó a caminar sin prisa, pero sin mirar atrás.

 

Las Gafas. II. Oscuridad

07.02.2014 11:14

Al acabar la jornada, salió a la calle sola. A pesar de que todos se ofrecieron a llevarla en voz alta, ella podía leer con claridad sus pensamientos. Su odio. Su rencor. Decidió caminar con cuidado hasta la óptica más cercana, apenas a unas calles de la oficina. La niebla que había cegado sus ojos toda la mañana se transformó, al salir a la calle, en oscuridad absoluta. Debía estar empezando a oscurecer, pero a esas horas era imposible que la noche se hubiera apoderado ya del cielo. Sin embargo, era eso lo que ella intuía. Noche. Oscuridad. Una negrura creciente que parecía abarcarlo todo y cuya hambre, ansia incluso por devorar todo, no tenía fin. A cada paso se cruzó con sentimientos de odio, de miedo, inseguridades, pánico, cansancio absoluto, incomprensión, agonía, insolidaridad pero, sobre todo, sobre todas las cosas malas que sintió, a pesar de no poder verlas, prevalecía el egoismo. Un mundo podrido repleto de egoismo en el que todos juegan a ser lo que no son. Un cementerio lleno de vivos. Sintió frío y desolación. Se sintió sola y, al mismo tiempo, se preguntó si también los demás la verían a ella así. ¿Sería también ella un ser horrible? ¿Un lobo con piel de cordero? Alguién le indicó la entrada a la óptica, pero ella seguía sin vislumbrar ni un resquicio de luz. 

Las Gafas. I. Niebla

07.02.2014 11:11

Odiaba esa sensación de impotencia que se apoderaba de ella cada mañana cuando, al abrir los ojos, tenía la necesidad imperiosa de llevar la mano a la mesilla de noche para buscar sus gafas y dejar de lado la neblina que recubría su mirada. Era miope desde que era una niña y la falta de vista se había agudizado con la edad. Nada nuevo. Nada que no le pase a la mayoría de los mortales, pero no por eso resultaba un consuelo. Era tan grande su necesidad de ver todo con claridad absoluta que nunca se quitaba las gafas, incluso se había mandado hacer unas gafas graduadas para bucear en el mar. Siempre llevaba puestos sus segundos ojos. Su mirada. Su antídoto contra la noche eterna. Contra la niebla. Contra la oscuridad. Precisamente por eso, aquella mañana sintió una creciente angustia al no encontrar sus lentes en la mesilla. Sin levantarse si quiera de la cama se las apaño para tocar y retoquetear todas las cosas que había sobre el mueble. Libros,  despertador, crema de manos, paquete de pañuelos, los pendientes que se puso el día anterior… nada. Sus gafas no estaban allí y estaba convencida de que, quitárselas y dejarlas sobre la mesa, era lo último que había hecho antes de acostarse. Tocó, acarició, arañó y hasta golpeó cada mueble de la casa en su busca, sin mayor fortuna. No estaban. No estaban en ningún lugar de la casa. No tenía sentido ninguno. De hecho, era imposible, pero lo cierto es que las gafas no parecían estar en ningún lugar. El enfado y el agobio dio paso a una inseguridad, a un temor, que surgía de lo más profundo de su ser. ¿Qué podía hacer ahora? No podría salir de casa sin las gafas. No veía con claridad. Tenía demasiadas dioptrías. Ni siquiera acertaba a reconocer los números de teléfonos apuntados en la agenda de su móvil. Marcó uno al azar, y la fortuna quiso que fuera el de su compañera de trabajo. Al explicarle la situación, ella se ofreció a pasar por su casa y ayudarla en su búsqueda. Fue inútil. Los ojos perspicaces de su amiga no encontraron el objeto anhelado. “Hoy tenemos dos reuniones. Serán charlas larguísimas que ocuparán toda la mañana, para escuchar no necesitas las gafas. Vístete y yo te llevaré. Luego pasaremos por la óptica para que te hagan otras lentes de repuesto. ¿Te parece bien?”. No tenía muchas más opciones. Curiosamente, camino del trabajo, se dio cuenta de que algo extraño, más todavía, estaba ocurriendo. Era capaz de distinguir todas las voces que se cruzaban en su camino, pero no sólo sabía a quién correspondían. Era capaz de conocer sus pensamientos. Los más oscuros y remotos secretos de cada una de las almas que habían convivido con ella en los últimos años. Si bien su amiga y compañera no parecía tener mayor oscuridad que sus propias inseguridades, fue consciente de que muchos de los que se decían sus amigos la odiaban en secreto. “Se ha quitado las gafas para llamar la atención”, pensaban. “Estás guapísima”, decían en voz alta. “Está quiere ascender y ya no sabe ni qué hacer”, mascullaban en silencio. “Te sienta bien el cambio de look”. La hipocresía se apoderó del ambiente. Nadie decía lo que pensaba. Nadie pensaba lo que decía. Esa nueva clarividencia, esa visión real de las cosas, no le gustó. Nada. Ojalá tuviera ya mis gafas nuevas, pensó. Necesito volver a ignorar la maldad de la gente. Las horas se sucedieron una tras otra, trayendo consigo dosis de realidad no deseada. “Esto es el mundo. Así somos los hombres. Mentirosos, zafios, hipócritas, falsos”. “¿Cómo he podido estar tan ciega?”. 

Sus ojos

04.02.2014 16:58

No le tenía miedo a nada, salvo a sus ojos. Oscuros, enmarcados por un infinito reguero de pestañas. Profundos. Acusadores. Sabios. Conscientes de todo lo bueno y lo malo que en el mundo ha sido. No le tenía miedo a nada, salvo a sus ojos. Recorrió cada una de las páginas de su vida sin pensar en las consecuencias, sin temer las repercusiones de sus actos. Nada podía pasarle. El mundo era su ruta y él la surcaba a sus anchas. Libre. Poderoso. Valiente. Imparable. La vida era su tablero y él jugaba a todos los juegos con espíritu de eterno ganador. Corrió como alma que lleva el diablo hacia delante, intentando vencer al tiempo en una carrera imposible, y cuando se agotaron sus días, cuando no quedaba nada para el final, tuvo que enfrentarse a ella. Aún peor, a su mirada. A sus ojos llenos de infinita bondad y perdón absoluto. Aún así, ¡como temía esos ojos! Más que a nada en el mundo. Cuando cerró los suyos, aún sentía su mirada, recordándole que, pese a todo el daño que le había hecho, nunca, jamás, había dejado de quererle. Ni por un instante. No le tenía miedo a nada, lo que son las cosas, a nada más que a sus ojos. 

Instantes

03.02.2014 12:26

Guardaba en su tocador lo que ella denominaba sus 'frascos de los sentidos'. Se trataba de pequeños recipientes de cristal azulado que presumían a través de una pequeña etiqueta de su contenido: Risas sinceras, risas falsas, risas nerviosas, lágrimas de desamor, lágrimas de dolor, lágrimas de pena, suspiros de enamorada, bostezos de aburrimiento, desvelos nocturnos, pasiones de madrugada, besos de niño, besos de amante, besos de amada, rubor del primer amor... y así un sin fin más. Los guardaba bajo llave. Claro está. Nadie podría entender el curioso sortilegio que suponía para su memoria olvidadiza el retén, eterno y forzoso, de sus sentidos pasados. Aún quedaban muchos huecos por llenar, muchos momentos por vivir, muchos frascos vacíos. Eso era la vida. Ella lo sabía bien. Momentos, instantes, sentimientos. Eso era la vida. La suya y la de todos los demás. La única diferencia es que ella era consciente y atesoraba con avidez todos y cada uno de los instantes que daban forma a su existencia. Eso era la vida, un conjunto de 'frascos de los sentidos' repletos y a medio completar. 

El bocadillo

03.02.2014 12:18

Una rebanada de pan, tomate fresco, lechuga, salmón ahumado, huevo duro, una pizca de mayonesa y coronando tan suculento tentempié otra rebanada de pan. El primer bocado le supo a ella. O, más bien, a su recuerdo. A las tardes de verano al volver de la playa. A su pelo rizado y a su risa amplia y sincera, sin dobleces. Bebió un poco de agua porque los recuerdos, a veces, son difíciles de digerir. El segundo bocado tenía sabor a beso. A sus besos. A sus caricias. A su piel salada y dulce a la vez. Con el tercer bocado se desbocaron los sentimientos escondidos, enterrados... el llanto, las peleas, los sinsabores y malos momentos. Dejó el bocadillo sobre la mesa y recogió las pequeñas migas desprendidas con el dorso de la mano, los restos, de alguna manera, de sus recuerdos, de su felicidad, de lo que pudo ser eterno y se rompió en pedazos. Dejó de comer porque no podía. Porque, de alguna extraña manera, lo que fue, lo que tenía que haber sido, estaba allí, ante él, intacto aún. Sin corromper. Lo que destrozó el tiempo permanecía inalterable en algún rincón de su cabeza. De sus deseos. Dos rebanadas de pan, tomate fresco, lechuga, salmón ahumado huevo duro y un mayonesa... era tan sencillo, tan fácil haber sido feliz. 

El coleccionista

03.02.2014 12:05

Era un coleccionista involuntario. Esas cosas no se deciden. Son. Nada más. El siempre había sido coleccionista. De niño, guardaba con devoción colecciones inverosímiles de piedras, rabos de lagartija, hojas secas, chapas, cromos, canicas... De adolescente fueron llaveros, coches en miniatura, latas de cerveza... pero no fue hasta pasados los treinta que se decidió a iniciar la que sería su colección más ambiciosa. La más importante. La puso en marcha como sin querer, por puro azar, y le gustó. Una cosa llevó a la otra y cuando se quiso dar cuenta no podía parar. El primero fue frío, impersonal, como ajeno a su persona. Desapasionado. El segundo goloso y juguetón como un caramelo. El tercer beso fue calido y entregado. Todo pasión. Poco a poco su colección, debidamente colocada en departamentos de su memoria, fue tomando cuerpo. Fue cobrando vida. Cuando cumplió los 40 ya era, sin lugar a dudas, su obra más relevante, su colección más amplia e impresionante y, curiosamente, la única que no podía exhibir ante nadie. Por eso, cuando lo que ocurría a su alrededor le era indeferente, buscada la entrada a esas alacenas secretas de sus recuerdos y saboreaba todos y cada una de las piezas que formaban su colección. Rescataba con mimo y dedicación cada uno de los labios, de las bocas, de los rostros, de los besos que con tanta dedicación había atesorado. Era un coleccionista involuntario. Esas cosas no se deciden. 

Las manos

03.02.2014 11:50

No le gustaba volar. En absoluto. El avión le daba miedo. Pánico incluso. No le parecía lógico que un artefacto tan grande y pesado y, sobre todo, con tanta gente dentro, se elevara en el aire como si de un pájaro se tratara. No era normal. No obstante, en ocasiones, no le quedaba más remedio que hacer de tripas corazón y embarcarse en un vuelo hacia algún lugar lejano por motivos de trabajo. 

No le gustaba volar. Todos los que la conocían lo sabían. ¿Cómo no iban a saberlo? Solo había que mirar su cara cuando subía a un avión para visitar a su madre. No podía hacerlo de otra manera por motivos de tiempo, pero no le gustaba. Nada. Tenía un miedo atroz a que el avión se precipitase hacia ningún lugar en un catastrófico accidente y soñaba con ello días, semanas incluso, antes de cada vuelo. 

Los sentaron uno junto a otro. Asiento 8 A y 8 B. El pasajero, C, que debía haber ido junto a ellos nunca ocupó su lugar. Tal vez perdió el vuelo. Tal vez también tenía miedo a las alturas. Tal vez, nunca existió y estaba previsto que las cosas fueran así.

Cuando el avión despegó los nervios de ambos eran evidentes. Palpables. Tangibles. El cerró muy fuerte los ojos como esperando que, de alguna manera, al abrirlos el avión hubiera llegado ya a su destino. Ella se santiguó muy rápido. No era demasiado religiosa, pero en ciertos casos la prudencia se imponía. 

Poco a poco el aparato comenzó a elevarse. Sin prisa, sin dificultad, como cierta elegancia... tal y como lo haría un pájaro. "¿Le importa que le agarre de la mano?, preguntó ella momentos después de haberlo hecho como si su pregunta diera posibilidad alguna a una negativa. "Me pongo muy nerviosa cuando vuelo, ¿sabe?". "A mí me pasa lo mismo, la verdad", confesó él. "Le pasa a más gente de lo que parece". 

Su conversación intrascendente concluyó en un silencio sólido, ligero y clarificador. Sus bocas callaban pero sus manos seguían oprimiéndose con fuerza, dándose y quitándose el aliento necesario para superar el trance. Así estuvieron las dos horas y media que duró el vuelo. Agarrados. Animándose en una constante caricia férrea y desapasionada. No volvieron nunca a verse. Ni en la calle, ni en un vuelo, ni en sueños, ni en pesadillas. No volvieron a encontrarse jamás, pero sus manos nunca dejaron de buscarse, de anhelarse, cada vez que iniciaban un nuevo vuelo. 

 

A besos

24.01.2014 19:59

A ratos. A veces. A besos. Ahora. Antes. Angustia. Amor. Ansiedad. 

A ratos deseo perderte de vista y perderme en mi mundo. A veces te echo tanto de menos cuando no te tengo que desearía que no existiera la distancia. A besos, a besos siempre. Ahora estás y soy feliz. Antes no existía porque no era  más que una sombra sin rumbo, angustiada, enamorada, ansiosa… y pese a todo, a ratos, a ratos desearía ser el único ser sobre la tierra aunque sólo fuera, tan sólo, por echarte tanto de menos como solía. 

A besos, a besos siempre. 

El beso eterno

20.01.2014 20:18

Lo recordaba como si fuera ayer. No parecía que hubieran pasadoaños, décadas desde aquel día. La besó en silencio, en la oscuridad protectora que les brindaba el hueco de la escalera, a resguardo de las miradas de los vecinos curiosos que subían y bajaban del ascensor. La besó con la misma pasión del primer beso y sin saber, cómo podría sopecharlo, que aquel sería el último de sus besos. Si lo hubiera sabido entonces. La besó con los ojos cerrados, eran tan niños los dos, y sujetando su rostro con suavidad como con miedo de que ella pudiera escaparse de repente. Con miedo a perderla. A no verla más. Si lo hubiera sabido entonces. Pero no lo sabía. Y desde aquel beso hasta ese día en que su recuerdo no le permitía dormir no había pasado nada. Nada entre ellos, al menos. Nunca más se besaron. Nunca volvieron a tocarse. Ni a desearse. Ni siquiera volveron a verse. Ella desapareció de su vida como llegó, sin más. Se esfumó. Le escribió cartas a ninguna parte que acabaron tiradas en algún rincón de la oficina de Correos. Poemas llenos de sentimiento. Derramó tantas lágrimas que hizo correr océanos de tristeza por ella. Pero no consiguió nada. Nunca volvió a verla. De ella sólo le quedaba el aroma, el instante, el recuerdo de aquel beso trémulo y eterno. Si lo hubiera sabido entonces. Pero no lo sabía..

La verdad

16.01.2014 17:50

Quieres que te diga la verdad. Y lo dices gritando. A mí, a todos, al mundo. Quieres la verdad y nada más que la verdad. Parece fácil. ¿Qué es la verdad? Mi visión de la misma, lo que sé que tú quieres oír, lo que la gente quiere que digamos, lo que imaginan, lo que desean imaginar y ni siquiera se atreven… ¿Qué es la verdad? Mi verdad, mi verdad… mi verdad no existe. La olvidé. Tenía, creo recordar, una serie de firmes principios arraigados a mi vida pero los fui perdiendo por el camino. Los olvidé o, tal vez, ellos me olvidaron a mí, intentando seguir viva, tratando de seguir en pie. La verdad es esa cosa fría y gris que a nadie le gusta, pero que todo el mundo exige conocer. Nadie quiere saber la verdad absoluta. Pura, desnuda, eterna. Nadie quiere verse con los ojos de los demás si esos ojos no le miran con adoración. Y el ser humano no es bondadoso. No. No lo es. Yo solía pensar que sí lo era, pero me equivocaba. Es malo, diabólico incluso, perverso, egoísta y artero. El ser humano no sabe de verdades, finge conocerlas, pero tan sólo deja que estas pasen por encima de él. Se deja querer por ellas. Todo lo hace en nombre de la verdad, pero, ya te lo he dicho, la verdad no existe. Es una quimera. Un sueño. Me pides mi verdad. Mi verdad es que estoy presa en una jaula de oro que yo misma mandé crear. Mi verdad es que te quiero y me odio por hacerlo, y no te quiero, y continúo aborreciéndome por la misma razón. La verdad es que soy cobarde y sueño con ser valiente. La verdad es que sólo camino pero anhelo la posibilidad de volar. La verdad es que te necesito y, al mismo tiempo, deseo echar a correr hacia ninguna parte, hacia una soledad completa. Hacia la nada. Hacia la noche. Hacia la oscuridad total. Quieres que te diga la verdad. Y lo dices gritando. Y beso la comisura de tus labios y tú me abrazas y lloras. Y dejamos el tema aparcado porque nadie, nadie absolutamente nadie, quiere saber la verdad. 

Nada más

14.01.2014 15:31

La vida era eso, nada más. Era ese olor a tierra mojada de la niñez, de las tardes de final de verano. Ese aroma a café recién hecho por las mañanas, sobre todo los domingos en que el calor de las mantas no te deja levantarte de la cama hasta que la luz lo inunda todo. Esas rosas de mayo que poblaban los jardines de la ciudad durante apenas unas semanas, para luego marchitarse y dejarse morir. La vida era el sabor dulce del primer beso.El aroma salado del mar, el ruido de las olas al batir contra las rocas en una lucha constante e imposible por avanzar. La vida era eso, nada más. Las últimas luces de la tarde difuminadas en el cielo antes de oscurecer. El aroma a pan dorado recién hecho. El sabor del chocolate, de la tentación, de lo prohibido. El abrazo de un niño, los besos de una madre. La vida era eso, nada más. ¡Qué pena haberse dado cuenta tan tarde! ¡Qué pena haber dejado de vivir luchando tan sólo por una vida mejor. Por una vida imposible. Era tan sencillo y no lo entendí. Era eso, nada más.

Caramelos

13.01.2014 20:33

Caramelos. Una auténtica lluvia de caramelos cruzaba el cielo por encima de sus cabezas. Era espantoso. Al terrible sacrificio que suponía para ella, eternamente sometida a rigurosas dietas, superar las Navidades con tantos dulces, comidas, turrones y excesos de todo tipo, se le sumaba el suplicio del día de Reyes. Pajes, duendecillos, soberanos tintados de negro con pelucas más o menos conseguidas daban rienda suelta a su generosidad haciendo volar decenas, cientos y hasta miles de caramelos de todo tipo de colores y sabores. A ella le encantaban los caramelos, pero no podía probarlos. Ni siquiera recordaba la última vez que su paladar, su lengua, sus papilas gustativas degustaron semejante manjar. Tal vez con diez o doce años. Seguramente fue un placer pasajero, efímero, a buen seguro seguido de una riña monumental por ceder a semejante tentación. Su vida entera se basaba en la firme renuncia al placer. Al placer de saborear una buena carne, una buena salsa, un buen pescado guisado, una tarta, unas rosquillas... Hubiera matado por volver a probar las rosquillas de su abuela. Nadie en el mundo las hacía como ella, pero desde que era una niña se las habían prohibido. Cuando los primos las engullían a dos carrillos, ella les miraba con recelo, tragando sin ganas una manzana o cualquier otra pieza de fruta. Muy sana, claro está. Todo a la plancha. Todo sin azúcar. Todo monótono, aburrido, decadente. Su vida entera era una barrera a las tentaciones. Pero allí seguía, con sus siete sobrinos en la cabalgata, salivando sin darse cuenta al ver como los niños hincaban el diente a los dulces. Los metían en bolsas de diez en diez, de veinte en  veinte, de cincuenta en cincuenta. La mayoría, ni siquiera los llegaría a probar. Las madres los tirarían al llegar a casa y ellos, hartos de golosinas, nunca volverían a recordarlos. Caramelos. De vuelta para casa, cargada con las bolsas de todos los niños que ya sólo tenían en mente los regalos que al día siguiente recibirían, pensaba en lo que había sido su vida hasta el momento. Una negación de todo lo que deseaba. Y ella, dócil, aceptaba todo lo que le imponían. Primero fue su madre, luegos sus hermanas, luego sus novios, y al final, ella misma se exigía esas mismas cosas que tanto había odiado que le prohibieran. Llevó a los niños a casa de los abuelos y de vuelta a su pequeño apartamento, se dió cuenta que llevaba consigo una de las bolsas. Bueno, mañana se la daré al que le falte, se dijo, no creo ni que lo note. Subió en silencio en el ascensor junto a los hijos de sus vecinos. Llevaban las bocas pringadas de dulce y el exceso de azúcar les hacía hablar por los codos. Caramelos. Sentada en el salón, frente a la bolsa de que acababa de sacar del bolso no pudo evitar pensar que la vida era dulce para todo el mundo menos para ella. Para mí, se dijo, es amarga. Triste. Insípida. Gris. Abrió la bolsa y sin pensarlo se llevó a la boca un caramelo. Lo saboreó despacio, como quién degusta un manjar de precio imposible por excesivo. Le supo a poco. Abrió otro caramelo y otro más, y otro, y otro... Uno a uno fue devorando todos los caramelos de la bolsa de una manera desesperada, hambrienta, ansiosa, animal. Los masticaba y despedazaba sin ni siquiera degustarlos, como quién se enfrenta a su peor enemigo, plantándole cara. Ahuyentando a sus propios demonios. Se despertó con la cabeza sobre la mesa. Frente a ella estaba la bolsa de caramelos. Intacta. Ni uno sólo de ellos había sido abierto, ni saboreado. Ni uno. Caramelos...

Frío

12.01.2014 10:26

Llevaba mal el frío. Muy mal, en realidad. Cuando el termómetro comenzaba su imparable descenso, él se encerraba en casa nada más salir del trabajo. Le horrorizaba sentir la gélida sensación de congelación que le provocaba algo tan sencillo como sacar las manos de los bolsillos. No le gustaba el frío. Lo llevaba mal, ya lo he dicho. Por eso, tal vez por esas casualidades que se interponen en nuestro camino vital, tuvo que ocurrirle en invierno. El día más frío del año. El cielo de color gris plomizo en esos días había adquirido una nueva tonalidad azulada y mortecina. Los árboles tiritaban en soledad, ya que ningún pájaro era lo suficientemente valiente como para hacerles compañía. El Ayuntamiento había iluminado todas las farolas y eso que apenas era media tarde. La noche iba a ser terrible. Salió del trabajo como siempre, y se dirigió, también como hacía a diario, a su coche. Se puso cómodo y se abrochó el cinturón, pero cuando giró la llave se dio cuenta de que algo no iba bien. El coche no se puso en marcha. Lo intentó una, dos, tres, cuatro y hasta una docena de veces con idéntica suerte. Nada. El coche estaba tan congelado como todo los demás que había en la calle. Bajó, de mal humor, y comenzó a caminar buscando un taxi que le llevara a casa. Tampoco tuvo suerte. Ese día el único ser vivo que parecía estar todavía en el exterior, era él. Le quedaba un largo, y a buen seguro desagradable,  recorrido hasta llegar a casa.  Así que comenzó su camino, su vía crucis inesperado, atravesando la ciudad de punta a punta a dos grados bajo cero. Llevaba las manos enfundadas en guantes y dentro de los bolsillos y la bufanda que llevaba sobre su abrigo apenas dejaba al aire sus ojos pero, aún así, sentía frío. Sentía la punta de sus dedos congelada, imaginaba sus labios azulados, mortecinos como el cielo, y sus piernas a punto de gangrenarse. Continuó el camino, cada vez más rápido. Al doblar una de las avenidas, un termómetro le anunció orgulloso y brillante que el frío continuaba ganando terreno: tres grados bajo cero. Sus pasos eran cada vez más veloces y, de alguna manera, dejó de sentirse tan mal. El frío, ahuyentado por la velocidad de sus pasos, parecía disminuir. Siguió caminando, prácticamente corriendo. Hacia delante, siempre hacia delante. Diez minutos, quince, veinte, media hora, una hora completa… Su casa parecía alejarse a un ritmo proporcional a su velocidad. Cada vez más cerca, cada vez más lejos. Pero algo era cierto, ya no sentía frío. De pronto, comenzó a sentir sobre su nariz desprotegida pedacitos de hielo en estado puro. Estaba nevando. Cinco grados bajo cero en el termómetro de la plaza grande. Su casa estaba apenas a dos pasos. La nieve dibujaba a sus pies una alfombra blanca de recibimiento a su hogar. Pero él ya no se encontraba mal. Ya no sentía frío. Realmente ya no sentía nada. Dibujo una sonrisa en la cara y se sentó en el suelo a ver caer la nieve. Blanca, tan blanca, tan fría y tan limpia. A la mañana siguiente, alguien se tropezó con su cuerpo como dormido, tirado en la acera, con una sonrisa gigantesca en el rostro y los puños aferrados a los copos de nieve que comenzaban a derretirse bajo el calor del sol. 

El valiente improbable

02.01.2014 18:57

Llevaba mucho tiempo allí sentado, en el suelo, a oscuras, mirando el resquicio de luz que se adivinaba  por debajo de la puerta. Tal vez tan sólo fueron cinco minutos, puede ser que diez, a él le parecía una eternidad. No se atrevía a girar el pomo de la puerta y cruzar el umbral de sus miedos. No quería saber que había tras la puerta. O tal vez sí. La curiosidad le consumía. Esa curiosidad que dicen mató al gato. Gato sabio, pero muerto. Sabía que tenía que ser valiente y afrontar sus terrores. Sus peores pesadillas. Lo sabía, pero permanecía sentado, agazapado, como un animal herido. Llevaba mucho tiempo allí sentado. La luz no es de los cobardes, es de los que se atreven con todo. La luz es de los héroes. Él no lo era. Nunca pensó en serlo. Sin embargo, le hubiera gustado demostrarse a sí mismo que era capaz de superarse. Le hubiera gustado. El suelo estaba frío y la oscuridad se hacía cada vez más densa. Como niebla teñida de negro. Casi podía tocarse. Sus piernas comenzaron a dolerle. ¡Levántate!, se dijo a sí mismo sin éxito alguno. Sin respuesta. Sin más realidad que la oscuridad y el silencio. Y la soledad. Llevaba mucho tiempo allí sentado. Toda una vida. La suya. 

La ventana entre las sombras

29.12.2013 16:08

Pintó una ventana entre las sombras de su cuarto. Tuvo que hacerlo. La oscuridad era cada vez más grande y apenas se filtraba algo de luz entre las rendijas de su cabeza. Cada vez tenía más miedo al mundo. Al exterior. A la gente. Al ruido. Nadie merece estar encerrado, pero él se autoimpuso esa condena por todo lo que había hecho. O tal vez por todo lo que hubiera querido hacer y nunca hizo. Pintó un ventanal tan grande como toda la pared y lo tiñó de azul como el mar, como el cielo, como algunas montañas en los cuentos infantiles. Se asomó a ella, sin moverse de la cama, y creyó iluminar así sus oscuros pensamientos. Pintó una ventana entre las sombras de su cuarto, pero jamás volvió a ver la luz del sol, tal vez porque olvidó dibujarlo. 

El pájaro que no podía volar

23.12.2013 20:46

Pensó muchas veces en volver a intentarlo. Es cierto, lo pensó, pero no fue capaz de llegar a más. Al menos hasta ese momento. No era lo suficientemente valiente, tal vez. O puede, sólo puede, que sí lo fuera. La vida es complicada cuando uno no sabe bien que camino ha de seguir. Qué bifurcación en el laberinto vital que nos toca es la correcta. Lo pensó muchas veces pero siempre sintió el cordón umbilical que le ataba a ella. A sus recuerdos. A su olor. A sus besos. A su piel. No podía volar. Los pájaros no saben de responsabilidades duraderas. No tienen ataduras para siempre. No firman contratos. Los pájaros levantan el vuelo y se pierden en el horizonte. ¿Quién fuera pájaro?, pensó muchas veces. Pero otras, otras en las que tenía su mano en la suya, rozaba su pelo o acariciaba su rostro... en esas ocasiones no pensaba en nada que no fuera en ella. Y en consumir juntos los últimos resquicios de luz, mientras él veía apagarse lentamente la luz de sus ojos... Y se quedaba. Y se quedaba contento de hacerlo, aunque no por ello dejaba de perder su mirada en el horizonte, en algunas ocasiones, siguiendo con la vista el vuelo errante de las aves. Pensó muchas veces en volver a intentarlo, pero no tenía madera de rebelde. Y se quedó. Se quedó hasta el final. Hasta que no quedó nada que importara realmente. Y cuando dejó de tener ataduras terrenales, se elevó tan alto como el sol, y nadie nunca le volvió a ver. 

La vida mancha

23.12.2013 17:49

Se quitó la ropa despacio. Hacía frío en la calle. Allí no, claro, pero de alguna manera lo llevaba dentro. Metido en los propios huesos. Dejó correr el agua hasta que vio salir humo del chorro que rompía a borbotones contra el suelo de la ducha. Una vez dentro se dejó mojar despacio. El agua estaba tan caliente que su piel enrojeció enseguida. Poco a poco, fue desprendiéndose de las tensiones del día, de los gritos no merecidos, de las humillaciones innecesarias, de las horas de trabajo regaladas, de los reproches de sus hijos por no estar en casa... poco a poco fue desprendiéndose de todo lo que mancha en la vida. De la vida en sí o de aquello en lo que se había convertido de un tiempo a esta parte. Se envolvió en la toalla despacio, casi con mimo, y una vez frente al espejo decidió que ahora sí, ahora sí podía volver a ser ella misma. Olvidar el malhumor arrastrado durante horas. El odio que casi había llegado, una vez más, a consumirla. Volvía a estar limpia. Volvia a ser ella. 

Tropiezos y piedras

19.12.2013 18:31

Hay piedras que se cruzan en nuestro camino y, por algún extraño motivo, no podemos evitarlas. Más aún, lejos de intentarlo las buscamos para tropezarnos de nuevo y lamentarnos del traspiés. El ser humano es extraño. Las piedras son sencillas. Se limitan a estar. Nunca son las culpables. ¿Qué culpa podrían tener? Son frías, duras, herméticas, inalterables. Sobreviven a todo. Son nuestros pies caprichosos, absurdos, delicados. Son nuestros pies las que las buscan para, una vez en el suelo, doloridos, lamentarnos por nuestra mala suerte. Hay piedras que se cruzan en nuestro camino y, por algún extraño motivo, no sabemos evitarlas. No queremos. 

Era tan bonita

13.12.2013 20:22

Era tan bonita que parecía incluso un poco irreal. Tenía una de esas bellezas sublimes, etéreas, inalcanzables. Parecía frágil, pero no lo era. Era fría como el hielo,  dura como el diamante y ambiciosa a más no poder. No se conformaba con lo que la vida le había dado como legado. Quería más. Lo quería todo y no le importaba como conseguirlo. No le importaba pisar y romper  corazones para alcanzar sus objetivos. Por eso, cuando le veía caminar por la calle siempre imaginaba una especie de alfombra de lágrimas, desamorres y desesperos a sus pies. Era tan bonita que parecía imposible su existencia.  Cuando sonreía era una diosa. Una diosa con muy malas intenciones, pero una diosa al fin y al cabo que podía jugar con los hombres a su antojo. Era tan bonita que parecía imposible.  Y sin embargo, cuánto más la conocía menos me emocionaba su perfección. Su piel de melocotón me parecía macilenta. Su boca roja como la sangre, anodina. Sus acerados ojos azules me dejaban indiferente. Su belleza estaba revertida de podredumbre y no era capaz de ignorarlo. Siempre fui inmune a sus encantos. Nunca caí en sus redes. Tal vez, por eso, el mío fue el único corazón que nunca dejó de perseguir. Que nunca logró tener.  Era tan bonita…

Adiós

12.12.2013 11:33

El rostro pequeño y enjuto se volvió hacia ella. Los ojillos negros brillaban con cierta malicia y la boca, fina, casi una línea recta, sonreía sin apenas moverse. Ella sabía que él conocía su secreto. Su cara lo gritaba a voces. Lo sabía pero, no obstante, no pensaba cambiar ni un ápice de su decisión. Ya la había tomado y seguiría para delante con ella, con su complicidad o sin ella. Es más, seguiría adelante aunque él se convirtiera en su peor enemigo. Se levantó de su asiento y caminó con paso firma hacia la puerta de la cafetería. Un golpe de aire frío azotó todo su cuerpo. Siguió adelante como si nada. Notaba su mirada fija en su espalda y trató de aparentar una seguridad que estaba lejos de sentir. Ya había tomado la decisión. No había vuelta a atrás. Eso era todo. Siguió caminando sin notar los copos de nieve que empezaban a cubrir el suelo de un manto blanco. Lo único que seguía notando era su mirada clavada en su espalda. A veces es difícil decir adiós a la persona que más has querido. Otras, es imprescindible para poder seguir viviendo. 

Tenía la cara triste

09.12.2013 19:05

Tenía la cara triste y los ojos rojos, como de no haber dormido. El pelo sin arreglar y la mirada cansada componían el resto de su imagen, dolorida, como una Virgen en su santuario, aunque aquel no fuera el caso. Arrastraba sus pasos por la Calle Ancha, indiferente a las miradas de los otros. Las miradas que se clavaban en su cada vez más diminuta figura sin piedad. Las miradas que parecían decir a gritos “¿Dónde está tu antigua belleza? ¿Dónde ha quedado la chica alegre y desenfadada que se quería comer el mundo?”. Le daba igual. El mundo tenía unas fauces feroces y siempre estaba hambriento. Ella lo sabía bien. Vaya que si lo sabía. Había sido su carnaza durante muchos años. Siglos tal vez, el tiempo es algo relativo cuando deja de tener interés.  Sus manos delgadas separaban, de vez en cuando y con movimientos nerviosos, algunos mechones rebeldes de su cara. Como si le molestaran a la vista, aunque la verdad es que no miraba a ninguna parte. ¿Qué importancia podía tener lo que ocurriera ante sus ojos si su interior estaba vacío? Muerta por dentro. Podrida. Olvidada. Pero sobre todo, asustada. Tenía la cara triste y los ojos, esos ojos negros que habían sido culpables de tantos corazones rotos, esos ojos brillantes y astutos de no hace tanto, estaban perdidos. Desaparecidos en las mismas entrañas del miedo. Caminaba encogida, en la misma posición que adoptan algunos animales con miedo a que les apaleen. Caminaba, prácticamente corría, con pasos pequeños, diminutos, imposibles. Huyendo sabe Dios de qué. O de quién. Tenía la cara triste, la bella melena rubia mal cortada y sucia, la corona desaparecida hace demasiado tiempo y todo, todo el derecho del mundo a ser la princesa más desdichada de la tierra. 

Amor a destiempo

06.12.2013 19:16

Te quise, te quise mucho. Tanto como es posible imaginar, pero entonces tú no me querías. Normal, la vida es así. Al destino le gusta jugar a los dados con nosotros, sólo por el puro antojo de divertirse. Te quise mucho pero de eso hace ya mucho tiempo. Luego, cuando los años hicieron un puente de promesas con sus despojos, tú me quisiste. Mucho, eso decías. Muchísimo. Tanto que el corazón dejó de sentirse cómodo en tu pecho, y se marchó. Se mandó a mudar, como dicen aquí. Se fue a un lugar lejano dónde las palabras no tienen protagonismo. Me quisiste tanto como te fue posible querer. Eso decías, pero entonces yo ya no me acordaba de ti. No fue por nada personal. Entiéndelo. Nuestros caminos estaban cruzados desde un primer momento, y aunque ambos nos quisimos, tanto, tanto, tanto, jamás llegamos a rozarnos. Ni a besarnos. Ni a sentirnos uno. Tan sólo pudimos soñarnos. Así son las cosas. Así es la vida. Rara, egocéntrica, antojadiza... Te quise, te quise mucho, pero ya no te quiero. ¡Qué le vamos a hacer!

No puedo tocarte

01.12.2013 10:02

No puedo tocarte. Es imposible. No puedo rozarte, pero mis palabras sí. Ellas tienen alas. Ellas saben volar. Por eso, puedo, con mi voz, acariciar tu pelo sin que nunca llegues a saberlo. Puedo sólo con mis susurros abrazarte por las noches. Mis versos pueden insinuarse en la base de tus hombros  e ir subiendo, de puntillas, despacito, hasta tu cuello. Mis adjetivos saben rozar tus labios. ¿No los notas? Acarician y rozan tus labios muy despacio. No puedo tocarte, pero puedo, con poesía, entrar en ti, sin que lo sepas. Puedo besar tus labios con mi prosa y recrearme en tu piel suave. No puedo tocarte. No puedo... O tal vez sí. 

Pesadilla

26.11.2013 12:42

Se despertó empapada en sudor con la sensación de que el corazón se le salía del pecho. Se sentía tan angustiada que durante unos segundos, tal vez minutos, no pudo hacer otra cosa que controlar su respiración. A su lado dormía plácidamente su marido. Se levantó de puntillas para asomarse al cuarto de los niños que también dormían. No pasaba nada. Había sido sólo una pesadilla espeluznante. Volvió a la cama. Se tumbó y cerró los ojos tratando de relajarse pero inevitablemente las imágenes que se habían colado en su mente volvían a su cabeza una y otra vez. En su sueño ella dormía en una casa desconocida llena de habitaciones. En cada cuarto había una familia, o tal vez más. Cientos de personas dormían en aquella extraña vivienda antigua, pero ella sabía que algo no iba bien. Era una vivienda cargada de malos recuerdos, de terribles vibraciones, de espantosas vivencias. Lo sabía, pero aún así se tumbó en la cama, al lado de su pareja y se durmió. No podría decir cuánto tiempo había pasado cuando sintió un pinchazo en cada extremidad de su cuerpo, de un cuerpo que no manejaba, ni era suyo. Algo levantó todo su peso en el aire y pegó su espalda, con violencia, contra el techo. Esa mano invisible comenzó a arrastrar su cuerpo por las paredes. En el sueño, ella no podía hablar, no podía pedir ayuda, no podía parar. Su marido, dormido, no se enteraba de nada. De golpe, con una fuerza inusitada, todos y cada uno de sus miembros comenzaron a golpear con una fuerza impresionante las paredes hasta destrozarse por completo. No llegó a ver su propio fin, ya que despertó del sueño. Pero, había sido tan real... La angustia, remolona, no había acabado de abandonar su mente, y todavía acariciaba sus cabellos con cierta coquetería, impidiéndole volver a dormir. Intentó pensar en cosas agradables, pero ni aún así. La imagen retorcida de su propio cuerpo arrastrandose como una araña del revés era demasiado fuerte como para olvidarla. Pasaron minutos, ¿fueron segundos?, tal vez horas, pero acabó dejándose mecer por una modorra imposible de ignorar. Despertó mucho más tarde, o tal vez no, envuelta en una nube de placidez, pero con cierta sensación de no haber descasado lo suficiente. Siempre le costaba abrir los ojos por la mañana. Giró su cuerpo hacia la derecha para abrazar a su marido antes de encararse con el nuevo día. Siempre lo hacía. Cada mañana, pero esta vez no lo encontró. Palpó la cama y sus dedos chocaron con una superficie fría y dura. No había sábanas suaves, ni mantas cálidas. Ni calor humano. No había nada. Abrió los ojos de golpe y lo vió todo con claridad. Allí, abajo, justo debajo de ella, dormía su marido plácidamente en la cama, sin darse cuenta de nada. Incapaz de emitir sonido alguno, incapaz de coordinar sus movimientos, cerró los ojos y esperó. Esperó un final. No sabía qué final, pero ansiaba que fuera rápido e indoloro. 

Su otro yo

25.11.2013 17:12

Se despertó cegada por una luz. Le daba de lleno en la cara. Al principio se sintió perdida. No sabía dónde se encontraba. Pasaron unos segundos antes de que se diera cuenta de que era de noche, probablemente todavía de madrugada. Se acababa de despertar sobresaltada. El cuarto volvió a quedarse a oscuras en apenas unos segundos y no se atrevió a levantarse de la cama. Agudizó el oído y creyó escuchar ruidos de pasos. Tal vez no era nada. Tal vez sí. Tenía que levantarse y comprobarlo porque, de todas maneras, no podría volver a dormir si no lo hacía. Se puso de pie, despacio, y todo su cuerpo se estremeció al tocar el suelo con los pies desnudos. Hacía frío. Probablemente se había dejado una ventana abierta y la luz de los faros de algun coche la había desvelado. Tal vez no. O tal vez sí. Continuó caminando casi de puntillas. Un paso, otro paso, otro más. Nada. Silencio. Frío. Oscuridad. Entonces, con toda claridad, pudo escuchar una risa. Una carcajada de mujer. Y una voz de hombre. La risa de la mujer no le era desconocida. El ruido venía de la calle. Justo debajo de la ventana del salón. Se acercó hasta allí con sigilo y, con mucho cuidado, se asomó hasta poder ver a los propietarios de las voces que habían turbado su sueño. Era imposible. No lo podía creer. Allí, abajo, junto a un coche, había dos personas. Un hombre y una mujer que se besaban sin la menor discreción. No quería mirar más, sentía que estaba invadiendo la intimidad de la pareja, pero le pareció reconocer a la mujer. El pelo, la espalda, las manos… era... era ella. Era ella la que estaba besando a aquel desconocido. Se frotó los ojos para convencerse de que estaba despierta. Corrió asustada a su cuarto y volvió a sentir un vuelco en el corazón. Allí, sobre la cama, totalmente dormida, estaba ella. Descansando, ajena todo aquello. Su pelo, su boca, su cara... Salió corriendo a la calle, descalza, en pijama, aterrorizada. Corrió y corrió hasta dar la vuelta a la manzana. Hasta situarse bajo su propia casa. Se plantó frente a la pareja pero ellos no parecían poder verla. No entendía nada. Se estaba volviendo loca. Se sentó en el suelo para frenar los latidos de su desbocado corazón, y la vio. Con toda nitidez. Ella, ella misma, o tal vez otra que no era ella pero dormía en su cama y vivía su vida, cerraba la ventana con rotundidad al tiempo que le gritaba a la pareja: ¡hagan menos ruido, así no hay quién duerma!

No te encontré

25.11.2013 16:52

Quise besarte y no encontré. Tan sólo un vacío. Un terrible vacío en mi vida que reflejaba una angustia hasta entonces desconocida. Quise abrazarte, pero ya no estabas. Probablemente aburrido de esperar a que algo me hiciera cambiar. No puedo cambiar. No sé cómo hacerlo. Quise pedirte ayuda, una vez más, pero tú ya no eras parte de mí. La culpa fue mía. Lo sé. La culpa fue mía. Quise besarte y no te encontré. Busqué más allá de mi orgullo, más allá de la tierra conocida. Busqué en el fin del mundo y no te hallé. Me quedé con los besos nunca dados, con los abrazos reprimidos, con el corazón marchito y, entonces, sólo entonces, te quise como nunca te había querido. Más que a nadie, más que a mí misma. Te quise con el egoísmo del niño que necesita tener lo que le niegan. Cuando vuelvas a querer besarme es probable, te aviso, que ya no me encuentres. No preguntes porqué. Así son las cosas. Lo más deseable es siempre lo que no se tiene y a ti, no te puedo besar. Mañana serás tú el que me busque. O tal vez no. No lo sé. 

¿Lo sabes?

25.11.2013 16:49

Te conocí cuando aún no existías. Yo te inventé. Te di forma, te dibujé un corazón, te doté de carácter y alma. Te diseñé a mi medida. Perfecto. Insuperable. Más que un hombre, un auténtico Dios. Imagino que no fue más que un esbozo en el aire. Una idea nunca hecha realidad. Por eso, justo por eso, cuando te conocí, me asusté. Cómo podrías existir si nunca antes habías sido. No eras humano. No eras nada. Y, sin embargo, lo eras todo. Todo y mucho más. Cuando te tuve no podía creerlo. No parecías real. Luego te fuiste porque, aunque nunca te las di, tu cuerpo tenía alas. Te fuiste para no volver, volando tan lejos como podían llevarte tus sueños. Te fuiste y nunca más pensé en ti. ¿Para qué? Nunca fuiste real. Sólo una idea en la que llegué a creer. Un viejo sueño materializado. Te conocía cuando aún no existías. Yo te inventé. ¿Lo sabes? 

Furiosa

23.11.2013 14:06

Furiosa. Rabiosa. Enloquecida. Sus ojos, siempre dulces y sonrientes, se habían vuelto salvajes. Inyectados en odio, parecían desafiar a quién osara cruzarse en su camino. Había sido frágil. Siempre. Y esa fragilidad fue, precisamente, la que consiguió resquebrajar sus fuerzas. Se rompió. En miles de pedazos. Se fracturó para siempre porque hay cosas que no pueden volverse a unir. Su dulzura se convirtió en amargura. Su amor por todo y por todos en odio y rencor. Su fuerza se tornó en debilidad. Se rompió en mil pedazos y decidió arrasar con todo lo que hubiera a su paso. Furiosa. Rabiosa. Enloquecida. Se arrancó el destrozado corazón del pecho y lo arrojó a los lobos para que se dieran con sus restos un festín. Se hizo fuerte a base de caídas, pero se cayó tantas veces que nunca más pudo volver a ponerse en pie. Decidió regresar desde el infierno para hacer tanto daño como le habían hecho. Para romper tantos corazones como encontrara a su paso. No os crucéis en su camino. No intentéis prestarle ayuda. Ya no la quiere. Ya no la necesita. El odio ya no le permite mirar hacia atrás. Necesita lágrimas para saciar su sed. Sangre para curar sus heridas. Gritos de horror para conseguir su silencio. Furiosa. Rabiosa. Enloquecida. 

El amor inexistente

22.11.2013 18:40

La verdad, aunque te resulte dolorosa a estas alturas de la vida en que siglos de olvido mutuo nos separan, la única verdad es que nunca me enamoré de ti. Me enamoré de la idea de estar enamorada. Me enamoré del amor. Necesitaba amar por encima de todas las cosas, y te elegí a ti, no sé si con acierto o sin él, pero fuiste la víctima de mis desvelos y pasiones encendidas. Elegí enamorarme justo en el momento en que mi cuerpo y mi alma me lo exigían. Sí, y te tocó a ti. Tal vez por fortuna, tal vez por error. Los amores que no se sostienen, como los castillos de naipes mal montados, se desmoronan. Así son las cosas. Siempre lo han sido. Nuestros naipes se sujetaban tan sólo en la necesidad de un amor inexistente. Nosotros lo hicimos posible, pero no era real. Cuando todo se vino abajo, me quedé sorda, muda, ciega… muerta. Pensé, deseé, exigí, nunca volver a amar de esa manera. Por suerte, o por desgracia, nunca más volví a querer a nadie de manera impuesta. De manera imposible. De forma equivocada. Nunca me enamoré de ti. Ya lo ves. Aunque te quise como a nadie, o tal vez no. Me enamoré del amor como ente hipotético e infinito. Es probable que nunca lo sepas. Muy posible que ni siquiera te importe… qué más da. El amor estaba a la vuelta de la esquina, jugando conmigo al escondite y me encontró. La verdad, la única verdad, es que nunca me enamoré de ti. Jamás.

La cama

19.11.2013 13:25

Le gustaba meterse en la cama cuando hacía mucho frío y sentir el peso de las mantas sobre su cuerpo. Siempre le había gustado, desde que era niño. La cálida sensación de comodidad que le invadía en aquellos momentos le hacía olvidar cualquier preocupación. Aquella noche llegó tarde a casa, nadie le esperaba porque adelantó su regreso de un viaje y decidió acostarse en el cuarto de invitados para no despertar, ni asustar, a su mujer. En la calle comenzaba a nevar y decidió dejar la persiana subida para poder ver caer la nieve entre las mantas. Poco a poco el sueño fue apoderándose de su cuerpo y de su mente, y ni la belleza de la nieve pudo contener el peso de sus párpados. Se despertó algo acalorado con la sensación de que debía ser muy tarde. Su cabeza, que se dejaba mimar por la almohada, estaba totalmente cubierta por las mantas. Una reminiscencia de su infancia miedosa. Maniobró torpemente para poder asomarse entre sábanas y mantas pero no fue capaz. Estaba medio dormido y se sentía algo desmañado. Volvió a intentarlo sin éxito alguno. Comenzó a ponerse nervioso y lo que inicialmente eran meros manotazos pronto se transformaron en patadas y puñetazos al aire. Imposible. Las sábanas parecían adheridas a las mantas y éstas, a su vez, forjadas a fuego a la cama. La almohada, por su parte superior, era la lacra que sellaba aquel sobre absurdo en el que se encontraba encriptado. Aquello no tenía ningún sentido. Intentó gritar para pedir ayuda pero su voz había desparecido. No podía chillar, ni hablar, ni tan siquiera susurrar. Nadie sabía que estaba en casa. De hecho, ningún miembro de la familia solía entrar en aquel cuarto de invitados que tan sólo se abría los sábados para la limpieza semanal de la casa. Cada vez tenía más calor y se sentía más pesado. La angustia le invadió por completo. No podïa pensar con claridad. Comenzó a dar vueltas compulsivas a un lado y otro del colchón, arrastrándose como podía, pero pronto se agotó. Las mantas eran cada vez más pesadas y la oscuridad se hacía mayor. Más densa. Más hiriente. Le dolía la cabeza y le costaba respirar. Desesperado decidió abandonar su infructuosa lucha contra el enemigo absurdo en que se había convertido aquella cama. Cerró los ojos y se dejó llevar hacia la oscuridad absoluta. Hacia el sinsentido. Hacia lo desconocido. Cuando la señora de la limpieza entró en el cuarto al sábado siguiente, y lo descubrió entre aquellas sábanas, apenas le quedaba un resto de vida. Su mirada enloquecida se perdía en la nada, sus labios se apretaban uno contra otro con tanta fuerza que toda su cara estaba manchada de sangre y su cuerpo parecía haberse reducido a la mitad. le gustaba meterse en la cama y sentir el peso de las mantas sobre su cuerpo. Siempre le había gustado. Siempre. 

 

 

 

La princesa triste

18.11.2013 12:02

 

Erase una vez hace mucho tiempo, tal vez no tanto, ya se sabe que el asunto del tiempo es relativo, que una linda y tierna princesa se sentía muy triste. Lo tenía todo para ser feliz pero las princesas, qué quieren que les diga, tienen esas cosas. Sus enormes y bellos ojos, no hay princesa fea en un cuento que se precie, se apagaban por minutos  y su boca perdía su rojo natural. Las princesas cuando están tristes generan, eso tampoco es ninguna novedad, un auténtico problema de Estado. Nadie podía solucionar su problema y la única cosa que ella podía hacer para no sentirse peor era llorar. Lloró tanto, tanto, tanto, que todo su enorme palacio comenzó a inundarse. Lloró tanto, tanto, tanto, que su hermoso y justo, si es que la justicia existe, reino fue poco a poco sumergiéndose debajo de las aguas. Todos los habitantes del reino, incluida la propia princesa, perecieron presas de la tristeza inexplicable de la bella dama. Todos murieron sintiéndose muy apenados por su desdicha. Ella en cambio no sintió la pérdida de ninguno de los que le rodeaban. Erase una vez hace mucho tiempo, tal vez apenas ayer, un reino en el que todos se sometían a las veleidades de una princesa triste. Erase una vez una vez un cuento a cuyo término no quedaba nadie para comer perdices y ser feliz,  porque, así son las cosas, y no todos los cuentos acaban bien.   

Dolor de corazón

13.11.2013 15:29

“¿El corazón puede doler?” Aún recuerdo tu carita asustada cuando lo preguntaste hace más de una vida. Tal vez dos. “No, el corazón no duele”, te contesté.  Me equivocaba. El corazón puede doler tanto que la vida deje de tener sentido. El corazón se puede partir en mil pedazos y no existe pegamento en el mundo suficientemente fuerte como para recomponerlo. El corazón es fuerte y frágil a la vez, puede soportar mil tormentas hasta que llega un momento en que se deshace, y llegado ese momento poco se puede hacer. Se me partió el corazón al verte marchar, al no volver a saber más de ti. Se me rompió en tantos pequeños fragmentos que mi cuerpo no pudo soportarlo. No sé si estás vivo o muerto. No sé qué ha sido de ti. Hace una vida, tal vez dos, quizá tres, te dije que el corazón no dolía. Me equivocaba. No existe dolor peor que el que sufre un corazón roto. Malherido. Despedazado. 

El cuento del Gallo Kiriko

12.11.2013 18:18

Siempre me contabas el mismo cuento y, a fuerza de repetirlo, supongo, nadie lo contaba mejor que tú. No eras como ella, de sonrisa eternamente pintada en la cara y abrazos interminables. Eras más serio. Más solemne en apariencia. Más tú. Los que no te conocían podían pensar que te dábamos igual. Pero yo sabía que no era así. En tu cartera llevabas una foto de cada uno de nosotros. Desde el más pequeño hasta el mayor de tus nietos. Íbamos siempre junto a ti, aunque nadie lo supiera. Siempre me contabas el mismo cuento, con tu voz seria, intentando adaptarte a las exigencias de una niña cargada de imaginación, como era yo. Cuando volvía a casa de vacaciones lo primero que me preguntabas era cuándo había llegado y lo siguiente cuándo me iba. Nada más. Eras así. No expresabas las cosas con palabras. Eso lo hacía ella. Ella llenaba los silencios con cariño y ternura infinita y tú la mirabas, consciente de que era la mitad más importante de tu vida. Tú eras el patriarca. Y lo sabías, y aunque no tenías porque contarme cuentos, cuando me quedaba con vosotros, lo hacías. Siempre me contabas el mismo cuento y, a fuerza de repetirlo, nadie lo contaba mejor que tú. 

Me dijiste ven

11.11.2013 18:00

Me dijiste  ven y no dudé en dejarlo todo para caminar a tu lado. Me pediste tiempo y dibujé un reloj tan grande como el universo para medir los segundos que nos distanciaban. Me exigiste espacio y me fui tan lejos de ti, y de mi misma, que casi olvido mi propio nombre. Me suplicaste que volviera contigo, y dejé de lado mi vida para recoger los pedazos de la tuya. Me dijiste vete, y rescaté mis escasos recuerdos felices junto a ti para emprender el camino de retorno hacia ninguna parte. Ahora, ahora me dices que me necesitas, que no comprendes la vida sin mí, pero yo ya no te escucho. Ya no puedo verte, te has convertido en niebla, en la blanquecina niebla que forma el olvido. Me dices que me quieres, pero no puedo oírte, el exceso de ruido ha ensordecido mis lastimados oídos. Gritas a quién quiera escucharte que no puedes vivir sin mí, pero el eco de tu voz ya no tiene fuerza sobre mi alma. He conseguido desprenderme del yugo que me ataba a ti y el sonido de tu nombre ya no significa nada. Nada.  

Sus labios

10.11.2013 20:06

Recordaba la voluminosa geografía de sus labios como si hubiera sido ayer la última vez que los había besado. Como si apenas hubieran pasado unos minutos desde que sus labios se descubrieron una y otra vez. Se saborearan despacio, entre sonrisas, entre suspiros, entre sollozos, pero siempre despacio, como se disfrutan las cosas buenas. Recordaba su boca como si nunca hubiera dejado de besarla. Ese sabor a fresas y a sal. Ese aroma dulce y amargo a la vez que tienen las promesas nunca cumplidas, que tiene el amor que no llegó a ser. Así, así recordaba el sabor de sus labios. Y sin embargo, habían pasado días, semanas, meses, años, décadas… toda una vida, un universo lleno de imágenes nítidas de felicidad, de dolor, de emoción, de locura. Toda una vida sin ellos. Sin verlos, sin tocarlos, sin desearlos. No recordaba su rostro, ni su cuerpo, ni el sonido de su voz, ni el tacto de su piel. Apenas podía acordarse de su nombre.  Pero sus labios, esos labios rojos, siempre ansiosos, siempre bellos. Sus labios nunca podrían borrarse de su memoria porque se habían fundido en ella, como sus besos, para siempre. 

La rosa

08.11.2013 11:04

Me lo dijeron mil veces, o tal vez incluso más, pero hay cosas que suceden porque deben suceder. Me advirtieron que tuviera cuidado con ella, que las rosas son bellas pero tienen espinas. Yo ya lo sabía. ¿Cómo no iba a saber algo así? ¿Acaso no sabe el pájaro que no puede tocar el sol? ¿No sabe que nunca lo alcanzará? Me lo dijeron mil veces, pero hay cosas que son inevitables. Así es la vida, repetitiva. Caótica. Frustrante. Bella y decadente a la vez. Yo ya sabía que las rosas son bellas, efímeras y, justo por eso, deseables. Lo sabía. ¿Cómo no iba a saberlo? Yo sabía que no estaba hecha mi mano para acariciar sus pétalos. Lo sabía. Pero aún así quise tener la rosa. Quise acariciarla. Abrazarla. Y quise que ella también me quisiera a mí. Me lo dijeron mil veces, tal vez incluso más, pero hay cosas que son así. Me arañé con cada una de sus espinas, y mis manos sangraron sólo con su contacto, pero logré no manchar ni uno solo de sus pétalos rojos. Lo sabía, y justo por eso no pude nunca decir nada sobre mi herida. Me lo dijeron mil veces, o tal vez incluso más, pero era tan bella. Era tan bonita. 

La cometa

06.11.2013 18:18

Nunca tuvo una cometa. Jamás la pidió y nunca se la regalaron, pero se acostumbró a verlas volar en la playa, frente a su ventana. Aquella cometa verde, en especial, era, de alguna manera, un poco suya. Volaba cada tarde hacia las siete, si el tiempo lo permitía, tanto en invierno como en verano. Surcaba el aire desafiante, con orgullo y con furia, sabedora que sólo ella podía caer desde lo más alto sin lastimarse. Consciente de que su libertad, durante unos minutos al menos, era absoluta. Cada tarde acudía a su cita con ansiedad. Apoyada en el marco de la ventana esperaba ansiosa el momento de ver cómo iniciaba su vuelo. Deseando saber, algún día, quién se encontraba al otro lado del hilo, quien le dibujaba corazones en el aire. Corazones que tal vez sólo ella podía ver, pero corazones al fin y al cabo. Nunca tuvo cometa. Jamás la pidió y nunca se la regalaron. Pero aquella cometa verde era un poco suya. Envejeció viendo como bailaba al ritmo que le marcaba el viento. Cada vez más ajada, más descolorida, más vieja. Envejecieron juntas hasta que un buen día no acudió a su cita de las siete. No pudo. La cometa dibujó, como siempre, corazones en el cielo, pero esa vez no había nadie para verlos. 

Tenía los ojos...

05.11.2013 14:14

Tenía los ojos más grandes del mundo. Y los más bellos. Y los más profundos. Y los más tristes. Por eso, cuando me miró por primera vez supe que nunca más mi voluntad sería mía, sino esclava de esos ojos castaños agridulces. Tristes como la vida y alegres como el primer amor. Dolorosos como la muerte. Tenía los ojos más grandes del mundo. Y los más tiranos. Y los más amargos. Y los más temibles, pero seguían siendo los más bellos. Nunca pude recuperar mi voluntad presa de sus pestañas, pero tampoco la eché de menos. 

Miedo

05.11.2013 11:05

El miedo no tiene forma.  No tiene color. No tiene sabor. No tiene olor. El miedo se te mete dentro y te atrapa hasta asfixiarte, sin piedad. El miedo es poderoso, y lo sabe. Se multiplica en tu interior hasta convertirse en una réplica exacta de tu mente, de tu cuerpo, de tu espíritu. El miedo existe y siempre está ahí. Y aunque es informe, insípido e inodoro, a mí me sabe amargo y me huele a sudor. El miedo es rojo como el fuego en ocasiones, en otras,  negro como la noche. El miedo tiene forma de niño que llora porque no sabe lo que le pasa. De madre impotente que no puede ayudarle. Tiene forma de futuro inconcreto y de pasado desgraciado. El miedo es un precipicio al que no podemos dejar de aproximarnos. Es un volcán en constante erupción. El miedo existe. Es poderoso y lo sabe. Yo no tengo miedo. Hoy no. No tengo miedo, tal vez mañana todo mi cuerpo se consuma aterrorizado, pero hoy, no tengo miedo. 

El mundo

05.11.2013 10:49

Se despertó con el sonido de la lluvia de fondo. Imaginó, sin siquiera abrir los ojos, un exterior gris y plomizo, un día frío, ventoso y nada apetecible. No quería salir de la cama. No quería enfrentarse una vez más a la vida. Estaba cansado. Agotado. Desanimado. La lucha con la realidad se había vuelto cada vez más complicada. Cada vez, más cuesta arriba, y él se sentía sólo. Abandonado. Desorientado. Triste. Tal vez eso era lo peor. La tristeza. Mientras la tuvo a su lado, nada parecía importar. El cielo podía caer sobre sus cabezas varias veces al día que él siempre estaba allí para detener el golpe. A su lado era fuerte, incansable, valiente, invencible. Era el tipo de héroe del que ella se había enamorado, pero, de algún modo, toda esa fuerza le abandonó cuando ella dejó de mirarle como se mira a un ser especial. Fue dejando de adorar cada uno de sus gestos grandilocuentes y se lo hizo saber. “Creo que ya no te quiero”. Eso le dijo. Nada más. Seis palabras que pusieron ‘patas para arriba’ su vida. Que transformaron al caballero con armadura en un espectro sin nombre. No quería salir de la cama. Sabía muy bien lo que había fuera de la calidez de las mantas, de la tranquilidad de su alcoba. No quería enfrentarse al mundo una vez más si no estaba con ella. La lluvia golpeaba con fuerza las ventanas. Parecía granizo. Luego el ruido fue disminuyendo, amortiguándose, y el frío se hizo más intenso. Estaba nevando. Una capa blanca de sueños y deseos cubriría en pocas horas toda la ciudad, y él, el antaño irreductible hombre de hierro, se dejaba morir entre sábanas con aroma a suavizante. No quería salir de la cama, pero sabía, como se saben esas cosas, que allí dentro no podría ganar esa nueva batalla. Contra el destino, contra el mundo, contra sí mismo. Su peor enemigo. Tomó impulso desde lo más hondo de sus entrañas y se sentó sobre el mullido colchón. Puso un pie descalzo sobre el suelo, luego el otro, y con un esfuerzo desgarrador se puso en pie y dió un primer paso hacia delante. Un mundo blanco, frío, cruel y cobarde le desafiaba a una guerra interminable, y él, incapaz de renunciar a su propia esencia, cogió en el aire el guante que le lanzaba su adversario. Y comenzó a caminar. 

Despedida lluviosa

02.11.2013 11:14

No sabría decir en qué momento la lluvia me devolvió  tu imagen, ya olvidada con el paso de los años. El aroma a tierra mojada removió de alguna manera todo aquello que yo creía perdido. Pero no. Ahí estabas tú, riendo bajo la lluvia, empapándote por completo porque sabías que era algo que no nos dejaban hacer. Nunca me aburría contigo. Jamás. Cualquier pequeño matiz de la vida cotidiana junto a ti se transformaba en aventura. En reto. Tal vez porque éramos sólo unos niños. Tal vez porque aquellos fueron, sin duda, los mejores años de nuestras vidas. Tu recuerdo quedó ligado a la lluvia, posiblemente porque te fuiste de mi vida un día lluvioso. Te fuiste de la vida de todos, como siempre, por el simple hecho de desafiarnos. Antes miraba al cielo para tratar de recuperarte. Después dejé de buscarte porque dejé de ser un niño y los adultos no pierden el tiempo con recuerdos, o eso me dijeron. Ahora, ahora que ya no tengo nada que aparentar ni que fingir, ahora que los años no tienen ningun poder sobre mí, ahora puedo  volver a buscarte entre la lluvia, amigo. Ya queda poco para volver a vernos. 

Noche de fantasmas

01.11.2013 20:35

Era una noche de fantasmas, de muertos que vuelven a la vida, y yo me quedé esperando, horas y horas, días, siglos tal vez, frente a la ventana por si, por una de aquellas casualidades que te regala la vida, pudiera verte aparecer. Nunca llegaste. Nunca te volví a ver. Y es que cuando el amor muere, nada puede resucitarlo de nuevo. ¿O tal vez sí? Besé la imagen de tu recuerdo y me prometi a mi misma volver a esperarte el próximo año, por si el azar me devolvía, al menos, alguno de tus besos. 

La búsqueda

30.10.2013 10:27

Te estuve esperando y no llegaste. Me marché. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? ¿Esperar sin saber si algún día tendría noticias de ti? Eso no era una opción. No para mí. Decidí vivir mi vida sin tu presencia, y viajé. Recorrí el mundo, de norte a sur, de este a oeste, de las penumbras a la luz, viaje por todas partes buscando a alguien que se pareciera a ti, pero no lo encontré. Decidí instalarme en algún lugar en ninguna parte y vivir, vivir sin ganas una vida marcada por tu ausencia. Desgaste mi vida olvidándote y ahora, ahora que por fin muero, te vuelvo a ver, en el cabecero de mi cama, junto a mí, como si nada hubiera pasado. Ni siquiera el tiempo. Tal vez, y sólo tal vez, y lo digo ahora que la luz se escapa de mis días, tendría que haberte esperado. Me habría ahorrado mucho camino, muchas lágrimas y mucha desesperanza. Pero, ¿fuiste tú el que se marchó? Tal vez, y digo sólo tal vez, no tendría que haber sido yo la que se fuera buscando algo que no existe. Ahora lo sé, pero ahora ya es demasiado tarde. 

Aventurero

29.10.2013 17:53

Cansado, aburrido, harto de luchar cada dia con la vida, de ser el sísifo eterno que arrastra el peso del mundo por siempre, hastiado de ser él mismo, decidió hacerse a la mar. Partir, marcharse de aquel inhóspito lugar, en busca de aventuras imposibles. Jugó todas sus cartas al azar y ganó. Ganó una vida llena de sorpresas, de personas a las que conocer y amar, de batallas en las que luchar, de destinos inexistentes que se hacían reales sólo para él. Decidió jugar y venció porque la vida a veces se deja ganar sólo por el placer de sentirse derrotada. Volvió a su casa con siglos sobre los hombros, sintiéndose un hombre mucho más lleno de sentimientos, de historias, de deseos cumplidos, de vida. Volvió a su tierra cuando en su tierra ya nadie quedaba. Ni su familia, ni sus amigos, ni siquiera su casa. Lo que había sido su vida era ahora apenas un desierto que agonizaba. Lejos de sentirse derrotado plantó en suelo la bandera de sus experiencias y prontó vio brotar una nueva casa que echaba raíces tan rápido como surgía de la nada. Surgieron de sus recuerdos, posiblemente, gentes de otras tierras que también quisieron volar, y su vida fue exactamente como él siempre quiso. Hasta el final de sus días. 

La partida definitiva

25.10.2013 10:48

No había contrincante suficientemente bueno para él.  Ni juego suficientemente complejo. Delante de un tablero no tenía rival. Era el vencedor absoluto de cualquier torneo de ajedrez. Daba igual la categoría,  daba igual el país en que jugara, no conocía la derrota. Nunca la había conocido.  Cuando empezaba la partida no escuchaba a nadie. No atendía a nadie. No le importaba nadie, sólo ganar. Cuando jugaba era despiadado. Feroz. Hiriente.  Cruel. Luego, en su vida normal, era un chico dulce y cariñoso que siempre tenía tiempo para todos.  Por eso, justo por eso, nadie pudo  entender qué le pasó. Porqué en aquella partida tan sencilla se dejó  vencer. Nadie entendió la fuerza que aquellos ojos azules ejercieron sobre él. Nadie comprendió porque no pudo  apartar la mirada de su melena rubia. Nadie pudo entender que, por fin, había encontrado una competición en la que estaba en desventaja.  Se fueron juntos, de la mano y sonriendo.  Y sobre la mesa, con la sabiduría que le daban los años y consciente de que hay juegos en los que no existen reglas preestablecidas,  el tablero, ese viejo tablero que siempre  viajó con él, parecía desearle buena suerte en esa nueva partida. La definitiva. 

Aroma a café

24.10.2013 10:20

Cuando abrió los ojos se sintió bien sin saber por qué. Fueron tan sólo unos segundos, ya que pronto el intenso olor a café recién hecho invadió la estancia. A su cabeza volvieron recuerdos tal vez desechados, pero no olvidados del todo. Su piel cálida, sus besos, su olor, su pelo. Todo lo que formaba parte de su pasado volvió a ella de golpe y sintió, sin desearlo, una súbita emoción. ¿Estaría en la cocina? ¿Habría hecho café para ella? Olvidó, porque a veces las cosas malas es mejor olvidarlas, que hace mucho que todo había acabado de manera abrupta y para siempre. Olvidó los gritos, las peleas, los engaños. Olvidó todo lo que no deseaba recordar. Y se quedó sentada en la cama, saboreando en su imaginación el sabor de esa taza de café que hace tanto tiempo compartió con él. 

Un instante

24.10.2013 10:20

Siempre le pasaba lo mismo. Se enamoraba de tipos insustanciales a los que ni siquiera conocía y dejaba pasar,  sin siquiera mirarlos, a todos aquellos que merecían la pena. No soportaba dejarse querer demasiado por la misma persona y siempre tuvo claro que acabaría sola en ninguna parte. Siempre le pasaba lo mismo. Era un barco sin faro al que le traía sin cuidado llegar o no a buen puerto. Por eso, justo por eso, cuando se enamoró por primera vez no supo reconocer qué le pasaba. Se le revolvió el estómago y el corazón se le desbocó del pecho. Pensó que estaba enferma. Moribunda. Tal vez loca. No podía ser tanto jaleo por un chico tan anodino como aquel. Pero cuando el estómago y el corazón se ponen de acuerdo, poco tiene que hacer la cabeza en semejante batalla. Siempre le pasaba lo mismo. O tal vez no. Nunca más volvió a separarse de él, aunque su relación sólo duró un instante, tal vez menos, no pudo olvidarlo jamás.

Golpes tatuados

23.10.2013 21:18

Cada golpe, cada lágrima, cada moratón, cada sollozo, los llevaba tatuados en el alma cuando se conocieron. Él se enamoró de ella al instante. De su belleza, de su fragilidad, de su miedo y de su fortaleza no reconocida. Ella se dejó de querer, incapaz de dar más de sí misma de lo que ya había dado a quién no lo merecía. Construyeron juntos un camino lleno de remiendos, él siempre delante, guiándola, ella dejándose guiar, hasta que en un punto no definido del camino fue capaz de ponerse a su lado. Fue capaz de amar con la misma intensidad que era amada. Cosió con besos y caricias su alma rota a bofetadas, y tan fuertes fueron los remiendos que nunca más se quebró su corazón. 

La vigilante

23.10.2013 19:26

Lloró tanto por su ausencia que sus ojos se secaron para siempre. Su mirada, antes brillante y llena de luz, se oscureció como su alma ensombrecida. Le quiso tanto y no valió para nada. La dejó sola y destrozada. Rota. Decidió dejarse morir en vida porque un mundo sin sus caricias no debería merecer la pena. Se sentó a morir en un rincón de algún lugar remoto y dejó pasar los años con desgana. La vida se deshizo sin apenas rozarla y la muerte llegó cuando eran tan anciana que apenas podía respirar. “Llevo esperándote demasiado tiempo. Siglos, milenios… Has tardado mucho y me has dejado sola en un mundo ingrato en el que no quería estar”, le dijo. “No tenía ganas de venir a recogerte. No me gusta la gente sin lágrimas”, contestó  la muerte. “No fue culpa mía”, dijo ella. “Has desperdiciado tu vida porque una sola vez te hicieron daño, mientras tu antiguo amor ha vivido, ha sido feliz y ha podido descansar en paz entre los suyos.  Sólo tuya es la culpa de estar sola”, contestó la muerte. “No vengo a llevarte. Vengo  a decirte que,  ya que tu vida no le ha servido a nadie para nada, deberás ganarte el descanso con tu muerte. Por eso, te quedarás aquí, recordándoles a todos aquellos que no sepan valorar lo que tienen que no hay peor destino que no ser esperado por nadie en ninguna parte. Que no hay peor futuro que no apreciar lo que se tiene”. Sólo entonces sus ajados ojos comenzaron a humedecerse y lloró, lloró, lloró tanto que mil ríos salados la cubrieron por completo formando un nuevo océano en la tierra. El océano de la desesperanza.  Desde allí, ella vigila a los que no disfrutan la vida, advirtiéndoles que no tendrán una nueva oportunidad. 

El cocido

22.10.2013 11:16

Un poco de zanahoria, repollo, patatas, garbanzos, claro está, algo de pollo, de ternera, un trocito de chorizo, algo de jamón. De su cosecha añadía un tomate y un par de dientes de ajo, y a veces, según le daba, una cebolla pelada. Le encantaba el olor que llenaba la cocina cuando todos los ingredientes cocían. "Chuf, chuf, chuf"... Le gustaba, posiblemente, porque le recordaba a su propia niñez, cuando miraba como su madre preparaba el cocido y toda la casa se empapaba de ese olor calido a familia, a hogar. De niña ni tan siquiera le gustaba comerlo, pero ahora suponía para ella un plato tan exquisito como el más delicado de los manjares. El ruido de las cucharas haciendo la avanzadilla al acercar la sopa a la boca. Una tras otra. Caliente. Deliciosa. Única. De fideos finos como la suya. De fideos gordos como la de su madre. De arroz como la de alguna de sus tías. Daba igual. Recordaba además como su abuela separaba con cuidado el repollo del resto de los alimentos, o como su padre, cuando se ponía a ello, pelaba los garbanzos uno a uno. Era un trozo de memoria viva y deliciosa. Un magnífico retazo de entre sus propios recuerdos que se alzaba por sí mismo, con fuerza. "¡Otra vez mamá! No nos gusta el cocido... huele mal", se quejaron los niños nada más entrar por la puerta. "A mí tampoco me gustaba cariño", decía ella una y otra vez. "Pero atrapa fuerte el recuerdo en tu memoria porque mañana será una pequeña parte de lo que te quede de mí", pensaba para sí misma. 

Salir del infierno

21.10.2013 18:32

Lo amó de una manera imposible. Dolorosa. Hiriente. Lo amó como no se debería nunca amar a nadie. Con desesperación. Con furia. Con despecho. Lo amó con todas sus fuerzas y otras muchas que nunca supo de dónde sacó. Por cada gramo de amor que le entregó recibió kilos y toneladas de injurias y gritos. De lágrimas. De dolor. De angustia. Por eso, justo por eso, cuando todo terminó, cuando su cuerpo fue incapaz de dar más de lo que ya había dado, no pudo odiarlo. No pudo desearle nada malo. No hizo nada. Se concentró en deshacerse de toda la intensidad de sentimientos que se habían concentrado en su cuerpo. Se concentró en olvidar. En dejar de querer tocar el cielo con la punta de los dedos de la mano de alguien que ni siquiera podía elevarse un palmo por encima de sí mismo. Dejó de soñar con él y empezó a no soñar con nada. Con nadie. Optó por dormir, por descansar, por disfrutar de la vida cada instante. Por reír. Por conocer otros rostros, otras voces, otros sueños rotos. Decidió amar a plazos. Amar de una manera pausada y por entregas, y no entregarse nunca por completo para no volver a perderse. Cuando pudo vaciarse de tanto amor mal entendido, pero aprendió a caminar de nuevo, e inició un camino desconocido, temible, nuevo, como de alguna manera son todos los caminos que nos llevan hacia delante. Y lo hizo con tanta seguridad que no tuvo nunca que mirar hacia atrás. 

El sueño

20.10.2013 19:38

Soñó que soñaba con él. Soñó que volvía a dormir a su lado. Que podía oler su piel. Tocar su pelo. Saborear su boca. Soñó que escuchaba su voz. Lejana, casi sorda, pero era su voz. Grave, segura, atenta. Soñó que nunca se había marchado. Que nunca voló tan lejos de sí misma y de todo lo que conocía que no pudo encontrar su camino- Tal vez, sólo tal vez, porque nunca existió. Soñó que jamás había huído de la luz para adentrarse en las sombras. En la miseria. En la pesadilla de la soledad eterna. Soñó que soñaba con él. Sus ojos penetrantes taladraban cada poro de su piel. "¿Por qué?", le preguntó en un murmullo. "Sólo dime por qué". Soñó que soñaba entre nieblas y buscaba el camino hacia el sol. A oscuras. A tientas. Sin suerte. Sin esperanza. Soñó que soñaba y despertó. Sin su voz, sin su risa, sin él. Sin nada. Decidió no volver a dormir y caminó a ciegas por la penumbra que ella misma había elegido. 

El aroma a sal

16.10.2013 09:41

Cuando oyó su voz, a lo lejos, pidiéndole que fuera desde el salón, le pareció normal. Era un poco pronto para que estuviera en casa, solía llegar por la tarde, pero dio por hecho que tendría el día libre. Hablaron de cosas intranscedentes. Lo habitual en una pareja que lleva muchos años escuchándose, pero lo hicieron muy cerca el uno del otro. Pudo notar su aroma, esa mezcla a sal y colonia, ese olor a mar y salitre que siempre se había mezclado con el suyo propio. Durante muchos años añoró ese aroma. Él pasaba mucho tiempo embarcado y su ausencia era tangible para todos. Cuando volvía toda su vida se transformaba en una fiesta. De alguna manera, ahora le pasaba lo mismo. Ya eran muy mayores, pero cada regreso era una fiesta para ella. Escuchó la cerradura y dio un brinco. "¿Quién está ahí?", gritó. "Soy yo, mamá", la voz de su hija le respondió desde la puerta. "A veces se me olvida que ya sois mayores y que todos tenéis llave de la puerta", murmuró ella. "¿Con quién hablabas?", le preguntó al darle un beso. "Con nadie cariño, con nadie", le contestó. "Las viejas hablamos solas, ya lo sabes. ¿Quieres un café?". "Bueno, uno rápido que me he escapado un rato del trabajo. Pasas demasiado tiempo sola en casa, mamá. Deberías venir a vivir con nosotros o con cualquiera de las chicas. Todas estarían encantadas de acogerte". "Estoy bien cariño, estoy bien. No quiero dejar esta casa. En ella tengo... muchos recuerdos". Camino de la cocina, se lo explicó en un susurro. "Es pronto para decirles que has vuelto querido", murmuró apenas para sí. "Ellas no lo entenderían. Tienes que creerme. Para ellas estás muerto". Él acarició su pelo y su cara como siempre hacía, y ella pudo volver a oler su aroma. Jamás abandonaría esa casa. Tenía sus motivos, pero ellas no lo entenderían. 

Mil mujeres en una

11.10.2013 10:32

Mientras todas sus amigas salían a tomar algo, ella prefería quedarse en casa. Se servía un refresco, se hacía algo de comer y se sentaba frente a la pantalla de su viejo ordenador para descubrir los reconditos rincones del alma de todos aquellos seres que, como ella, preferían vivir tras la pantalla. Allí, con la seguridad que le daban su pantalón de chandal y su camiseta de estar en casa, podía gestionar otras vidas, las que nunca tuvo pero le hubiera gustado vivir. Hablaba con desconocidos y para ellos era alta, rubia y con unas medidas de infarto. Para ellos era resultona, agresiva e inteligente. Era perspicaz y sarcástica. Era, en definitiva, todo aquello que hubiera podido llegar a ser si hubiera decidido vivir y no soñar. Ser y no imaginar. Durante horas su otro yo brillaba en la pantalla y deslumbraba a cuántos se cruzaban en su camino, seres anónimos con tan pocas ganas de descubrir, de disfrutar, de vivir su realidad como ella misma. Cada noche se repetía la misma escena, cuando la casa quedaba en silencio, ella resurgía de sus propias cenizas. Cuando el mundo comenzaba a latir, ella dejaba en suspenso su respiración para dársela a otros seres imaginados. Era mil mujeres en una sola y nadie lo sabía. De hecho, muy pocos podrían adivinar por su aspecto apocado y anodino todo lo que podía llegar a ser. Su intensa vida en la red. Un día dejaron de llamarla sus amigas. Para qué iban a seguir haciéndolo, si nunca respondía. Sus compañeros de trabajo dejaron de invitarla a tomar algo. Sus vecinos se aburrieron de sugerir su participación en actividades comunales. Su propia madre, aburrida de ausencias, fue espaciando sus llamadas. Un día, dejó de ser quién era para convertirse en todas ellas. En todas las mujeres que nunca había sido y anhelaba llegar a ser. Un día olvidó levantarse de la silla, olvidó apagar su ordenador e ir a trabajar. Un día olvidó dormir y olvidó despertar, y se introdujo en la red de la manera más natural del mundo, para no volver a salir de ella. 

La mujer rota

09.10.2013 10:36

"Creo que me he roto", le dijo. Él la miró con cara de incredulidad. "¿Cómo te vas a romper? No eres una cosa. No puedes romperte". "Y, sin embargo, lo he hecho. Me he roto en mil pedazos y no hay pegamento que pueda arreglarme", le contestó. Y se dió la vuelta en la cama, mirando hacia el lado contrario que él. Notando sus ojos clavados en los huesos de su espalda. Sintió la espesura del silencio. Notó su incomprensión absoluta y sus esfuerzos por entenderla. "Pero, ¿qué es lo que te pasa?". Ella no sabía explicarlo. No podía. No tenía palabras para describir lo que sentía. No era capaz de hablar de la fragmentación de su alma. De la fragilidad de lo poco que quedaba de ella misma. De su integridad deshecha. En algún momento del camino, del viaje, se había fracturado. Se había desgajado de su propia base. Se había consumido hasta quedar reducida a cenizas. Se había roto y, lo que era peor, sabía que no tenía arreglo. "Será mejor que durmamos. Mañana será otro día y lo verás todo con más claridad", dijo él. O eso le pareció escuchar porque ya estaba muy lejos de la realidad. Sobrevolaba un mundo enajenado en que nada tenía importancia. El mundo en que las cosas rotas iban a morir. 

La espera

09.10.2013 09:43

Se sentó a esperar en el jardín, a la sombra del frondoso árbol que la vio crecer, que la vio soñar, que enjugó sus lágrimas.

Se sentó a esperar a la sombra, con un libro en las manos para hacer más llevadero el trance. Y miró las nubes, que jugaban a unirse y separarse haciendo formas imposibles, formando imágenes posibles pero inexistentes. Haciendo y deshaciendo realidades y fantasías.

Se resguardó, bajo el árbol, de la lluvia, y se alegró de ver el arco iris resplandecer en medio del cielo, como una promesa cumplida. Y esperó. Y esperó. Y soñó que todo volvía a ser como al principio y, aún sabiendo que eso era imposible, durante todo el sueño fue feliz. Se sintió muy cerca de lo que un día fue suyo. Y esperó. Y esperó.

Se sentó a esperar en el jardín, rodeada de flores, de color y de luz. Y recordó como fueron los días pasados, saboreó el eco de las risas en el recuerdo, el sabor amargo de las peleas, y la dulzura de las reconciliaciones. Recordó todos los buenos días lanzados al aire, y las buenas noches que aún resonaban en las paredes de su habitación. Recordó los días, las horas, los minutos, los segundos compartidos, y esperó. Y esperó. Y esperó.

Se sentó a esperar en el jardín y se dejó vencer por el sueño, por un sueño curativo y renovador. Por un sueño largo y redentor. Se sentó a esperar y se durmió, y no supo despertar cuando él llegó. Había esperado demasiado. 

La ducha

08.10.2013 11:47

Adoraba ese momento. Soñaba durante todo el día con ese instante en que, al terminar la jornada diaria, se introducía en la ducha y sentía el agua fría resbalar por su piel. Siempre había tenido ducha. Mucho antes de que las politicas de ahorro medioambiental apostaran por renunciar a los largos baños de espuma en beneficio de duchas rápidas y ecológicas, ella ya había hecho su propia apuesta por la ducha. Desde muy pequeña sintió el contacto explosivo con el agua como algo especial. Pequeñas inyecciones de vida que poco a poco se filtraban en su cuerpo para purificarlo, para oxigenar su mente... para limpiar su piel de las impurezas que dejaba en ella la vida. Porque, reconozcámoslo, la vida es un lugar sucio, ruín, lleno de miedos, horrores, inseguridades y mentiras. La vida mancha. El agua purifica. Ella lo sentía así. Era una mujer limpia. Impoluta. Perfecta. Daba igual lo que hubiera hecho, sentido o deseado,cada noche el primer impacto del agua helada, fuera verano o invierno, contra su piel, era el revulsivo perfecto contra todas las cosas dañinas que componían su monotonía. El jabón, el agua y la esponja borraban de su cuerpo los malos sentimientos, los recuerdos no deseados, las lágrimas vertidas. Cuando acababa, y se envolvía en una calida toalla limpia, le daba la impresión de que nada malo había pasado y se iba a la cama sintiéndose una persona nueva. Un ser humano recién hecho, inocente. Aquella noche, todo era normal. Entró, como siempre en la ducha, y dejó deslizarse sobre cada rincón de su cuerpo el agua helada, invadió con aromático jabón los rincones más ocultos de su anatomía y se dejó mimar por la fría caricia del agua. Disfrutaba del momento, como siempre, con los ojos cerrados, sabiéndose ajena a todo lo que no deseaba conocer, cuando sintió que algo iba mal. El agua caldeada se hacía más y más espesa, al abrir los ojos descubrió que no era agua, sino barro, y el barro se transformaba en sangre. La ducha, maloliente, no filtraba las impurezas que parecían caer de todos los rincones del baño. Todo lo malo del mundo, todo aquello que había olvidado, volvía ahora a ella para sepultarla bajo su peso. No era capaz de salir de alli, su cuerpo se negaba a moverse. Su mente, horrorizada, no acertaba a tomar la decisión correcta. Las mentiras, los engaños, los desaires, los malos pensamientos volvían a ella. No hay engaño que dure cien años. No hay nadie que lo pueda soportar. Sólo al aceptar lo que ocurría, al reconocer que la vida era suciedad con intensos momentos de pureza, la realidad volvió a su cauce, y sus miedos regresaron a la jaula oculta en que siempre habían estado enterrados. Sólo al enfrentarse de cerca a la podredumbre, había recuperado su paz. Y el agua volvió a correr nítida, transparente, helada, pero nunca volvió a ser lo mismo. Nunca volvió a sentirse limpia. 

Silencio 2

07.10.2013 10:17

Se despertó en mitad de la noche, sudando, angustiado, convencido de que algo muy malo iba a pasar. Poco a poco, al darse cuenta de que estaba en su cama, fue recuperando el aliento. El ritmo de su respiración se normalizó y suspiró aliviado, volviendo a tumbarse. "Sólo ha sido un mal sueño", se dijo a sí mismo. "Una pesadilla". Sonrío y se dispuso a seguir durmiendo cuando se dio cuenta. Estaba solo en la cama. ¿Dónde estaba ella? Su lado de la cama estaba revuelto y las sabanas tenían grabadas la huella de su cuerpo. No se oía un sólo ruído en toda la casa. El silencio era tan denso que se podía saborear. Se asomó a la ventana incapaz de encontrar explicación a aquel vacío que sentía. Nada. Nadie. Ni una luz, ni un ruido, ni siquiera el ladrido de un perro a lo lejos, o el claxon de un coche en alguna calle cercana. Nada. Tan sólo un silencio abrumador. Corrió escaleras abajo, descalzo y en pijama, tal y como se encontraba, salió a la calle. Nada. Nadie. Tocó en la puerta de los vecinos. Silencio. Entró en las casas, subio escaleras, recorrió habitaciones una tras otra. Nada. Nadie. Silencio. Estaba solo en la ciudad. Tal vez en el país, quizá en el mundo. No había nada. No había nadie. Sólo silencio. O eso creía él. 

La palmera

03.10.2013 11:05

No recordaba ni un solo día de su vida en que aquella palmera no hubiera estado ahí, frente a su ventana. Desde que era niño era al primer ser vivo al que daba los buenos días cuando abría la ventana y el último del que se despedía cuando se iba a dormir. Muchísimas noches de insomnio infantil, y también juvenil para que negarlo, había sido su compañera, su aliada, su amiga. Aquella palmera era parte de su vida desde siempre y ahora, ya adulto, era incapaz de digerir la noticia que le daban sus padres. Al día siguiente la talarían. Acabarían con ella. Sencillamente, dejaría de existir. Sus raíces, al parecer, habían seguido expandiéndose, llegando incluso a amenazar la estabilidad de la vivienda. Había que elegir: el inmovilismo arquitectónico de aquella casa o la vida infinita de su palmera. El resto de la familia parecía tenerlo muy claro y su opinión no contaba, pero no por ello se sentía menos triste. Le pidió a sus padres dormir en su antiguo cuarto esa última noche para, de alguna manera, compartir con su vieja amiga sus últimas horas. Recordaba cuando, de niño, se imaginaba que sus alargadas ramas se estiraban hacia lo alto, tanto que llegaban a tocar el sol. Esa noche rememoró junto a la vieja palmera muchos sueños y recuerdos antiguos. Le habló durante horas en voz cariñosa como si, de aquella, forma pudiera hacerle sobrellevar mejor sus últimos momentos. Le parecía tan injusto que la condenaran a muerte por intentar vivir, por hacer lo único que puede hacer una palmera, buscar agua y agarrarse a la tierra con todas sus fuerzas. Tan injusto. Tan absurdo. En algún momento de la noche, su indignación se debió trasformar en cansancio y éste en sueño, y se rindió ante él porque nadie puede mantenerse firme cuando el sueño lo reclama. Cuando abrió los ojos el sol le hacía cosquillas en la nariz. O tal vez, sólo tal vez, no fuera el sol. Sobresaltado, cuando consiguió despegar sus pestañas, se dio cuenta que estaba subido a lo más alto de la rama más atrevida de su vieja compañera. A mitad de camino entre el cielo y la tierra. Sin mirar hacia abajo para evitar sentir el terror que le producía la altura, siguió escalando hacia el infinito. Hacia mucho más allá de lo que jamás habría soñado que podría llegar a alcanzar. Subió y subió, siempre aferrado a las ramas férreas de su vieja compañera, y en su viaje sintió en su interior toda su fortaleza. Su plenitud, su sabiduría, su experiencia. Toda la savia del viejo árbol pasó a formar parte de sí mismo, y cuando ya no pudo subir más porque hasta aquella palmera imposible tenía sus límites, se dejó caer. Fue algo muy parecido a lo que era volar en sus sueños, una suerte de dulce descenso sin sensación alguna de peligro. Despertó sobresaltado en su cama. En su puño apretaba con fuerza una de sus ramas,  un pedazo de palma ya sin vida. Abrió la ventana con miedo y la vio allí, desmayada contra el suelo del jardín. Apagada. Lejana. Inerte. No pudo impedir que las lágrimas se escaparan de su interior y, también sin quererlo, dejo asomar una sonrisa y un pensamiento inevitable. "Nuestra última noche juntos, gracias por esta nueva aventura que me has regalado. Gracias amiga, y buen viaje". 

La bruja

02.10.2013 09:18

Cuando vio su anuncio en la televisión de madrugada le pareció una idea buenísima. Ahora, días más tarde, con el sol sobre sus hombros y la realidad imponiéndose ante ella, no le parecía tan buena su ocurrencia. Sin embargo, en la vida, las decisiones que se toman hay que llevarlas adelante, eso le decía su abuela, "sino siempre te quedarás con la duda de qué podría haber pasado". Cuando llamó a la puerta, nada era como se había imaginado. De hecho, aquella mujer no se anunciaba como bruja, ni como meiga, ni como coruja, ni como hechicera. No, decía que era una "conseguidora". Daba igual el nombre, era una bruja, y todo el mundo sabía, y siglos de literatura confirmaban, que las brujas pueden conseguir cosas. Cualquier cosa. Aquel despacho impoluto, con mesa de oficina y silla de piel, con ruedas, no era lo que ella imaginaba como un aquelarre. Tampoco aquella señora rubia de ojos azules y manos con la manicura francesa perfectamente delineada era lo que ella había imaginado como una bruja, pero daba igual, estaba allí e iba a hacer lo que había venido a hacer. "¿Qué deseas?", le dijo Madame Boveir con una voz más parecida a una profesional del cine 'porno' que otra cosa. "Tengo dos peticiones, dijo ella, con voz suave. "Un amor verdadero que no me haga sufrir y con el que jamás tenga una discrepancia, ni una sola pelea, y una vida perfecta". Un silencio suave, casi susurrante se hizo paso entre ambas y se deleitó a sus anchas hasta que la voz de la mujer, en esta ocasión mucho menos sensual y más cercana, le dijo: "Es sencillo. En el primer caso, debes poner en el vaso de la batidora, tres lágrimas de amor y otras tres de desamor, un mechón de pelo propio y otro del ser amado, un suspiro de doncella, una risa de Don Juan, una escama de sirena y una brasa de volcán. Lo bates y te lo bebes. En el segundo caso, batirás a mano una rama de olivo, una cereza de enero, una uña de dragón, una lágrima de fauno, un trocito de cuerno de unicornio, un cabello de hada y un gruñido de tritón. Y lo mismo, cuando esté listo te lo bebes". Ella le miro con cara de espanto y le dijo: "¡Eso es imposible!, algunas de las cosas que has citado como ingredientes ni siquera existen más que en los cuentos". "Pues es allí precisamente en el único lugar que puedes encontrar lo que tú me has pedido. Sal al mundo, ríe, besa, ama, llora, cae al suelo y levántate cuántas veces sea necesario. Sé feliz y desgraciada, pero vive, porque eso es lo único que puedes hacer con tu vida, disfrutarla. En caso contrario, sigue soñando en ese mundo irreal que te has creado. Son 50 euros". Pagó y salió despacio de la sala, con una sonrisa dibujada en la cara. El dinero mejor invertido del mundo, pensó. Se quitó sus zapatos de cristal, se recogió su melena de princesa, se sacudió años de cuentos imposibles y caminó, descalza, por el mundo, por primera vez. Para siempre. 

La llamada

30.09.2013 19:17

Compró aquella casa porque le gustaron las vistas. En lo alto de un cerro perdido, lejano y algo abrupto, frente a un mar bravo y enfurecido. Aquella casa le acercaba a la naturaleza y le alejaba de la sociedad. Justo lo que estaba buscando en el momento en que decidió pujar por ella. Cada mañana corría por la playa como si la vida le fuera en ello y se adentraba en el mar para luchar, a brazadas, contra sus propios demonios. Emprendió una batalla personal en aquel paraíso remoto al que nadie quería acudir. Ninguna de sus ex mujeres, ni sus hijos, ni su madre. Nadie quería desplazarse hasta aquel lugar en ninguna parte dónde él había aprendido a respetarse. Dónde había conseguido bajar del filo de la navaja. Dónde había recuperado la felicidad. O al menos los escasos gramos de ella que, pensaba él, tocaban a cada ser humano de manera momentánea. Por eso, justo por aquella soledad que era su amante, su compañera y su aliada, justo por eso le pareció tan extraño que alguién tocara a su puerta. Tres golpes secos, seguidos, arrancados al silencio con la fuerza de unos desconocidos nudillos. Al principio no se movió. Pensó que había imaginado aquel sonido. ¿Quién va a llamar a mi puerta? ¿Quién quiere venir a mi refugio? ¿Quién quiere saber qué pinto, qué escribo, qué esculpo, qué hago con los minutos, las horas, los días que componen mi vida? Volvieron a llamar. De nuevo, tres golpes secos y rotundos. "¿Quién es?", dijo por fin. "Yo. Me estabas esperando". No esperaba a nadie, pensó para sus adentros, y se encaminó a la puerta con miedo. Un miedo denso, frío, profundo e intenso. Un miedo que le calaba hasta los huesos y que no sabía explicar. Un terror incoherente pero preciso. Sus pasos, ralentizados por la angustia, resonaban en toda la estancia. En el exterior, no se oía nada. Silencio. Tal vez el viento susurrar, chocar de frente contra las paredes de la casa. Abrió la puerta lentamente, como quién saborea el beso de un amante muy deseado. Allí no había nadie. Nadie tocaba a su puerta. Debía haberlo imaginado todo. Demasiado tiempo sin nadie, pensó. Demasiado tiempo conmigo mismo, se dijo mucho más animado. Y siguió con su vida como lo hacía cada día, llevando a cabo todas y cada una de las actividades repetitivas con las que había aprendido a calmar sus ansias. Pintando terrores olvidados, escribiendo cuentos sobre amores frustrados, planes malditos y besos jamás dados, y esculpiendo los cuerpos que jamás había llegado a acariciar. Siguió con la vida porque la vida no permite hacer con ella otra cosa que eso, seguirla siempre hasta el final. Al día siguiente exactamente a la misma hora volvió a repetirse la misma escena: tres golpes secos sonaron en toda la estancia con una claridad absoluta. "¿Quién es?", preguntó él, esta vez con la velocidad que sólo el miedo puede imprimir en las lenguas de los hombres. "¿Quién está ahí?", repitió prácticamente gritando. "Soy yo. Tú me estás esperando", repitió la voz. Corrió, voló más bien, hacia la puerta y la abrió bruscamente de par en par. Nada. Nadie. Silencio. Se asomó al exterior, corrió alrededor de la casa gritando: "¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?". Nada. Nadie. Entró dentro de la casa y se sentó en un sillón mullido incapaz de moverse. Incapaz de volver a seguir con su rutina diaria. Allí lo encontró la tarde, al día siguiente, cuando los tres golpes en la puerta volvieron a llenar de angustia la sala. Esta vez no dijo nada. Abrió la puerta y tampoco encontró a nadie. Salió fuera de la casa y al mirar hacia abajo, desde lo alto del cerro, vio a la orilla del mar a una niña muy pequeña, apenas tendría cuatro años. Una sensación de inseguridad le invadió. Bajó corriendo con la certeza de que sus mayores pesadillas se podrían hacer realidad en apenas unos segundos. Al llegar a la orilla, pudo verla de cerca. Su melena castaña. Sus ojos marrones, como los suyos. Su barbilla pronunciada y su nariz respingona como la había tenido su madre, y la sonrisa con la que la vio partir por última vez cuando ambas le dejaron para siempre. "Vengo a por ti, papá. ¿No me estabas esperando?". El agua no estaba tan fría, a pesar de ser invierno. El viento no era tan gélido. Y el silencio era tan dulce que ni siquiera le importó partir de aquella manera. No se puede hacer esperar a una niña. No se puede hacer esperar a tu niña.

El arcón

23.09.2013 19:55

Se fue directo hacia el rincón más oscuro del desván, y lo vio allí, en penumbra. El viejo baúl de madera que le había dejado su abuelo diciéndole: "No lo abras hasta que sepas que tienes que abrirlo. En su interior no hay nada, pero su capacidad es infinita. Dentro de él cabe todo". El momento había llegado. No sabía porqué lo sabía, pero lo cierto era que tenía una certeza absoluta al respecto. El momento era ahora. Giró la llave hasta seis veces sobre sí misma, hacia la derecha, y otras seis hacia la izquierda y la cerradura hizo un curioso ruido por el que supo que ya podía levantar la vieja tapa. Se quedó un largo rato mirando el interior del arcón, forrado en terciopelo azul, nuevo, brillante, impoluto a pesar de los años, de las décadas, de los siglos. "Siempre ha estado en la familia. Siempre nos ha ayudado a avanzar". De repente, supo lo que tenía que hacer. Tal vez siempre lo había sabido. Poco a poco fue poniendo en su interior las cosas que no había hecho, los planes que jamás había realizado, los proyectos que no se atrevió a poner en marcha, los besos que nunca dio, todo lo que deseó y jamás se atrevió a decir en alta, los malos pensamientos, los enfados, los disgustos, los amores no correspondidos, las lágrimas derramadas, los gritos proferidos, la angustia que le había apresado, en ocasiones, el corazón... lo fue poniendo todo en hileras, bien colocado para que no se mezclaran unas cosas con otras, y cuando lo tuvo todo dentro, volvió a bajar la tapa. Giró la cerradura, seis veces hacia la izquierda y seis hacia la derecha, y sentó en una butaca frente a la ventana para poder elevarse por encima de todo lo que le había atado a la tierra. A la vida. Al día siguiente lo encontraron allí, con una carta en sus manos para su nieto. "No la abras hasta que sientas que debes hacerlo", ponía en remite. 

La mujer luminosa

23.09.2013 18:20

Siempre se sentía un poco ridícula en esa situación. No podía evitarlo. Cuando se veía frente al espejo, sentada en la silla, con las piernas juntas, una especie de capa negra al cuello, y todos los mechones de su cabello recogidos en alto, en pequeños trozos de papel aluminio... sentía un bochorno que iba en aumento cada vez que alguien entraba en la peluquería a hacerse unas mechas. Era consciente de que el resto de los clientes no estaban en un estado de gracia mucho mayor, con tintes en la cabeza, cera en el entrecejo, rulos o bigudies, pero aún así sentía una vergüenza irremediable que iba en aumento según se prolongaba el martirio. Era un mal necesario, pero un mal al fin y al cabo por el que las mujeres se veían obligadas a pasar. O al menos, en su caso ocurría así. De alguna manera se sentía indefensa, como Sansón cuando le cortaron su cabello... Al verse así, como un vulgar fantoche, se sentía como un vulgar fantoche. Débil. Frágil. Vulnerable. . Generalmente, la cosa se prolongaba un par de horas, y salía de allí reconciliada de nuevo con su imagen. Sin embargo, en aquella ocasión, las cosas se produjeron de otra manera. Debió sospechar que algo iba mal cuando se estaba mirado de reojo en el espejo, contemplando disimuladamente su curiosa corona de papel aluminio, y las luces del centro de estética se apagaron por completo. Por unos minutos la oscuridad fue total. La encargada del establecimiento se declaró incapaz de poner en marcha el generador de emergencia del que disponían. Poco a poco los ojos se fueron acostumbrando a la penunbra y unos y otros empezaron a vislumbrar algo. Fue entonces cuando ocurrió. Los mechones de aluminio de su cabeza se iluminaron de golpe, con una luz cegadora de reflejo azulado. Al principio, no comprendía nada, pero pronto, al ver los rostros del resto de las personas que se encontraban en la estancia, se dio cuenta de que la luz emanaba de ella. De su cabeza, de su pelo o de su interior. No podía saberlo porque ni siquiera entendía qué algo así pudiera ocurrir. Todos tenían sus ojos fijos en ella y de alguna manera, toda su vergüenza, su sentido del ridículo, su miedo a equivocarse y su terror a las risas ajenas, se evaporó. Toda su inseguridad salió de su interior, probablemente en forma de masa lumínica. O tal vez no. Tal vez se dio cuenta de que la fuerza, cualquiera que fuera, estaba en su interior. Al margen de las apariencias. En cualquier caso, no pudo pensar en nada más porque todo lo que había a su alrededor volvió a nublarse hasta oscurecerse por completo. Cuando abrió los ojos no recordaba nada. Todo el mundo le hacía preguntas de manera compulsiva, acuciante, acosadora. La sometieron a un auténtico interrogatorio, pero ella no se inmutó. Sólo dijo: me podéis lavar el pelo, tengo que irme. Le dio exactamente lo mismo que toda la ciudad murmurara a su paso. Le dio igual que le pusiera el mote de mujer bombilla. Que pensaran que era rara. Que era distinta. Nunca más volvió a sentirse insegura, y lo demás le daba igual. 

 

 

 

El abogado cocinero

20.09.2013 18:52

Había aprendido a cocinar siendo apenas un niño. Su abuela le había enseñado. Cuando volvía del colegio y la encontraba entre cazuelas preparando la cena para esa noche, se sentaba en la cocina a hacer los deberes y cuando terminaba le preguntaba si podía ayudar. Empezó cortando cebollas, desgranando guisantes, pelando patatas o buscando piedrecitas entre las lentejas. Poco a poco fue aumentando la responsabilidad de las tareas y aprendió a pochar verduras, a escaldar tomates, a hacer tortillas y a freír huevos. El paso siguiente fue la elaboración de las croquetas, y después las lentejas y los potajes. pronto se hizo evidente que no tenía mucho más que enseñarle y fue entonces cuando se le metió en la cabeza que quería estudiar cocina. "Ni hablar", le dijo su padre de manera tajante. "Yo soy abogado, mi padre fue abogado y también lo fue mi abuelo. Tú serás abogado porque las cosas son como deben de ser". No discutió porque asumió que hay cosas que no se le pueden discutir a un padre y se hizo abogado. El más profesional del mundo. El mejor. El más certero. Y sin embargo, siguió aprendiendo técnicas de cocina y no se perdía ningún programa relacionado con las artes culinarias por estrafalario que fuera. Siempre que estaba en casa estaba cocinando y nunca lo hacía para sí mismo. En su mesa siempre había invitados de todo pelaje social. Comensales a los que había defendido, comensales a los que había juzgado, colegas de profesión, bocas hambrientas en cualquier caso y deseosas de conocer su ya famosa pericia culinaria. Cuando tenía un juicio difícil y se ponía nervioso, lo primero que hacía al llegar a casa era desplegar su muy extensa colección de sartenes, cuchillos y cazuelas de cocina y se enfrentaba a los guisos más complicados. Sólo así era capaz de solucionar los casos más confusos. Cuanto más sabía de cocina mejor abogado era. Cuanta mayor era su experiencia de leyes, más exquisitos eran sus platos. Cuánto mejor era en todo, más invitados a comer había en su casa. No hubo un sólo día de su vida en el que no se retara a sí mismo a llegar más lejos, bien defendiendo a los demás, bien dándoles de comer las delicias más inesperadas. LLegó un punto en que él mismo se dio cuenta de que no podía aprender nada más. Ya lo sabía todo. Había experimentado todo y lo había ganado todo. Ese día, decidió jubilarse. Dejó su trabajo. Dejó de cocinar. Dejó incluso de comer. Dejo de ser él. Se tumbó en la cama y se dejó llevar porque no concebía una vida sin retos. Sin nada que aprender. Sin nada que solucionar. Y la vida se le fue en un sueño, cargado, eso sí, de nuevas proezas en las que comenzar de nuevo a ser  él mismo. 

La chica del té

20.09.2013 11:32

La veía cada mañana en el mismo sitio. Sentada en aquel café del parque. Siempre repetía la misma rutina. Saludaba, cogía el periódico, se sentaba y pedía un té con limón y dos sobres de azúcar. Cuando el camarero le traía la humeante tetera, lentamente y con cuidado exprimía ligeramente el limón y recogía el sobrecito de té con ayuda de una cuchara. Lo hacía de una manera tan delicada que, estaba convencido, nunca llegaba a mancharse los dedos con la infusión. Luego revolvía la bebida y se la llevaba a la boca despacio, con esa elegancia natural que la caracterizaba. Cuando la taza rozaba sus labios, él ya había perdido por completo el sentido del tiempo. Inmediatamente, cada día, ella hacía un gesto de placer, como el que haría alguien que saborea un manjar divino. "Delicioso", murmuraba por lo bajo y él imaginaba que era su boca lo que ella saboreaba con tanto deleite. Luego, una vez terminaba su consumición, dejaba una moneda y se despedía obsequiando al afortunado camarero con su mejor sonrisa. Y él se quedaba allí. Mirándola. Contemplando su manera de andar al alejarse, el movimiento de su pelo y la decisión con la que emprendía cualquier tarea, ya fuera remover una taza de te o ponerse de nuevo en marcha una vez finalizado su momento de receso. Esa misma situación se repetía cada día de la semana, durante los últimos meses, tal vez durante los últimos años, probablemente durante toda su vida porque nunca sería capaz de decirle nada. No podría confesarle que soñaba con sus manos, con sus dedos largos y sinuosos, con su boca carnosa, ni con su pelo lacio. No podría jamas decirle que le gustaría haber sido al menos un momento ese periódico diario que ella manoseaba con suavidad. Nunca sabría de su existencia y él no podría vivir sin la suya. Así eran las cosas. Así era la vida. Un día decidió ser la persona que siempre habría querido ser. Decidió ser valiente, seguro de sí mismo y atrevido. Un día decidió acercarse a ella y decirle todo lo que necesitaba decir. Se puso en pie y se aproximó a su mesa, justo por detrás de ella. Su melena, agitada por el viento, rozaba sus manos. "Hola", le dijo ella. "¿Nos conocemos?". Entre ambos se produjo un silencio denso, un poco inexplicable para ella que no atinaba a descubrir de que le sonaba aquel rostro. "No, no nos conocemos. Perdona, creo que me he equivocado de persona", dijo él. Y siguió caminando, mordiéndose los labios hasta hacerse sangre. Jurándose a sí mismo que nunca más volvería a tomar té con limón. Jamás. 

El temor

19.09.2013 19:52

Había caído tanto que pensó que nunca podría llegar a levantarse de nuevo. Pero lo hizo. Era fuerte y rehizo su vida, como si de un collage se tratara, pegando pieza a pieza de manera delicada y sin prisa. Cuando lo conoció todo se convirtió en la columna vertebral de su existencia. El muro sólido en el que sostenerse en todo momento. El centro de su vida. De sus pensamientos. De su existencia. Y se sintió feliz. Lo que antes era oscuridad se convirtió en luz. En vida. Sin embargo, y a pesar de que todo le iba bien, sentía un temor inconfesable pero constante: temía perderle. Cada día al llegar a casa lo hacía con el corazón saltándole del pecho, convencida de que al llegar, él se habría marchado; segura de que en aquella vivienda nadie la esperaba. Pero al llegar a casa cada día estaba él, y al verla la abrazaba y la besaba y la colmaba de mimos y caricias. La noche, en sus brazos, pasaba rauda. Tranquila. Segura. Feliz. Y al día siguiente todo transcurría con normalidad hasta que, de nuevo, al llegar la hora de regresar a casa, se repetía el malestar, la desazón, el terror profundo a lo desconocido. El miedo a la soledad. El miedo a su ausencia. Era su mayor pesadilla, tanto despierta como dormida. Lo fue durante años hasta que un buen día de regreso a casa, pasó de largo su portal y siguió conduciendo durante todo el día y durante toda la noche, continuó adelante durante semanas, durante meses tal vez, no lo sabía, sin parar, sin mirar atrás, sin responder las constantes llamadas que él le hacía a su móvil. Se fue tan lejos como pudo, buscó un nuevo trabajo, cambió su nombre, se dibujó una nueva vida, unos nuevos amigos y comenzó a dormir noche tras noche. Dejó de tener pesadillas dormida y despierta. Comprendió que la única manera de ahuyentar su terror era hacer real la única cosa que le atemorizaba. Ahora ya nadie podría hacerle daño. Ya nadie podría. 

 

La conversación

18.09.2013 09:21

El anciano se giró hacia donde él estaba con los ojos brillantes. Se quedó en silencio unos segundos no porque no supiera qué decir, probablemente porque estaba buscando las palabras para hacerlo de la manera más correcta. "Dices que no eres feliz. ¿Sabes acaso qué es la felicidad?", le preguntó. El hombre, con el rostro marcado por el cansancio, se encogió ligeramente de hombros. "Creo que ha habido momentos en mi vida en los que he sido muy feliz". El anciano sonrió y asintió con la cabeza. "Exactamente eso es la felicidad: instantes de luz en medio de una enorme oscuridad. La gente piensa que para ser feliz nada debe nublar el paisaje, ninguna piedra debe estorbar en el camino, cuando la realidad es que la felicidad la producen los instantes en que el cielo se despeja y el esfuerzo que realizamos para sortear la piedra". "Puede ser, pero hace mucho tiempo que dejé de sentirme bien por esas pequeñas cosas", insistió el hombre. "Ese es tu gran problema, que has dejado de disfrutar de las pequeñas cosas de la vida esperando algo mucho más grande. Algo que no existe o al menos que nadie ha alcanzado". "¿Nadie es feliz entonces?". "No. Todo lo contrario, todos hemos tocado la felicidad con la mano pero en dosis muy pequeñas. El ser humano no está preparado para nada más. Tal vez dentro de siglos o milenios". "Para aquel entonces no existirá el mundo". "No estaremos nosotros, pero el mundo seguirá aquí". El anciano se echó a andar, consciente de que esa ha sido siempre la única manera de hacer el camino, y el hombre lo siguió de lejos porque sabía, en el fondo de su alma, que su destino era seguir caminando. Seguir buscando la luz, sorteando las piedras, seguir haciendo caminos para los que vinieran detrás.

El coleccionista de corazones rotos

11.09.2013 19:33

Nunca tuvo la menor duda de que tenía su corazón. Era su único poseedor. Daba igual el tiempo que pasara. Daba igual la distancia que los separaba. Era su propietario. Así eran las cosas. Las chicas se volvían locas por él y él decidía si las amaba o las dejaba morir de amor. Siempre había sido así y no veía nada anormal en ello. Por eso, justo por eso y no por otro motivo, le extrañó volver a verla sonreir cuando él no le había dado permiso para que lo hiciera. Él era el único que podía provocar su sonrisa con un simple gesto, pero no lo había hecho. Ella sonreía y era feliz por otro motivo. Y el simple hecho de que algo generara felicidad en una de sus víctimas, amantes, amadas, tal vez denostadas, le inquietaba. Quién era ella para decirse, sin su permiso, a amar a otro. Quién era ella para tener otro amante que no fuera el mismo desamor que él le regalaba a diario. Comenzó a seguirla por la calle, a perseguirla en sus salidas, a vigilarla en sus encierros, a mirarla día y noche, y de tanto observarla, como posesión devaluada que tenía olvidada, empezó a redescubrir su belleza, su inteligencia, su dulzura. De tanto odiarla por no desearle como antes, volvió a desearla como antes la deseaba. Cuando tocó a su puerta para exigirle el amor eterno que tantas veces ella le regaló sin resultado, se encontró con su bella sonrisa dibujada en los labios. "No", le dijo. "¿No?". Su cabeza no daba crédito, ¿quién había usurpado su puesto de león en aquella selva que le pertenecía? "¿NO?", le chilló sin medir el volumen de su voz. "No", contestó ella en un susurro. "Te quise mucho, pero ya no te quiero, y desde que descubrí que la felicidad está en no quererte, soy cada día un poco más feliz". No, ella había dicho que no. Poseía muchos más corazones rotos para manipular a su antojo, pero ese era el único que deseaba ahora. Ése, ese corazón, que jamás volvería a poseer. 

El viaje 2

11.09.2013 09:26

Volar era eso. Tan sencillo, tan limpio, tan simple. Volar era eso y nada más, se repetió, y mientras lo pensaba, con cierta ingenuidad, miraba con recelo hacia abajo, hacia el mundo diminuto que quedaba a sus pies. Mujeres-murciélago, hombres-pájaro, peces con pico, y aves con aletas, una extraña e imposible comitiva le abría paso hacia un universo desconocido. A un mundo nuevo en el que, tal vez y sólo tal vez, la justicia tuviera algún sentido. "¿A dónde vamos?", preguntó al que parecía ser el jefe. "No lo sabemos, tú eres la que dirige este viaje. Tú tienes las soluciones a los problemas de nuestro mundo y del tuyo. Tú nos has creado para ser guiados y eso hacemos. Te seguimos". En pijama, legañosa y adormilada, no daba crédito a lo que escuchaban sus oídos. Debía haberse quedado dormida leyendo. Demasiada tortilla de patata (su abuela siempre insistía en que estaba muy delgada y ella se dejaba mimar), demasiada literatura... una mezcla que había desembocado probablemente en aquella tropelía onírica que carecía de sentido. Y sin embargo, pese a su incredulidad, su cuerpo se negaba a parar. No quería descender. La necesidad de seguir volando hacia algún destino que creía desconocer era más fuerte que su sentido común. Ella no era ninguna heroína. Era una persona tímida, miedosa y apocada. Era, ¡era una niña! ¿Dónde creía que iba dirigiendo a aquel desfile de mutantes? Y sin embargo, mientra lo pensaba, todo su cuerpo sintió una atracción irremediable hacia la tierra. Lo supo con certeza: necesitaba bajar y quería hacerlo ya. Miró hacia abajo en busca de superficie y se sorprendió al descubrir una tierra enrojecida, marcada tal  vez por el fuego, tal vez por la sangre, surcada por ríos de color dorado. "Hemos llegado". Era su voz la que había pronunciado esas palabras. Al tratar de dirigirse a sus acompañantes para preguntarles dónde se encontraban, no logró encontrar a ninguno de ellos. Estaba sóla. Estaba sóla y perdida en algún lugar de ninguna parte. Tal vez siempre lo estuvo y todo había sido poco menos que una alucionación muy real. Tal vez si cerraba los ojos volvería a estar en casa, pero no obtuvo ningún resultado al hacerlo. Seguía sóla y perdida. Desorientada y asustada, se sentó en aquella superficie carmesí y comenzó a llorar. Cuando la primera de las lágrimas que se deslizaban por su rostro tocó la tierra, oyó una voz alta y profunda que pronunciaba su nombre: "María, ven. Te estábamos esperando". 

El viaje 1

09.09.2013 18:33

Los libros tienen vida. Todo el mundo lo sabe. Vida propia, mejor dicho vidas propias porque su trayectoria depende del argumento, de la trama y de sus personajes. Depende de si se trata de un libro de autoayuda, muy sentidos ellos; de un libro de historia, que se creen que siempre lo saben todo; depende de si es un libro de economía, siempre metiendo miedo; una novela romántica, de misterio, de aventuras... Los libros tienen vidas y te permiten vivirlas una y otra vez. Te permiten vivir historias nuevas cada día y saborear lugares y situaciones que nunca habrías imaginado. Todo el mundo lo sabe, ¿no es así? Por ese motivo, el lugar más mágico de la casa de mis abuelos era la biblioteca. Desde que era niña admiraba aquella estancia por encima del resto de la enorme casa palaciega. Era un cuarto tirando a oscuro, con muebles de madera y numerosas estanterías repletas de vida. Tomos encuadernados en piel, enciclopedias, atlas, colecciones con la obra íntegra de un autor e incluso ediciones con toda la obra de una generación literaria al completo. Nada más comer, desde que era muy pequeña, me perdía en ese cuarto maravilloso, me tumbaba en el pequeño sillón de piel que había junto a la ventana y devoraba un libro tras otro hasta que llegaba la hora de irme. "Te vas a volver loca de tanto leer", me decía mi abuela preocupada en ocasiones. "Te vas a quedar ciega niña, y los ojos son para toda la vida", me decía otras. Peor era cuando me quedaba a dormir con ellos. Algunas noches me quedaba dormida a la luz de la pequeña lamparita de mesa que mi abuelo tenía junto al sillón. Recuerdo una noche especial es que mis abuelos se fueron a la cama sin darse cuenta de que yo seguía en la biblioteca leyendo. Tenía entre mis manos una historia del mismísimo Julio Verne, ya que por aquel entonces apenas había cumplido los doce años. Creo recordar que era un viejo ejemplar de "Viaje al centro de la tierra". Cuando estaba llegando a lo mejor de la historia, una fuerte ráfaga de viento abrió las ventanas de golpe y de manera inesperada. Al acercarme para cerrarlas pude verlo con toda claridad. Allí, junto a mí, mirándome, había una extraña criatura, mitad hombre, mitad caballo alado. "Sólo tenemos esta noche para solucionar un problema tan grande como el sol y sólo tú nos puedes ayudar, ¿nos acompañas?". Entonces, y sólo entonces, pude ver que no estaba sólo y que otros muchos seres tan imposibles como él, hombres lagarto, hombres pez, mujeres araña, todos ellos alados, le acompañaban. Cómo mi garganta no parecía emitir sonidos, convengamos que no es muy normal que te requiera en plena noche semejante comité de seres extraños, me limite a asentir con la cabeza. "¿Eso es que vienes con nosotros?". No acababa de repetir el gesto cuando la noche comenzó a tomar un rumbo bien distinto del esperado. A buen seguro alguna de las vidas ocultas en aquella biblioteca se acababa de apropiar de la mía. 

 

 

 

La fiesta

06.09.2013 18:23

Llevaba semanas soñando con aquella fiesta. Tenía tantas ganas de ir. Tantas. Ansiaba que llegaba el día para vestirse con la ropa nueva que había comprado, pintarse con especial cuidado, y estar más guapa que nunca. Para verle, pero sobre todo, para que él la viera y no pudiera olvidar nunca esa primera imagen. Tanto tiempo soñando con él, días, meses, años... tanto tiempo esperando la oportunidad para conocerlo. Esa sería su noche. Lo sabía. Tenía una certeza absoluta. Durmió mal. Inquieta. Era lógico, pensó. En cualquier caso, sus dieciseis años le permitían eludir cualquier huella de sueño en la cara. Estaría preciosa. No le cabía duda. El día pasó un poco como en una nube. No escuchó prácticamente lo que le decían sus padres. No le hizo caso a su hermano. No pudo atender a lo que le decían sus amigas. No podía pensar en nada más, en nada que no fuera la fiesta. Comenzó a arreglarse a las seis de la tarde. Se depiló, se hizo la manicura y la pedicura, se duchó y se lavó el pelo, después se lo alisó y se maquilló con especial cuidado. Cuando llegó la hora de que sus amigas pasaran a por ella, estaba preparada. "¡Qué guapa te has puesto!", le dijeron sus padres. Sonrió. Los nervios apenas le permitían hacer otra cosa que esbozar una sonrisa insegura. De camino a la fiesta, todas sus amigas parloteaban a la vez, todas y cada una de ellas llevaban la cabeza llena de sueños por cumplir, de deseos potenciales. Muchos quedarían insatisfechos, otros llegarían a su fin. Y el suyo sería uno de ellos. Lo pensaba con esa seguridad que sólo es posible cuando los años no han mostrado la huella de la decepción, del fracaso, del dolor. Lo pensaba con la candidez con que creía que era imposible que algo que se deseaba mucho no se cumpliera. Demasiados cuentos de princesas en su infancia. Demasiadas promesas que, inevitablemente, debían quedar insatisfechas en la madurez. Cuando llegaron a la puerta del local le temblaban las piernas como nunca le habían temblado antes. No podía ni hablar. "Venimos a la fiesta", le dijeron al portero. "¿Reservaron entrada?", preguntó él. "Sí, la compramos por Internet", dijo la más resuelta de sus amigas. "Dejadme vuestros carnets. No estáis en la lista, no podéis pasar", dijo al comprobar sus nombres. "No puede ser, compramos la entrada hace meses". "Pues os han engañado. Tendréis que reclamar mañana", dijo cerrando de un portazo. A lo lejos, antes de que la puerta apartara de su vista el interior de la sala, lo pudo ver, hablaba con un chica joven, una niña prácticamente, que se había vestido de punta en blanco para esa noche. Como ella. Tenía que haber sido ella la que estuviera allí, hablando con él. Tenía que haber sido ella la que disfrutara de su gran noche. A su regreso a casa, las lágrimas no le permitían ver nada más que el peso de su decepción. "¿Qué ha pasado cariño, como es que vuelves tan pronto?". "Supongo", dijo ella, "que me he hecho mayor". 

Rápido, rápido

05.09.2013 19:47

Sólo tenía que verla. Tenía que llegar allí rápido y cuando la viera, y pudiera hablar con ella, todo se arreglaría porque las parejas arreglan las cosas hablando. Eso lo sabe todo el mundo. Hay un problema, pues se habla, y se arregla. Sólo tenía que contarle todo lo que había pasado y ella le escucharía, le abrazaría y se darían un largo beso. Y ya está. Sin más problemas, ni quebraderos de cabeza. Sólo tenía que llegar a tiempo para verla. Ella era comprensiva y buena, y sabía escuchar... pero, ¿le creería? Porque también era algo desconfiada. Seguro que no creía en sus palabras, que no creía en él. Pero, tenía que intentarlo, ¿no? Tenía que ir deprisa, más rápido. Y sin embargo, sus piés, díscolos e irreverentes, ralentizaron su paso como sin querer, de la manera inevitable en que suceden esas cosas. ¿Y si ella tergiversaba sus palabras y acababa viendo cosas raras en lo que había sucedido como algo de lo más natural? ¿Y si no le creía? ¿Y si no le escuchaba? Sus pasos eran cada vez más lentos, más pesados. ¡Seguro que no me cree!, se dijo, siempre ha sido cabezota y necia para escuchar. Seguro que prefería creer los rumores de la calle, a los demás antes que a él. ¡Mujer torpe y mala!, se dijo, y sus renqueantes pasos se paralizaron del todo. ¿Para qué iba a ir a ninguna parte? ¿Para qué escuchar reproches de alguien que no los merece? Ahí te quedas, se dijo. Ahí, te quedas, le dijo en sus pensamientos. Y ella, que nunca supo qué había pasado, se quedó esperando su regreso hasta que acabó por olvidarlo. 

El cepillo

04.09.2013 09:48

Cien veces para arriba y cien veces para abajo. Cien veces de la frente a la nuca, y cien veces de la nuca a la frente. Cada noche. Cada mañana. Desde que era niña. Así se lo había enseñado la abuela, y así se lo había enseñado a ella la suya. Niña tras niña, generación tras generación, el precioso cepillo de mango de plata y cedras fuertes y aparentamente irrompibles había sido empuñado por sus manitas pequeñas y había cepillado sus cabellos desde muy pequeñas hasta que ya eran mujeres y pasaban a la siguiente generación. Ella aún no tenía hijas y seguía usando el cepillo, cada noche y cada mañana. "Al cepillar tu cabello, estimulas las ideas", le decía la abuela, "y tus mejores proyectos verán la luz". Todas las mujeres de su familia habían tenido éxito y todas estaban convencidas de que parte del mismo se debía al ritual del cepillado. Las ideas impregnadas en las cerdas del cepillo, el talento y la creatividad pasaba de cabeza a cabeza a través del cepillo de plata. Ella, de alguna manera, estaba convencida de que parte de su propio bienestar se debía al efecto mágico de aquel utensilio de belleza femenina. Nunca, jamás, ninguna noche ni ninguna mañana de su vida había dejado de cepillarse el cabello. En los lugares más inverosímiles, con las compañías más disparatadas, encerrada en baños e incluso en algún local de ocio... siempre repetía los mismo pasos: cien veces para arriba y cien veces para abajo. Cien veces de la frente a la nuca, y cien veces de la nuca a la frente. Por eso, precisamente por eso, aquella mañana comenzó a ponerse muy nerviosa. No encontraba el cepillo por ningún lado. Lo había dejado junto a su mesilla, en la bandejita de plata que conformaba en antiguo conjunto de tocador, pero no estaba allí. Ni allí, ni en ningún otro rincón de la casa. Ni en el baño, ni el dormitorio, ni en el salón, ni en la cocina, ni sobre los muebles, ni en los cajones, ni en el suelo... revolvió la casa de arriba abajo pero fue incapaz de localizarlo. Pasó el domingo dedicada a la tarea de poner su casa del revés en busca del cepillo. Nada. Ni rastro del mismo. Cuando llegó la noche, apartada de la habitual costumbre, no fue capaz de conciliar el sueño. Al día siguiente, insomne y agotada, no pudo trabajar en condiciones. Al regresar a casa, estaba convencida de que su genialidad se había agotado y, lo que era peor, no podría transmitirla a la siguiente generación. Sin cepillo, su estirpe estaba agostada, defenestada, muerta. Esa noche, rota por el agotador día, decidió repetir su ritual con un vulgar cepillo de carey, comprado en la tienda de la esquina por poco más de dos euros. Cien veces para arriba y cien veces para abajo. Cien veces de la frente a la nuca, y cien veces de la nuca a la frente. Esa noche durmió como una niña pequeña y a la mañana siguiente repitió el ritual. Nunca había tenido un día más productivo, con mejores resultados. Nunca había sido tan resolutiva. Nunca se había sentido tan liberada. El genio estaba en su interior, no en el cepillo. Ella, y sólo ella, era la clave. Esa noche, al volver a casa, encontró su cepillo en el lugar de siempre: en la bandeja de plata, junto a su mesilla. Lo limpió, lo envolvió cuidadosamente, y lo guardó en algún lugar remoto de sus recuerdos. Ahora ya era libre. Sin obligaciones, sin ataduras. Libre por primera vez en toda su vida. 

Lágrimas negras

03.09.2013 09:28

La primera vez que pasó hizo como si no hubiera ocurrido nada. Realizó su rutina habitual con normalidad y, de alguna manera, dejó correr la cosa. No es que no fuera consciente de lo que había pasado. Sabía que no era normal. Convengamos que no es habitual que te pase algo así. Ella era consciente de que a la gente no le pasan esas cosas habitualmente, sin embargo necesitaba tiempo para procesarlo. Pese a todo, no era la primera persona a la que le había ocurrido algo así. Lo dejó correr. Lo peor llegó después, semanas más tarde. Un día al levantarse de la cama se dio cuenta de que estaba llorando. No era consciente de haber sentido la necesidad de llorar pero sus ojos estaban encharcados en lágrimas, y esas lágrimas eran negras. Oscuras, sucias, tenebrosas.  Su abuela le había contado que, a veces, el cuerpo necesita expulsar algo que le ha ocurrido y no comprende, y no asimila. Ella le decía que cuando le ocurría algo así lloraba lágrimas negras. Siempre pensó que era una metáfora, pero ahora se daba cuenta de que se trataba de algo literal. Lágrimas de dolor, o de desamor, o de impotencia. Lágrimas de remordimiento, de temor o desazón. No sabía porqué estaba llorando lágrimas oscuras como el petróleo, pero no podía dejar de hacerlo. El oculista no supo darle una explicación lógica pero se interesó mucho por lo que calificó de "un fenómeno irrepetible", y se ofreció a hacerle pruebas, pero ella no quiso saber del tema. Puso una excusa en su trabajo, consciente de que no podría coordinar la recepción de un hotel llorando a mares lágrimas oscuras como la noche. Cuando no pudo seguir diciendo que se le había corrido el rimmel, optó por no salir de casa ni para comprar el pan. Y durante una semana, con todos sus días y todas sus noches, lloró sin parar por sus faltas, por sus errores, por sus pecados, por sus miserias y cobardías. Todo su cuerpo tembló y se estremeció de miedo y llegó a pensar que nunca volvería a ser normal. Sus muebles se oscurecieron, las paredes de su casa cambiaron de color y el cielo se nubló por completo. Los días se hicieron noches y las noches siguieron siéndolo, y decidió no moverse de la cama. Al séptimo día se levantó con el rostro seco y se sintió limpia como nunca antes se había sentido. Nunca más volvió a llorar lágrimas negras. Nunca más volvió a tener miedo. Nunca más volvió a llorar. 

La desconocida

01.09.2013 12:06

No tenía miedo a la oscuridad. Ni siquiera cuando era un niño le había tenido miedo nunca. Pensaba que era algo natural. Tampoco tenía miedo a estar solo. De hecho, vivía solo. Huía de compañeros de piso y tan sólo aceptaba alguna visita esporádica que se quedara a pasar la noche. Ni parejas, ni familia, ni amigos. Él era su mejor compañía. Cuando llegaba a casa del gimnasio, tras una larga jornada de trabajo, lo primero que hacía era abrir una cerveza y tumbarse en su sofá a disfrutar del silencio. A veces leía un libro. Otras tan sólo se recreaba en la tranquilidad y la paz de su propio hogar. Una tarde, al llegar a casa, se la encontró de frente. Estaba sentada en el sofá, con la mirada algo perdida y la piel blanca, palida como la misma luna. "¿Quién eres? ¿Qué haces en mi casa? ¿Cómo has entrado?", las preguntas se le agolpaban en los labios de tan deprisa que las quería realizar. Ella sonrió y contestó en voz ténue: "Siempre he estado aquí. Siempre he vivido aquí". "¿Qué estás diciendo? Esta es mi casa", casi gritó él. "Y cómo no te vayas llamaré a la policía". "Haz lo que quieras, aunque sería bastante descortés. Llevo años viviendo aquí, llevo años viéndote entrar y salir de mi casa y nunca he dicho nada. No he protestado. Tal vez porque me gustas un poco y me venía bien tener compañía", dijo ella. Su ropa de puro blanca resultaba molesta a los ojos y constrastaba intensamente con un pelo negro azabache con reflejos azulados. "Estás loca. Esta es mi casa. Vivo solo y no te he visto en mi vida", vociferó indignado. "Tal vez no me has querido ver. Tal vez nunca me has querido ver. Vivía aquí cuando eras un niño y tus padres estaban vivos. Te acariciaba la cabeza por la noche para que te durmieras, para que no tuvieras miedo. Te abrazaba fuerte cuando llorabas porque alguna chica te había dejado. Te sostuve la mano cuando tus padres murieron. Siempre he estado aquí, soy parte de ti. Una parte que habita en tu interior y que no quieres descubrir. Soy tu miedo a lo desconocido. Soy tus pesadillas. Tu mejor amiga, tu terror favorito. ¿De verdad no te acuerdas de mí?". Una duda se adueño de todo su cuerpo, de toda su menta. ¿Qué estaba diciendo aquella mujer? ¿Quién era? Y, ¿por qué motivo le parecía vagamente familiar? No era capaz de articular palabra. Tan sólo pudo sentarse en el sofá y dejarse acunar por aquella bella extraña con la que tan cómodo comenzaba a sentirse. ¿O tal vez siempre se había sentido así por ella? Cerró los ojos y se dejó vencer por sus frías caricias. Cerró los ojos, y se dejó llevar por un placentero terror que no había sentido jamás. 

El plato de comida

31.08.2013 20:44

Ese plato era infinito. O eso le parecía a él. Cada vez que se llevaba un trozo de comida a la boca y volvía a mirar hacia abajo, se le antojaba que la cantidad que le quedaba en el plato era aún mayor. "No quiero más verduras mamá", suplicó. "Cómetelo todo", contestó incorruptible su madre. "Pero...". "Todo". Otro bocado más, sus dientes trituraban el contenido de una manera monótona y eficaz, y su estómago recibía el presente sin demasiado entusiasmo. "LLevas una hora con un filete y unas verduras, acaba", la voz de su madre era implacable. Otro bocado más. El plato había vuelto a crecer. "Mamá cada vez tengo más", protestó. "Siempre tienes lo mismo, que no es igual, y eso es porque no comes. Acaba". Pinchó un nuevo trozo con su tenedor y se quedó mirando al plato concentradamente, convencido de que en un momento dado vería multiplicarse el filete o las judias  verdes. Nada. Se lo acercó lentamente a la boca mirando en todo momento al trocito de plato que había quedado vacío. Nada. Suspiró y comenzó a masticar. Ahí, ahí estaba, el plato había vuelto a crecer. "Mamá, ven, corre". "Acaba y dejame en paz". Con ese plato imposible podrían acabar con el hambre en el mundo. Podrían alimentar a pueblos enteros durante años. Podrían alimentar a todos los animales del zoológico y se acabarían los problemas. Podrían poner un restaurante con un sólo plato en el que, además, no tendrían que fregar nada. Todo eran ventajas. Mamá tenía que darse cuenta de lo que ocurría. Mamá tenía... Mamá tenía... "Venga, venga, te has quedado dormido encima del plato y está igual que al principio, come de una vez". Sorprendido ahogó un bostezó y miró hacia la comida, que no había sido tocada siquiera, con la seguridad de que no lo había soñado. El plato crecía.

El Sillón

30.08.2013 19:09

Adoraba ese sillón. Era su rincón favorito de la casa.Su lugar en el mundo. Su espacio. Cuando llegaba del trabajo cada día, se tiraba, literalmente, sobre él. Sus muelles habían soportado sus peores y sus mejores momentos desde que era sólo un niño. De alguna extraña manera, siempre se había sentido unido a él, fuera cual fuera su tapizado, con el paso de los años, de las modas... siempre había estado en casa. El sillón había sido de su abuelo, tenía sus años. Después lo heredó su padre, y ahora, había llegado hasta él. En las mañanas en que estaba en casa, haciendo limpieza o arreglando alguna cosa, parecía observarlo. Parecía llamarlo: "Ven,ven, siéntate". Sabía que era un disparate. No estaba loco, no podía explicarlo tampoco, pero realmente sentía esa conexión con aquel mueble. "Tienes una relación muy insana con ese mueble", le decía su ex mujer. Ella no entendía nada. Qué podía saber ella de sus recuerdos, de su pasado. Nada. Cada día que pasaba era mayor la necesidad de disfrutar más horas alli sentado. Comenzó a pasar algunas noches allí, viendo la tele, sintiendo el pinchazo de sus muelles rotos sobre las costillas. Comenzó a sentirse incapaz de ir a trabajar algunas mañanas. Cada vez más. Se sentía parte de aquel objeto. Ambos eran lo mismo. Dejó de levantarse para coger el teléfono, para abrir la puerta, para ir a comprar. Dejó de levantarse del sillón para cocinar, para comer... Sus conocidos y vecinos tocaban a la puerta para saber qué le pasaba, para entender porque no iba a trabajar, porqué no cogía el teléfono, y él les decía que estaba bien. "No os precupeis, estoy cansado, pero contento... mejor que nunca". Lo encontraron allí, acurrucado, arropado con una vieja manta, con todo su cuerpo echado sobre el viejo mueble. Lo encontraron de la misma manera que en su día encontraron a su padre, y antes a su abuelo.Muerto con una mueca de felicidad en la cara. 

 

 

 

La niña de las lágrimas

28.08.2013 18:31

Lloró tanto, tanto, tanto, que pensó que su cuerpo no podía albergar más líquido. Era increíble la cantidad de lágrimas que podían verter aquellos ojos verdes, tan jóvenes, con tantas cosas todavía por ver. ¡Es sólo un amorío hija, se te pasará!, le decía su madre. Y no es que no la creyera, no. Era su madre y era mayor y los mayores y las madres de esas cosas saben. Es que no podía parar de llorar. Todo le recordaba a aquello. Una hoja de papel, una canción, una chaqueta, los cereales del desayuno, y todo le hacía llorar. Por la mañana, por la tarde, por la noche; dormida y despierta. Lloraba en todo momento, durante días, durante semanas, durante meses. "Hija tienes que parar ya... ¡sólo tienes quince años!!! Conocerás mil chicos como él. Y ella volvía a llorar al recordar todas las veces que iba a su casa, y mientras lo escuchaba hablar sin parar de cosas absurdas, podía disfrutar a sus anchas mirando a su preciosa hermana mayor, una pelirroja de ojos castaños que siempre le dedicaba una sonrisa de oreja a oreja. "Cada día estás más guapa", le decía. Y ella, al acordarse volvía a llorar. Lloraba porque nunca volvería a verla, porque nunca se atrevería a decirle lo que sentía, ni a ella, ni a su madre, ni a su padre... Sus lágrimas rodaban por sus mejillas de manera tan vertiginosa que el agua salada formaba cataratas al resbalar por su rostro. Creo que soy la chica más triste del mundo, se dijo, y se tapó con una vieja manta de lana, no tanto para cubrirse como para no ver todo aquello que no le gustaba del mundo. Un fuerte timbrazo la despertó de un sueño pesado y plomizo, se levantó del sofá, arrastrando sus pies hacia la puerta, y al pasar delante del espejo se asustó al ver su propio reflejo: la cara ojerosa y llena de rojeces producidas por la propia humedad de sus lagrimas. Al abrir la puerta y ver su brillante melena rojiza lo primero que pensó es que seguía soñando. "¿Eso es por el bobo de mi hermano?", le preguntó con cara de susto al verla. Como pudo, negó con la cabeza. Un silencio ligero ocupó toda la estancia, esponjándose cómodamente en el ambiente. "¡Qué susto! Vístete y lávate la cara que te invito a tomar algo... venga!". Escaleras arriba, con una sonrisa de oreja pintada en la cara, iba pensando porqué, hasta hace apenas unos minutos, no podía dejar de llorar. "Pues sí que es verdad que las penas pasan antes de lo que parece. Su horizonte, de rizos rojizos ingobernables, le parecía más prometedor que nunca.

 

Muerto 1

27.08.2013 16:39

No vio nada especial. No sintió nada especial. Es decir, nada de lo que él siempre había imaginado que pasaría. Ni oscuridad, ni seres queridos esperándote para abrazarte, ni luz al final del túnel. Nada. Sólo silencio y una pesadez muy grande en los párpados. Un cansancio infinito y una voz que le decía, "no luches más", "descansa". Y eso hizo, se dejó se llevar, cerró los ojos y no volvió a abrirlos. Al menos su cuerpo humano no volvió a hacerlo jamás, porque él estaba allí viéndolo todo y a todos. Asombrándose con la cantidad de gente, que apenas conocía, y le lloraba a mares, y buscando inútilmente a alguno que sí pensaba que le apreciaba, pero, finalmente, parecía que no tanto. Estaba muerto. En el otro lado. Fiambre, a pesar de lo mal que sonaba eso en el lado en el que él se encontraba ahora, pero no por eso era menos verdad. Estaba fuera de este mundo y ni siquiera había podido hacer la mitad de las cosas que se había planteado hacer en él. Aún no había encontrado la mujer de su vida. En realidad, había encontrado cientos, pero no eran ella. Eso se sabe, y así se lo dijo a todas. Ahora mismo se hubiera conformado con cualquiera de ellas. Pero era tarde, suponía. No había plantado un árbol, ni escrito un libro, ni tenido un hijo... ¡No había visitado la ciudad de los rascacielos! Se le ocurrían todo tipo de posibilidades ahora ya inalcanzables y, probablemente justo por eso, se le antojaban más deseables todavía. No vio nada especial, no sintió nada de particular. "Es raro estar muerto", se dijo. Es, pensó, como un domingo de lluvia interminable, sin fútbol, sin plan. Tampoco hay nadie por aquí al que pedir explicaciones... Es raro estar muerto, será cuestión de ir acostumbrándose.

Amor eléctrico

26.08.2013 14:25

Eran imanes. Polos opuestos que se atraían irremediablemente a pesar de estar situados en líneas de fuego contrarias. Eran imanes. Al menos, al principio. Cuando, saltándose todas las reglas del juego, dejaron a sus respestivas medias naranjas para unirse, dejaron de serlo. Se convirtieron en una corriente eléctrica de alto voltaje. En una fuerza de la naturaleza desatada. Cuando sus cuerpos se unían, era tal la electricidad que pasaba entre ellos que podían iluminar un edificio completo durante horas, durante semanas, durante meses. Eran eléctricos. Cuando paseaban juntos por la calle emitían una suerte de energía contagiosa y, a su paso, la gente se besaba, se abrazaba y se sentía inmediatamente feliz. Generaban sin quererlo orgías en mitad de los parques, de los geriátricos, de los consulados. Eran titanes. Era tal la fuerza que desprendían cuando estaban juntos que podían solucionar conflictos ancestrales sin proponérselo. Tan sólo con estar en algún lugar determinado su pasión irradiaba energía positiva. Cuando llegó el final, porque todos los finales llegan antes o después, no nos engañemos, se despidieron calmados, extrañamente sosegados. Se besaron en la mejilla y apenas surgió un chispazo entre ellos. Ni un calambre o un cosquilleo. Por separado, siguieron con sus vidas, más apagadas, más monótonas. Más normales. Pero continuaron porque, así es la vida, siempre sigue su camino. Sus vecinos volvieron, finalmente, a recibir en sus buzones el recibo de la luz a fin de mes. Después de nueve meses sin tener que abonarla, sintierion su ruptura, claro está. Es lo que tienen las grandes pasiones que son sólo temporales. Es lo que tienen los amores eléctricos, que suelen acabar en cortocircuitos

Su tiempo

23.08.2013 11:07

No tenía mucho tiempo para nada. No tenía tiempo para nadie. Era un hombre muy ocupado. Estaba trabajando cuando murieron sus padres. Estaba trabajando cuando nació su hija. Incluso su primer divorcio le pilló en una reunión. Al segundo no acudió por voluntad propia, no le apetecía perder el tiempo en tonterías. Era un hombre muy ocupado. No perdió jamás el tiempo en leerle cuentos a sus hijos cuando eran niños y ahora no lo hubiera podido hacer por sus nietos ni aunque hubiera querido, porque estaban ya lejos de su alcance. No leía libros porque le parecía una total y absoluta perdida de tiempo, tampoco iba al cine, y apenas comía. Cuando lo hacía siempre lo hacía en un restaurante o en una cafetería porque comprar, y más aún cocinar, no entraba en su lista de prioridades que merecieran la pena. Se casó desde muy joven con su trabajo y ése fue siempre su único amor, el único al que era fiel y al que él mismo se sentía capaz de ser leal. No tenía amigos. ¿Para qué?, se preguntaba. Siempre exigen más de lo que pueden dar. Era un solitario por voluntad propia, ateo y descreído de todo lo que le rodeaba. Un ser asocial, muy exitoso, en cambio, en el terreno profesional. Tal vez por ese mismo motivo. Esa noche, después de una cena de negocios a la que no se pudo negar, pasada la medianoche, fue a su oficina. La hora de las brujas, decía su madre cuando era niño. Cuántas tonterías decía su madre, y su padre, y sus mujeres, y sus hijos, y sus profesores, y sus compañeros de trabajo. Cuántas tonterías decía la gente en general para ocupar sus horas de manera improductiva. Se sentó en su cómodo sillón de cuero, elegido y adquirido por su secretaria, pendiente de manera eficaz de hasta el último detalle de su existencia, y miró por el amplio ventanal de su despacho. En la torre más alta de la ciudad, tenía una clara perspectiva de lo que ocurría a sus pies. Se encontraba en el ojo de un auténtico faro si es que le hubiera interesado ser vigía de algo que no fuera él mismo. Oyó un ruido y se levantó de un salto. Era imposible. Estaba sólo. Él mismo había abierto la puerta de entrada al inmueble y el portero de noche jamás entraba en las dependencias de la empresa. Se levantó y caminó por el pasillo encaminando sus pasos hacia una tenue luz que se vislumbraba tras la puerta del cuarto de la fotocopiadora. Abrió la puerta y vio que la máquina estaba funcionando. "Algún inútil se la ha dejado encendida", dijo en voz alta. "Mañana ya pondré en su sitio a estos vagos, que no saben hacer nada bien. Yo a su edad...". Apagó el aparato, apagó la luz y volvió a su oficina. No había llegado a entrar cuando escuchó de nuevo un ruido. Giró sobre sus propios pasos y volvió a ver la misma luz en la sala de fotocopias. "Es imposible", la acabo de apagar. Volvió a la estancia y vió con sus propios ojos como la máquina se estaba reiniciando. "La acabo de apagar", se dijo. "Me habrá parecido que lo hice y no llegué a hacerlo. Tengo que dormir más", se aconsejó a sí mismo, quitándole importancia al asunto. Apagó y desenchufó la máquina para evitar confusiones y volvió a salir. No había dado dos pasos cuando el ruido se inició de nuevo. "Es imposible", dijo ya en voz alta. "No puede estar encendida". Pero al entrar vio con claridad que la máquina estaba, no sólo encendida, sino en pleno funcionamiento, arrojando con violencia folios por toda la sala. Anonadado y perplejo, se agachó para recoger uno de los papeles que volaban por el cuarto. En él sólo había unas palabras escritas en austera tinta negra: "Se acabó tu tiempo y no has sabido aprovecharlo". Cogió otro papel, el mismo mensaje se repetía, una y otra vez en todas partes. No puede ser, esto es una broma de mal gusto, no puede ser...".  A la mañana siguiente lo encontraron, aparentemente dormido, sobre el último informe de su compañía. "Ha sido un infarto", certificó el médico de la empresa. "Se nos va un hombre", señalaron sus superiores, "que ha dedicado a esta empresa lo mejor que tenía: su tiempo". 

Nadie

21.08.2013 10:09

En algún momento del camino, olvidó su identidad. Demasiados problemas acumulados tal vez. Demasiadas preguntas sin respuesta. Problemente más sinsabores a sus espaldas de los que querría recordar. Los recuerdos, en ocasiones, son una maleta pesada que arrastrar por un desierto sin fin. Es mejor olvidar. Es mejor dejar la mente en blanco y seguir caminando. En algún momento de su vida, olvidó quién era. Quién quería llegar a ser. Olvidó sus sueños, sus esperanzas, sus ilusiones. Olvidó los motivos por los que cada día se levantaba temprano. Olvidó las metas que guiaban su lucha. En algún momento de su destino, dejó de ser él, y prefirió no ser nadie. Ni bueno, ni malo. Ni fiel, ni infiel. Ni querido, ni odiado. Nadie. En algún momento del sendero, dejó tras de sí los besos apasionados, las caricias, las historias de amor y desamor sin concluír. No quería recordar nada. No quería sentir nada. En algún momento del camino se convirtió en Nadie, y como Nadie siguió viviendo una vida vacía de equipaje. Sin amor, sin odio, sin nada. Y siguió avanzando hacia delante porque, las cosas son así, nunca se puede dejar de avanzar. 

Calor

17.08.2013 10:18

Era tanto el calor que, tumbado en el suelo de su habitación, pensó que podía llegar a fundirse con los baldosines. En la madrugada de aquel día de agosto, no encontraba aire para respirar en ningún lugar de la casa. Ni en la cocina, ni en el baño, ni en la terraza, ya que la escasa brisa que hacía acto de presencia, entre tímida y cobarde, era ardiente como el fuego del mismo infierno. Salió descalzo a la calle, intentando sentir la humedad del cesped en la planta de los pies, pero ni siquiera pudo lograr algo tan poco ambicioso. El manto verde que antaño cubría la entrada de su vivienda como si de una alfombra se tratara, se había vuelto reseco y de un tono entre marrón y amarillento que no dejaba lugar a dudas. Si hubiera olfateado un lejano aroma a azufre ni siquiera le hubiera extrañado, tan convencido estaba de que el infierno había subido a la tierra. Caminó y caminó hasta toparse de bruces con la piscina de la comunidad. Azul, inmóvil, sugerente y atractiva como nunca nada en el mundo le había parecido. Se quitó la camiseta que llevaba puesta a modo de pijama y se lanzó al agua, sin ropa alguna. El frescor relajante le invadió al momento. Y se dejó llevar hacia el mismo corazón de ese frío, inesperado, que se le antojaba el manjar más apetecible del mundo. Buceó y buceó hasta las mismas entrañas de la piscina y cuando parecía que iba a tocar con el suelo de la misma, ésta se amplió aún más como si de un agujero negro, en este caso azul turquesa gracias a los focos que la iluminaban aún en la noche más oscura, se tratara. Siguió avanzando más y más, inmensamente agradecido por el frío que sentía en la piel, y picado por una intensa curiosidad. ¿A qué extraño lugar le llevarían sus brazadas? Cuánto más avanzaba, mejor se sentía. Se acabaron los problemas. Se acabó el calor. Se acabó. Se terminó... "Era sonámbulo", dijeron a la mañana siguiente quienes le encontraron flotando boca abajo en el agua calmada de la piscina. "Era sonámbulo", repetían al dar la vuelta al hinchado cadáver en cuyo rostro se podía adivinar una curiosa mueca de felicidad. 

Libros

13.08.2013 11:20

Desde niño supo que tenía el poder de vivir las vidas de otros. De conocer nuevos mundos y experimentar sensaciones hasta entonces le habían sido desconocidas. Era lógico, se crió en una librería y, desde que tenía uso de razón, los libros habían sido su razón de existir. Vivía más dentro de sus páginas que en el mundo real. Sabía, como pocos niños en el mundo saben, que, si lo deseaba, podía volar hasta el país de Nunca Jamás o bucear hasta tocar con sus dedos el mismísimo Nautilus. Sabía que había cosas que no podía hacer porque su conciencia, Pepito Grillo, no se lo permitiría. Sabía que había villanos, piratas, ladrones y bellacos malísimos que siempre se las ingeniaban para idear nuevas estratagemas encaminadas a cosas tan lógicas como destruir el mundo, pero también era consciente de que había príncipes, princesas, espadachines, rufianes con buen corazón, héroes de todo calado que se lo impedirían. Pronto conoció a los clásicos, y la novela negra, y las diferentes generaciones de grandes escritores españoles, europeos, americanos, asiáticos, africanos, oceánicos... no le quedó un libro por descubrir. Pronto se dio cuenta de lo decepcionando y nauseabuendo que podía ser el mundo y se refugió en la literatura. Nada nuevo. Nada que no hiciera antes el desquiciado y genial hidalgo Adolfo Quijano, más conocido para todos como Don Quijote. Su amigo. Su mentor. Comenzó a confundir la realidad con la ficción y nada fuera de los libros tenía ya sentido. Porqué horrorizarse viendo el telediario si podía volver a soñar cada día leyendo novelas, teatro, ensayo, poesía, se preguntaba cada día. E iba pasando su vida, de la introducción al epílogo, de la primera a la última página de cada nuevo ejemplar. Su casa estaba inundada por libros de toda clase, tamaño, género, color y valía. Desde auténticos incunables a ejemplares de librero viejo comprados por menos que nada; de últimas edicciones a nuevas publicaciones recién descargadas de internet. De lujosas ediciones a destrozados libros sacados de la basura. Comprados u obtenidos de forma ilegal, su vida, su mundo, su universo, era la literatura. Nada le interesaba fuera de las páginas de un libro y por eso, justo por eso, descuidó la librería familiar y se arruinó. Sus escasas rentas, fallecida ya toda su familia, se convirtieron en nada y su casa pasó a estar en poder de otros. Daba igual de quién. Daba igual todo. Cogió todas sus posesiones, las metió dentro de la vieja camioneta familiar, y gastó sus últimos céntimos en gasolina. Inició así el primer y único gran viaje de su vida, llevando consigo todas las posesiones materiales que le interesaban: los libros. Entre ellos, sepultado bajo su peso, acariciado por sus páginas, refugiado entre sus historias, le encontraron unos niños que jugaban en la playa. En su rostro marchito, descubrieron la mirada perdida de un soñador que ya se encontraba muy lejos de allí. Probablemente, en algún punto indefinido de Nunca Jamás. Probablemente en un lugar mejor. 

En el fondo

13.08.2013 09:04

No tenía sentido. Ningún sentido. Tan poco sentido como tantas otras cosas que ocurren en la vida. Pero, ahí estaba. En lo más profundo del océano sin que probablemente nadie antes lo hubiera visto. Prácticaba submarinismo desde que tuvo edad suficiente para hacerlo. Le relajaba. Allí abajo, en las profundidades del mar, se sentía en paz consigo mismo. Con el mundo. Todos los problemas del pasado y las preocupaciones constantes que le deparaba su futuro dejaban de tener importancia. Cada semana encontraba un hueco en su agenda para salir a dar un paseo con su pequeño barco y cuando estaba suficientemente alejado de la costa hacía una inmersión, más o menos larga, dependiendo de lo interesante que fuera su paseo. Procuraba cambiar el recorrido en cada ocasión y aunque sabía que no debía ir sólo, no era capaz de compartir ese momento con nadie. Era suyo. Su momento mágico y particular. Nada había de particular en aquella inmersión. Había ido sólo, como siempre, se había alejado de la costa, tal vez un poco más de lo habitu, en busca de nuevos fondos en los que introducirse. De nuevos mundos que explorar. La bajada se inicio con normalidad. Fue entonces, en un momento indefinido de la práctica, cuando lo vio. Cuadrado, enorme, pesado y anillado por una pesada cadena metálica aparentemente inacabable. Lo primero que pensó fue en un bloque de hormigón, una losa terriblemente grande, pero sabía que no tenía sentido que hubiera ido a parar a ese punto del océano. Y, ¿por qué estaba encadenada? Pasó tanto tiempo mirándola que casí no se dio cuenta de que se le terminaba el oxígeno, y subió raudo a la superficie. Estaba agotado. Subió al barco y se sentó resollando a descansar. ¿Qué era aquello? No lo había podido ver con total claridad, pero tampoco se atrevía a seguir bajando por miedo a no ser capaz de regresar. Parecía, parecía un enorme y pesado tapón del océano. Un tapón que, de moverlo, ¿vaciaría todas las aguas del mar en un desagüe inimaginable? ¿Qué era eso? Mañana volvería a bajar. Tenía que existir una explicación lógica, acorde con el mundo racional que conocía. Mañana, mañana resolvería el misterio. 

 

Café

10.08.2013 09:57

Le gustaba el olor a café recién hecho nada más despertar. A pan recién horneado. Lo añoraba. Le recordaba a su infancia, cuando su madre se levantaba al alba para dejar todo preparado para el resto de la familia. Empezaba por hornear pan. Cada día lo amasaba con sus manos expertas, le daba forma, lo dejaba reposar y lo metía en el horno. Después hacía café y empezaba el resto de las faenas de la casa. Más tarde, cuando ya era adulto y desayunaba cada mañana en la calle, en algún café de camino al trabajo, el olor de café recién hecho le devolvía la imagen de su madre. Era inevitable. La recordaba joven, con su eterno melena recogida en alto y sonriendo. Siempre sonriendo. Se fue demasiado pronto para recordarla de alguna otra manera. Ahora, ya en la vejez, cada mañana hacia café sólo para recuperar su imagen siempre ligada al torrefacto aroma del negro líquido humeante. Ni siquiera le gustaba el café. Tampoco a ella le había gustado nunca. Su intenso y aromático olor se había convertido, tal vez siempre lo fue, en el puente de unión entre ambos. 

La peluquera

03.08.2013 19:36

Cada vez que iba, se sentaba dónde le indicaban, cerraba los ojos y se dejaba llevar por la agradable sensación que le invadía. Le gustaba mucho ir allí. El jabón, el agua fría o caliente cayéndole por el pelo, el suave tacto de la toalla en su cabeza, el ruido de las tijeras... se dejaba llevar, convencido de estar en buenas manos. Ella era guapa, de enorme sonrisa y grandes rizos castaños. Sus manos, grandes, delgadas y, a su parecer, sabias, se movían con vida propia haciendo y deshaciendo en las cabezas de sus clientes. No era de las que hablaba mucho. Al contrario, sólo acariciaba y mimaba los cabellos de sus clientes. Era lo único que le interesaba, no sus ideas. Para ella sólo tenía aliciente lo que había sobre sus cabezas, no lo de dentro. Un día se fijo en que su manera de proceder no era la misma con todos sus clientes. Los que, como él, iban a disfrutar de un buen rato en sus dominios, recibían un trato delicado y cuidadoso. Los que no hacían más que quejarse y despotricar de todo lo divino y lo humano, recibían un trato "especial". No es que les cortara mal el pelo, no se trataba de eso. Los dejaba igual de guapos y bien peinados, pero él se dio cuenta de que les quitaba algo. No algo tangible. No es que les robara, no se trataba de eso. Era otra cosa que no sabía explicar. Cuando esos mismos clientes volvían, no tenían tan mal humor. Algo había cambiado en ellos. Un día que fue bastante más tarde de lo normal y se quedaron solos, ella tuvo que salir un momento del establecimiento y le encomendó su cuidado a pesar de estar ya cerrado al público. "No tardaré más de cinco minutos", le dijo. Impulsado por algo que no era capaz de definir, se levantó de su butaca de un salto cuando oyó cerrarse la puerta y el ruido de sus afilados tacones a lo lejos. Pasó a ña estancia contigua y repasó con la vista cada una de las estanterías. Nada. Nada raro, al menos. Abrió los cajones, uno por uno. Nada. Ya iba a darse por vencido cuando vio una pequeña estantería, llena de champús y suavizantes. Junto a ellos había unos pequeños botes con pegatinas indicativas. "Malos pensamientos de Doña Carmen", "Malhumor de Don Joaquín", "Xenofobia de Jaime", "Mal carácter de Rosa"... En su interior, tan sólo se dejaban desmallar pequeños mechones de pelo. Volvió a sentarse en su butaca cuando oyó sus pasos de regreso. "¿Tardé mucho?". "No". "¿Te dio tiempo al menos a satisfacer tu curiosidad?", le preguntó con una enorme sonrisa y añadió. "Todos podemos mejorar el mundo a nuestra manera". Y volvió a acariciar su pelo, con esas manos suaves y esos dedos largos que tanto le gustaba sentir en su cabeza. 

O mueres o matas

01.08.2013 17:38

En la vida o mueres o matas. O matas o mueres. Así son las cosas. Nadie te explica qué va a ser de ti cuando llegas a este mundo. Venimos sin instrucciones. Nacemos con dolor, provocando dolor y sufriendo. Morimos con dolor, provocando dolor y sufriendo. Eso es la vida. No hay más. A veces, si eres un hombre, o una mujer, con fortuna, a veces te llega el amor. Uno grande y apasionado, inmortal y casi siempre dañino, o uno pequeño, suave, manso y, finalmente eterno. El amor es así, no se sabe cuándo llega, ni cómo, ni porqué. Ni siquiera si tendrás la suerte de que te llegue. Al destino le gusta jugar con nosotros. Es así. No hay más. Te enamoras de quién no debes y te ama aquél qu eno quieres. Es así. En el amor, como en la vida, o mueres o matas. O matas o mueres. Sin dramatismos. O con toda la tragicomedia del mundo. El amor es así. El amor entre un hombre y una mujer, entre dos mujeres, entre dos hombres. El amor con mayúsculas. Siempre hay uno que quiere más que el otro, o es el otro el que ama más que tú. En ocasiones, si tienes suerte, los dos amáis a la vez. Con idéntica pasión. Con la misma intensidad. Con igual desatino. Con toda la locura que requiere un amor verdadero. Único. O mueres o matas, o matas muriendo o mueres matando... ¡Qué cosas! Todo lo bueno duele. Por eso, tal vez por eso, merece tanto la pena disfrutarlo. Si consigues no morir, y no matar; si consigues amar con todas tus fuerzas sin que te duela; si consigues todo aquello que te has propuesto en este sinsentido que es la vida, lo más hermoso y extraño que poseemos, si tienes esa fortuna, no pienses en nada. Degústala. Saboréala. Sin dramatismos, o con todos los del mundo. 

No sabía escribir poemas de amor

29.07.2013 19:46

No sabía escribir poemas de amor. Ni cartas apasionadas que revelaran su secreta pasión por ella. No sabía. Tampoco era capaz de poner sobre el papel sus sentimientos más puros. Imposible. A duras penas era capaz de expresarlos con palabras, algo que se volvía imposible si ella estaba delante. Si la veía de lejos las cosas se le caían de las manos y su voz comenzaba a jugarle malas pasadas. No sabía como llamar su atención pues todo su cuerpo, y también su mente, se lo impedían. No sabía escribir poemas de amor. Nunca había sabido. Nunca se había enamorado, también es verdad, y la idea no se le había pasado jamás por la cabeza. Pero ahora... ahora las cosas eran distintas. Necesitaba poder expresar todo lo que sentía y no podía. No sabía. La simple idea de un mundo, una eternidad, sin ella, le aterraba. Sus manos eran torpes y de movimientos lentos, salvo cuando cocinaba. Cuando empezaba a idear una receta todo su cuerpo, y también su mente, se volcaba por completo y sus dedos se tornaban ligeros, ágiles, diestros, dando forma al pan, a los pasteles, a las masas quebradas, a la pasta... sus manos volcaban ingredientes en los pucheros como quién formula pociones mágicas. Sin dudar. Con la seguridad absoluta del que sabe que eso, eso no le puede salir mal jamás. Así fue como ella se enamoró de él. Lo vio un día, cuando paseba por la calle ancha y su olfato la llevó derecha a un pequeña ventana de un sótano. Agachada, mirando por un pequeño resquicio, vio como amasaba la harina, como troceaba los ingredientes y luego los salpicaba, los hacía volar, los transformaba en algo nuevo, mejor, diferente y quiso estar ahí, entre pimientos, tomates y cebollas. Quiso ser la masa del pan, o de la pizza, y estar bajo sus manos grandes y diestras. Cuando él la vio, al mirar hacia arriba en un descuido, los ojos de su amada le revelaron que ya no tenía nada que decirle. Ella ya lo sabía todo. 

El festín

22.07.2013 20:01

Se despertó de golpe, sobresaltado, asustado. Se sentó sobre la cama y dejó que sus ojos se fueran acostumbrando a la luz de la mañana. Poco a poco el sueño fue resbalando de su cabeza y se dio cuenta que se había despertado al oír un fuerte golpe seco. Atronador. Algo así como si el mundo se hubiera desplomado a sus pies. Pero, en apariencia, todo estaba en su sitio. Se levantó despacio, dejando a su cuerpo acostumbrarse al nuevo día, sin prisas. Corrió despacio la pesada y opaca cortina que separaba sus noches de sus días, y contempló como el edificio que siempre había estado al otro lado del parque estaba siendo demolido. Un equipo de trabajadores se afanaba en hacer las cosas bien y corría de un lado para otro ultimando detalles. Algo en su interior se removió y le exigió ver aquello en directo. Tras un rápido encuentro con el agua fría de la ducha y un café mal bebido, bajó a la calle, poniéndose la camiseta por la escalera. Cruzó el espacio que separaba ambos inmuebles y se sentó en uno de los bancos del parque a ver qué ocurría. No tardó mucho en darse cuenta de algo que, al parecer, nadie había notado. Un obrero manejaba, aparentemente, una enorme grúa que era la encargada de ir retirando los escombros que arrancaba. El brazo alargado de la grúa concluía en una enorme boca de acero que se abría para comerse a mordiscos el edificio. Todos pensaban que era el hombre el que manejaba a aquel monstruo, pero él veía claro que era la grúa la que dirigía la operación con auténtica voracidad. Con indiscutible glotonería. Con precisión. Sabía lo que quería en cada momento, y lo cogía. Era como un festín sin final, como un buffet libre sin condiciones. La boca iba engullendo hormigón y cristales y vigas retorcidas y las almas encadenadas a sus paredes se escondían en los recovecos que iban quedando tras la masacre. Las historias vividas, las esperanzas truncadas, los sueños realizados, los que nunca llegaron a hacerse reales, los niños que se convirtieron en hombres, las novias que fueron esposas, los abuelos que jamás tuvieron nietos... todo se truncaba en polvo y en suciedad y en miseria. En nada. Y la boca de acero continuaba avanzando sin cortapisas. Sin límites. "Creo que van a construir una gasolinera", le dijo un señor mayor que llevaba un rato sentado junto a él en el banco. "Ahí nacieron todos mis hijos, e incluso uno de mis nietos", continuó. "Me dijeron que me tenía que marchar y que me iban a dar otra casita muy bonita, algo más alejada... No me quejo", continuó, "nuestra nueva casa es muy alegre, pero me entristece ver cómo se derrumba los pilares en los que he construido mi vida". No dijo nada más. Ambos continuaron mirando en silencio la voraz dentadura que continuaba, solitaria e impersonal, con la tarea que le habían encomendado, mientras el operario que se sentaba en su interior comía, impasible, su bocadillo de tortilla. "Que pena que a la grúa no le guste la tortilla", pensó el joven, y se dió la vuelta, pensando en que el desaforado atracón que acababa de presenciar le había quitado el apetito. 

El hombre germinado

22.07.2013 18:11

Le gustaban las manzanas. Siempre le habían gustado. Desde que tuvo dientes para morderlas con fuerza. Y le encantaba ese momento en que daba el primer mordisco y la piel de la fruta roja, o verde o amarilla, daba igual porque todas le gustaban, se rasgaba y se quedaba, de alguna manera, desnuda en parte ante él. Para él. Un mordisco blanco, más bien crema, sobre fondo rojo, o verde o amarillo mostaza, que más daba. Adoraba las manzanas. Frescas, sabrosas, intensas. Saciantes. Le gustaban todas. A todas horas. Sin pelar. A veces, incluso llegaba a comerse su corazón. No dejaba nada. Era como comerse la vida a dentelladas. Pura energía. Un día empezó a sentirse raro. Sentía un extraño cosquilleo en su interior. Pensó que sería pasajero, pero se fue intensificando cada vez más. Su cuerpo se llenó de rojeces y el cosquilleo se transformó en una suerte de picor incesante que no podía soportar. "Deberías ir al médico", le dijo su esposa. No lo pensó dos veces, y en poco menos de una hora estaba sentado frente a un facultativo que examinaba su cuerpo con cara de pocos amigos. "Sí, sí, es una dermatitis, pero hay que saber qué la ha provocado... ¿ha comido usted algo raro últimamente?". "No, no, nada que yo recuerde. Soy de hábitos muy poco variados. Desayuno fruta, manzanas siempre, como algo de verdura y carne o pescado a la plancha, y ceno fruta, de nuevo manzanas. Me gustan mucho", se sintió necesitado a aclarar. El médico le miró sorprendido, tanto por la frugalidad de su dieta como por su monotonía y falta de interés en la gastronomía". El mismo era un hombre de gustos fastuosos en la mesa. No estaba bien decirlo porque era médico, pero dónde le pusieran una buena carne roja... "No será siempre...", le dijo animándolo a confesar algún pecadillo pasajero. "Siempre". De prontó, el degustador de manzanas, sintió un fuerte ardor en la boca del estómago y, al mismo tiempo, todos sus huesos comenzaron a causarle un dolor infinito. "No sé qué me está pasando", sollozaba mientras se retorcía en el suelo aterrado. El atónito médico no sabía bien que decir, se le pasó por la cabeza incluso que se podía tratar de un loco aburrido. No sería el primero... Sin embargo, su desinterés se tornó en asombro cuando comenzó a ver como de sus orejas brotaban hojas y de sus extremedidades unas pequeñas ramas alargadas que parecían crecer por segundos. "¡¡Le están saliendo ramas!!", exclamó. Trasladaron al paciente en camilla de una punta a otra del hospital y luego de esa punta a la otra de nuevo. Y de nuevo a la contraria. No sabían qué hacer con él. Nunca habían visto nada igual. Frente al escaner, el equipo médico del centro comprobó que en el centro mismo de su estómago una semilla de manzana había germinado y, acunada por los flujos y reflujos del cuerpo humano se había dejado mimar hasta convertirse en un brote que buscaba salidas hacia el sol. Hacía la luz. Hacia la vida. "Señor", dijo el director del hospital con voz trémula y entrecortada, "no sé bien cómo decirle esto... se está convirtiendo usted en un manzano". El paciente, tumbado en su camilla, ya más verde y marrón que color carne, sonrió mostrando unos dientes plagados de hojitas verdes. "Me encantan las manzanas. Siempre me han gustado". Y una gotita de savia rodó por lo que quedaba de su enjuto rostro.

Niebla

15.07.2013 12:59

Cuando salió de casa el mundo se había convertido en un lugar deshabitado. Blanco. Viscoso. Húmedo. O tal vez, tal vez sólo era niebla. La niebla más densa que jamás nadie había visto. Tan espesa que era posible acariciarla con los dedos, empaparse en su falsamente mullida estructura. Comenzó a caminar a ciegas. Resultaba imposible ver nada. Ni siquiera sus propias manos. Ni sus pies. Ni sus brazos. Tal vez, sólo tal vez, él mismo había desaparecido engullido por la espesa neblina. Continuó caminando desorientado y se dió cuenta de que no hacía frío. Sentía la humedad pero el frío que suele ir unido a la niebla. Al revés hacía un sofocante calor más propio del mes de agosto que del mes de marzo. ¿Y si no fuera niebla?, se preguntó. Tal vez, y sólo era una suposición, tal vez había muerto y eso no era otra cosa que el cielo. O el infierno. ¿Quién dijo que el infierno no podía ser blanco y espeso como una copa de nata? De golpe sintió la necesidad de correr. Correr rápido, como alma que lleva el diablo hacia ninguna parte, para comprobar dónde se encontraba realmente. No lo hizo. No se atrevió. Su voluntad se encontraba presa del terror a lo desconocido. Continuó avanzando paso a paso. Despacio, entre preguntas incoherentes que no recibían respuesta. Continuó caminando hasta que no supo adónde se dirigía ni porqué y todo dejó de tener importancia. Sus manos, sus pies, sus brazos, su cabeza, su imaginación... continuó avanzando hacia ninguna parte hasta fundirse del todo con la nada blanca, espesa, densa, infinita.

Desde lo alto

12.07.2013 18:41

Le gustaba ver la vida desde lo alto. Desde arriba todos los problemas parecían minucias, cosas pequeñas sin importancia. Todo lo que parecía fundamental se diluía de alguna manera. Por eso había elegido una torre para vivir. Por eso vivía en un piso treinta. Un poco más cerca del cielo, pero no tanto como para quedar completamente alejado de la tierra. Le gustaba ver la vida desde lo alto. Tal vez por eso aceptó ese puesto en lo alto de un rascacielos. No le interesaba demasiado su trabajo de abogado de empresa pero le encantaba su despacho. Tal vez, con toda probabilidad, no era el mejor motivo para decantarse por una u otra opción, pero era un motivo como otro cualquiera, el suyo. Muchas veces cuando abandonaba su vertiginosa oficina para dirigirse a su "muy elevada" vivienda, se sentaba junto al ventanal del salón, y lo dejaba abierto para sentir el aire. Se servía una copa, generalmente un whisky solo, en ocasiones con una cola, y pensaba sobre lo que había sido su vida. Sobre la gran cantidad de errores, mal entendidos, meteduras de pata, y dolorosas decepciones que le habían llevado hasta ese mismo lugar. Hasta ese mismo momento. Entonces bebía y miraba hacia abajo, a algún punto del infinito que suponía a sus ojos el suelo firme. A veces, por las mañanas, cuando apenas acababa de amanecer miraba hacia arriba, al cielo y envidiaba el vuelo certero de los pájaros. Envidiaba el equilibrio de los gatos saltando de balcón a balcón sin temor a caerse. Tenía celos de las patas de las lagartijas adheridas al techo. Algunos hombres saben que no están dónde deben estar. Que algo está mal en su naturaleza. Equivocado. Él era uno de ellos. Nunca debía haber sido como era. Todo le había salido mal, pero había una explicación: él nunca debió ser un niño. No debió crecer y hacerse un hombre porque él no se sentía así. Él era otra cosa. Diferente al resto. Ni mejor, ni peor. Distinto. Sólo desde allí arriba, sólo y en silencio podía sentirse un poco más cercano a su propia esencia. Una noche, ni más fría ni más calida que las demás, decidió que ya era hora de sincerarse consigo mismo. No podía seguir guardando ese secreto. No podía seguir luchando contra su naturaleza. Miró fijamente a un punto alejado, tal vez una piedra, tal vez no, y aspiró una eterna bocanada de aire fresco. Ahora o nunca, se dijo. Y se dejó caer, con naturalidad, como siempre soñó. Como debía de ser porque él no era un hombre, era un pájaro, un pájaro encerrado en una jaula que no quería comprender. Que no deseaba. Y voló, voló hacia la inmensidad con la seguridad de que todo sería mejor. Mucho mejor.

El dominó

12.07.2013 13:23

Comenzó cuando sólo era un niño. Su abuelo era un gran jugador de dominó y un entregado coleccionista de estos juegos. Vivían en una antigua casa de campo ubicada justo a las afueras de la ciudad. Enorme. Casi un palacio. Cada fin de semana iba a verlos y siempre jugaba con él una o más partidas. Un buen día decidió hacer una gran fila con las fichas de los dominós más viejos y estropeados de la colección. Su abuelo le animó a ello. Le sugirió que usara el sótano y que la fila fuera la más grande que nunca nadie había hecho. Le pareció buena idea y comenzó. Una ficha, otra ficha, otra más, todas en perfecto equilibrio, una tras otra, desafiando la gravedad. La fila comenzó a tomar forma sorteando los objetos amontonados con los años en la enorme estancia que era el sótano. Rodeaban con pericia el biombo japonés adquirido durante la luna de miel; sorteaban de manera ingeniosa el tótem africano de madera de ébano que los abuelos compraron hace siglos en aquel viaje; lograron no rozar la vajilla de porcelana portuguesa que nunca llegó a utilizarse y que cogía polvo desde hace años en algún rincón; la colección de coches de época, los electrodomésticos estropeados que la abuela juraba que algún día llevaría a arreglar... la fila fue creciendo y creciendo de manera sorprendente con el paso de los días, de los meses, de los años... Su abuelo comenzó a comprar dominós de todo tipo para que el reto que ambos se habían impuesto pudiera seguir adelante. Más tarde, cuando comenzó a trabajar, él mismo comenzó a comprarlos. Las piezas se mantenían a lo largo de los años milagrosamente en pie. Único nieto, tras el fallecimiento de sus abuelos, él fue el heredero de todos sus bienes, incluída, claro está, la casa de campo. Cuando se fue a vivir a ella, hombre dado a pocos lujos y de escasas necesidades, apenas ocupó un par de habitaciones, un baño y la cocina en el piso superior y decidió dedicar toda la primera planta, al margen del sótano, a su extraña afición. Las hileras de piezas alineadas en vertical comenzaron a recorrer todas y cada una de las estancias, cientos, miles, millones... todas en pie, todas en equilibrio, desafiando a la vida misma. A la lógica. A la gravedad. Llegó un momento en que tuvo que hacer una entrada al piso superior desde el jardín para no tener que pasar entre las fichas de dominó, dueñas ya absolutas de la mansión. Ninguna ficha llegó a caerse en las ocho décadas que duró su vida. Ninguna. Cuando notó que sus días habían llegado a su fin, se sentó en el suelo, junto a la última ficha de la interminable fila que recorría toda la casa, y la empujó. Todas las fichas empezaron a caer como un castillo de naipes infinito. A desmayarse unas sobre otras, haciendo sonar una música que a sus oídos era pura armonía. Murió allí sentado, oyendo como sus fichas, el único objetivo de su larga vida, le rendían un merecido homenaje. 

La mariposa

11.07.2013 11:46

Nunca le gustaron las mariposas. Reconocía la belleza de sus alas, llenas de brillantes colores. Pero pensaba que en el fondo eran oscuras. Retorcidas. Feas. Sus alas eran tan sólo un engaño. Una apariencia ilusoria que, creía, acabaría por evaporarse. Nunca le gustaron las mariposas. Su aleteo juguetón y revoltoso le ponía nervioso. No las entendía. Envidiaba, en el fondo, su sensación de enorme libertad a pesar de su aparente fragilidad. Nunca le gustaron las mariposas. Nunca. Al menos hasta que una de ellas cayó herida a sus pies. Se había lastimado una de sus alas, de colores anaranjados y rojizos. No podía volar bien. Venciendo una inicial, e inevitable, porque que no decirlo, repulsión, la recogió del suelo y llevó a su casa. Allí le buscó una caja con salida de aire y se metió en internet para saber qué pasos debía de dar para ayudar al animal porque, si bien es cierto que nunca le habían gustado, tampoco se le pasó jamás por la cabeza hacerle daño a ninguna. La alimentó con flores, la cuidó con mimo y acabó por sacarla al jardín para que se moviera a su antojo. Poco a poco fue mejorando a ojos vista. Sus colores, algo ajados por el accidente sufrido, se recuperaron y brillaron con más intensidad todavía. Cuando pudo volar por fín, él se alegró como nunca pensó que podría alegrarse. En esos días, semanas tal vez, aprendió a ver la belleza de su cuerpo de insecto. La luz que transmitía en cada movimiento. La suavidad de su aleteo. Cada tarde la mariposa regresaba al jardín y pasaba horas junto a él. Se posaba en su mano, en su cara, comía de sus flores... Nunca supo cuando comenzaron a gustarle las mariposas exactamente, y tampoco supo explicar porqué motivo no le habían gustado antes. Nunca supo porqué esa mariposa había caído a sus pies. Nunca. 

Velas

10.07.2013 09:58

Las velas son mágicas. Eso es algo que sabe todo el mundo, y si no lo sabe, lo debería saber. Tienen poder. No poderes curativos, ni nada de eso. No. Mucho más importante. Tienen el poder único e irrepetible de potenciar al máximo la imaginación de quienes se dejan seducir por su luz. Las velas generan deseos que no se pueden decir en voz alta cuando iluminan los ojos de una pareja. Provocan terrores innombrables cuando se asoman a la habitación de un niño. Crean nuevos universos entre los amigos más amigos que planifican sus futuras vidas acunados por la música sin sonido que emiten. Las velas son mágicas. Todo el mundo lo sabe. Soplamos y encendemos velas para pedir deseos, encendemos y soplamos velas para cambiar de año, para desearnos mucha más vida por delante. Para amarnos en la oscuridad, para odiarnos sin tener que mirarnos demasiado. Nos protegen cuando todo lo demás falla. Nos iluminan siempre. Y se dejan gobernar a nuestro antojo porque saben, cómo nada ni nadie más lo sabe, que están ahí para servirnos, para alumbrarnos, para guiarnos. Las velas son mágicas. ¿No lo sabían?

Clavos

09.07.2013 09:09

Un clavo. Brillante, puntiagudo, audaz. Poco a poco va introduciéndose en la madera para formar parte de algo más grande. De algo mejor. Así se sentía ella cuando estaba con él. Así se sentía él cuando estaba con ella. Pero eso era entonces, en aquella época en que ambos creían que todo era posible. Que todo su universo podía tener un sentido. Un mañana, un tal vez. Un clavo balanceándose sobre su base como un equilibrista en la cuerda. A punto de caer al vacío, a la nada. Desgajarse del conjunto para dejar de ser un todo y recuperar su ser. Ajado, marchito, triste, desilusionado por todo lo prometido que quedo en el camino. Por todo lo soñado que jamás llegó a ser. Por todo lo deseado inconcluso. Un clavo sin proyectos. Pero, igualmente brillante, puntiagudo y audaz. Sólo necesitó unos ojos que creyeran de nuevo en que todo podía ser. Una mano que le llevara hacia un futuro mejor. Una nueva madera sobre la que construir, tal vez no tan bella, tan vez no tan nueva, pero mucho más firme que todo lo que había conocido hasta entonces. Un clavo. Brillante, puntiagudo, audaz.

Recuerdos

05.07.2013 13:56

Echaba de menos el tacto de su piel. Ese roce casual en cada esquina de la casa, esa caricia pasajera como inespererada o ese recorrido premeditado, y sin excusas, por cada rincón de su perfecto cuerpo. ¿Era perfecto? Tal vez no lo había sido nunca pero él lo recordaba como una mezcla de estatua griega y venus romana. Inalcanzable, inaccesible y, sin embargo, tan cercano. Atesoraba con avaricia sus besos en algún rincón de la memoria, en algún lugar del alma. Esos besos de seda y miel que ella regalaba como sin querer. Sin darle importancia, y tenía tanta. Ahora, lejos de todo aquel pasado enriquecido, probablemente, por el paso de los años, no era capaz de recordar ningún mal momento, ni peleas, ni gritos, ni nada que lograra empañar su imagen. Echaba tanto de menos el tacto de su piel. Tanto. 

La búsqueda

04.07.2013 19:44

Recorrió cada rincón del Universo por conseguirlo. Navegó los siete mares y luchó contra tormentas y maremotos. Se enfrentó al mismísimo Nepturno. Nada era demasiado. Nada era suficiente. Siempre hacía falta más. Surcó los cielos en su busca y el fondo de los océanos. Las entrañas de los bosques. Las dunas de los desiertos. Los corazones de los icebergs. Recorrió el mundo de punta a punta. De norte a sur. De la noche al día. De la madrugada al anochecer de la vida. Desafió al tiempo y al espacio. Retó al mismísimo diablo y, pese a todo el esfuerzo empleado, pese al tesón derrochado, no logró su objetivo. No pudo. No supo. Sólo al regresar de su particular odisea, al sentarse en su sillón de siempre, frente a su chimenea, al levantar los agotados pies para acercarlos al fuego, sólo entonces, se encontró a sí mismo. Tan lejos y tan cerca al fin y al cabo. Orgulloso de haberse enfrentado al peor de sus enemigos, el que cada día le observaba desde el espejo con atroz indiferencia, esa noche, tras siglos de insomnio incurable, esa noche pudo por fin dormir tranquilo. Sin miedo.

Su risa

03.07.2013 10:23

Siempre pensó que su risa era el mejor alimento para el espíritu. Sus carcajadas eran comestibles. Maná del cielo. Sus ojos, enormes y rodeados de pestañas infinitas, se reducían a una línea fruncida y lejana. Su boca, eterno manantial de deseo, se expandía y se hacía grande, inmensa, inabarcable. Pero lo mejor era el movimiento de su cuerpo al reír. Como una cometa al viento, temblorosa pero firme. Siempre segura. Era algo digno de verse. Digno de admirarse. En aquellos instantes la amaba más que nunca. De una manera que, ni tan siquiera, hubiera creído posible. Siempre pensó que su risa era como un café recién hecho tras una noche de fiesta. De resaca. Como un gran baño de agua fría, helada, en el desierto. La parada en el camino. El abrigo en las noches de invierno. Un abrazo en los momentos de infinita soledad. Era su risa, sólo ella, la que calmaba su inquietud en los días malos. La que le hacía pensar que los sueños que parecían haber quedado atrás podrían recuperarse y volver a convertirse en la meta anhelada. Siempre pensó que su risa era el paraíso. Por eso, precisamente por eso, cuando su boca se olvidó de reír, cuando el tiempo marchitó sus ojos y segó sus pestañas infinitas, cuando lo único que quedaba de ella era su recuerdo, la quisó más que nunca. Más que en la felicidad que compartieron, más que en su juventud más preciada, más que la primera vez que la vió. Y aprendió, siempre es posible seguir aprendiendo, que él podía reír por los dos y rescatar, a su manera, una pequeña parte del tesoro más preciado del mundo. Siempre pensó que su risa sería lo último que escucharía. Decidió que, a veces, es mejor no pensar. 

La pecera

01.07.2013 10:08

La pesadilla era recurrente. Una y otra vez se despertaba en la cama, bañado en sudor, convencido de que se encontraba dentro de una pecera gigante. Apresado. Encerrado. Rodeado de tiburones. Sin aire. Se despertaba siempre al límite, cuando pensaba que nunca volvería a sentir el aire en su cara, el viento, la niebla. Por la noche, antes de cerrar los ojos, sufría un momento, apenas un instante, de auténtico terror. Saber que la pesadilla volvería, una y otra vez, le hacía sentir indefenso. Pequeño. Débil. El calor veraniego pegajoso tampoco ayudaba en la tarea de intentar descansar alguna noche. Dormir se volvió algo imposible. Una quimera. Pronto se hizo evidente a ojos de todos. Su cuerpo comenzó a reducirse de manera alarmante. Los huesos se marcaban en su cara como la estructura perfecta que recogía lo que quedaba de su espíritu, de su alma. Los ojos, rodeados de ojeras infinitas, amenazaban saltar de su rostro, como peces tratando de escapar de un charco de lodo. Dejó de hablar. No tenía nada que decir y le faltaban las fuerzas. Incapaz de ordenar sus propios pensamientos, comenzó a faltar a su trabajo. Dejó de salir a la calle. Dejó de ir a comprar alimentos. Fue, poco a poco, dejando de vivir como un ser humano, encerrándose cada vez más en el cubículo de su habitación dónde apenas corría el aire. Por las noches volvía a su pecera, cada vez más reducida, cada vez más pequeña, ya sin sitito siquiera para otros peces, mucho menos tiburones. Sus noches comenzaron a no diferenciarse en nada de sus días. Sus días comenzaron a convertirse en noches. Su vida se transformó en su propia pesadilla hasta que, al fin, dejó de respirar y pudo, de una vez por todas, alejarse nadando, con más fuerza que nunca, hacia el océano libre. Hacia la inmensidad. 

Tal vez

28.06.2013 19:58

Se pasaba la vida soñando despierto. Cuando iba al colegio, cuando bajaba al parque con los amigos, cuando estaba en casa. Su infancia fue un rompecabezas entre las cosas que le habían pasado en realidad y las que había soñado o leído en algunas de las novelas que devoraba con avidez. En su adolescencia las cosas no cambiaron demasiaron. Salía con chicas mientras soñaba que cortejaba a otras a las que ni tan siquiera conocía. "Te estás perdiendo lo mejor de la vida imaginando una existencia inalcanzable", le decía su madre. Pero él no quería escuchar. No sabía. No podía. Acabó sus estudios, encontró un trabajo, se casó y tuvo hijos pero las cosas no mejoraron demasiado. Soñaba con su jefe ideal, con la casa en la que le gustaría vivir, con la esposa perfecta, con los hijos intachables. Soñaba que él mismo era el héroe que jamás intentó llegar a ser. Ni por un momento se le pasó por la cabeza la posibilidad de llevar a cabo alguno, tan sólo uno, de aquellos sueños. Le bastaba con imaginarlos y saborearlos una y otra vez cada vez que cerraba los ojos. Era su mundo particular. Un universo en el que nada, ni nadie, tenía la oportunidad de intervenir. Cuando sus hijos se fueron de casa y su mujer ya no estuvo a su lado, se sentaba en el sofá, tapado con una roída manta de cuadros, frente a la ventana, a saborear sus sueños. Y soñaba entonces con su madre, con su padre, con su infancia, con su juventud, con la más bellas de las esposas, que fue la suya, el mejor trabajo, el que él tuvo, y los mejores hijos, los suyos. Recreaba con deleite cada instantánea de su vida como si se tratara de la mejor de las novelas que había leído. Se pasaba la vida soñando despierto o, tal vez, era la vida la que le había soñado a él. 

Cosas del amor

28.06.2013 19:50
¿Qué es el amor?, le preguntó ella. ¿El amor? Y no dijo nada. El amor, pensó, es lo que siento cuando te veo. Es el aire que respiro cuando estás a mi lado. Es la ausencia infinita que padezco cuando te tengo lejos. Y la melancolía, y la claustrofobia, y la tristeza más arraigada. El amor es llorar por dentro con la sonrisa pintada en la cara. El amor es fingir despreocupación cuando te carcome la angustia. ¿Qué es el amor? Es una maldición divina que se saborea a cada paso. Con cada abrazo. Con cada beso. Con cada lágrima. El amor es todo eso que siento cuando te miro. Es lo que me invade cuando tu aroma llega a mí. El amor eres tú y no lo sabes, y es probable que nunca llegues a saberlo
¿Que qué es el amor?, dijo en voz alta. No lo sé, supongo que una patraña de las películas. Una tontería que se han inventado en Hollywood. 
Ella le miró con ojos desilusionados. Sin perspectiva. Sin rumbo, y sonrió delicadamente mientras continuaron con su camino. Ninguno de los dos supo jamás lo que sentía el otro. Cosas del amor. 

La falsa soledad

27.06.2013 18:16

Temía quedarse sola más que a ninguna otra cosa en el mundo. También a la vejez, sí, pero el hecho de hacerse viejo en sí no era suficientemente preocupante. Le preocupaba envejecer sola. Temía no tener a nadie al lado con quién discutir, con quién compartir los buenos y malos momentos, con quién saborear los recuerdos comunes, a quién coger la mano cuando todo lo demás fallara. Cuando el mundo se derrumbara bajo sus pies. Temía no tenerle junto a ella toda la vida. Cuando murió, algunos años atrás, creyó que no podría soportarlo. LLegó a pensar en que lo mejor sería dejar la casa que habían compartido para no acordarse tanto de él a cada paso. Sin embargo, tras el funeral, cuando todos se fueron a casa y llegó el momento de la verdad, el de enfrentarse a su completa, y recién estrenada, soledad, lo vió. Estaba sentado en el mismo sitio de siempre, frente al televisor. La miraba y sonreía. Me volví loca del todo, pensó. Ahora me encerrarán en su psiquiátrico y se acabará mi vida del todo. Cerró los ojos muy fuerte esperando, probablemente, que al abrirlos el salón volviera a estar vacío. Y, sin embargo, al abrirlos, él seguía allí. No dijo una palabra, sólo puso su mano junto a la de ella y la miró con una de esas miradas tan cargadas de cariño que podrían  paralizar el universo. Al abrir los ojos al día siguiente esperaba comprobar que todo había sido un sueño extraño y confuso, fruto del propio dolor que sentía. Pero a su lado en la cama, en la postura de siempre, estaba él. Y allí seguía al volver del trabajo, en la cocina. Su fantasma, así lo llamaba ya, jamás salía de casa y no podía verlo si cualquier otra persona estaba en la vivienda con ella. Por lo demás, siempre estaba alli. Cuando su incredulidad inicial fue cediendo ante la evidencia (loca o no, allí estaba), comenzó a escuchar su voz. Al principio era apenas un susurro, pronto adquirió su tono normal. No dijo nada. A nadie. Ni a sus hijos, ni a sus amigos, ni a sus compañeros de trabajo. Era su secreto más personal. Además, estaba segura de que la tildarían de loca. La encerrarían. La medicarían hasta que dejara de verlo y ella no quería eso. No quería dejar de verlo jamás. Las tardes, a la vuelta de trabajo, no fueron en ningún momento solitarias o aburridas. Hablaban, se contaban cosas de los niños, recordaban el pasado. Jamás peleaban. De alguna manera, se habían acercado más aún en la muerte de lo que lo estuvieron en vida. Quedarse sola era su mayor terror, pero eso era antes. Mucho antes de que la vida la sorprendiera con una nueva vuelta de tuerca inesperada. Nunca más le preocupó quedarse sóla, y eso que ahora estaba más sola que nunca. O al menos, eso creían los demás.

La magia no existe

26.06.2013 10:03

La magia no existe. Eso decía, y lo hacía convencido de sus palabras serias y enervadas. "Son boberías de niños. La única magia en la que se puede creer es en la del trabajo diario". Ella le miraba con los ojos grandes como lagos y brillantes como la noche más intensa. Y mientras caminaba hacia su cuarto con las palabras adultas resonando aún en sus oídos, sorteaba con gracia el baile de las sillas y las mesas, el cortejo de los floreros a las jarras de agua, tan femeninas y redondeadas, e incluso conseguía sosegar las ansias de emprender el vuelo de su propia cama. "La magia no existe", las palabras se hacían eco en su interior. Y ella se dejaba llevar y salía volando por su ventana, impulsada por todas las cosas maravillosas que en el mundo han sido. A la mañana siguiente, muy seria y formal, se levantaba de la cama con la seguridad absoluta de que todos creen lo que quieren creer y obtienen lo que desean. Sabía que en su universo particular la magia lo era todo. Ella misma era parte indivisible de esa crédula sensación de poder. La magia no existe, le decían, pero jamás faltó en su camino la chispa de lo imposible. 

La lágrima

26.06.2013 09:36

Nunca la vi llorar. Jamás. Ni siquiera recuerdo haberla visto triste o decaída. Era fuerte como una montaña. Imbatible. Era el sostén de todos, la roca a la que agarrarse con fuerza cuando todo lo demás se venía abajo. Nunca se lamentaba. Si le pasaron cosas malas en su vida, que le pasaron, y muchas, nunca lo notamos. Entonces, al menos. Los años nos enseñan que las cosas no son lo que parecen. Era rígida como el asfalto. Como el cemento. Como el diamante. Segura. El faro iluminado en la noche más oscura. Más negra. Nunca la vi llorar. Por eso, y sólo por eso, lo supe cuando ví rodar una lágrima lenta y desangelada por su mejilla. Ya no era ella la que lloraba. No recordaba que jamás lo hacía. Y esa lágrima emprendió en solitario un camino desconocido que nunca se volvería a repetir. 

Momentos

21.06.2013 12:28

Hay un momento en la vida de todo hombre, y toda mujer, en que su vida deja de serlo y comienza a ser la vida de todos los que tiene a su alrededor: su pareja, sus hijos, su jefe, sus amigos... Deja de importar un poco lo que uno opine. Dejan de tener importancia las convicciones de siempre que, de alguna manera, se transforman. Lo que parecía importante ya no lo es y lo que era secundario pasa a primer plano. Llega un momento en la vida de todo hombre, y mujer, claro está, en que se pierden las alas y se asume que en el futuro todo lo que le queda es un largo camino para recorrer. Con más o menos equipaje; con menor o mayor fortuna; con mucha o poca compañía, pero sólo eso. Un sendero largo y angosto que ocasiones será pradera y en otras, abrupta montaña, que a veces será cuesta arriba y otras divertida cuesta abajo. Pero sólo eso. Un recorrido cuyo horizonte no acertamos a divisar. Cuyo final buscamos durante toda la vida sin disfrutar lo bueno y lo malo del recorrido. Llega un momento en la vida de todo hombre, y también mujer, en que los sueños pasan a un segundo plano y las necesidades se imponen; en que el futuro se somete voluntariamente al día a dia; en que el que poder ser se convierte en lo que somos. Hay un momento en la vida de toda mujer, y de todo hombre, por supuesto, en que la necesidad de volver a sentir las alas se impone a todo lo demás, y el camino se convierte en aventura, y los esfuerzos en recompensas. Hay un momento en la vida de las mujeres y los hombres en que la realidad deja paso a los sueños porque así tienen que ser las cosas, y éstos remontan el vuelo tan alto que te impulsan con ellos hacia el futuro. Un mañana mejor. Lleno de posibilidades. Un mañana en que el que no existen momentos definidos con antelación porque cada paso está en nuestras manos. Hay un momento en la vida para saber que el triunfo está en el intento, y que sin caídas no hay victorias válidas. 

La sensación

14.06.2013 19:50

Le gustaba quedarse sola en casa, sobre todo un viernes por la noche. Con una copa de vino disfrutaba de los últimos capítulos de una de sus series favoritas. Tiempo para ella, pensaba. Sólo para ella. Un lujo. Bebió un sorbo de vino y comió un poco de queso. Delicioso. Estaba disfrutando como hacía mucho que no podía hacerlo. De golpe sintió una sensación extraña. Inusual. No estaba sola. En realidad, sí lo estaba. Su marido y su hijo estaban en casa de sus suegros y no volverían hasta el día siguiente. Apenas una hora antes había hablado con ellos. Miles de kilómetros y un pedazo de océano los separaban. Estaba sola en casa. Y sin embargo... No había oído ningún ruido. No era eso. Tan sólo un escalofrío. Un presentimiento indefinido. No estaba sola. Lo sabía. Con una seguridad absoluta. Indiscutible. Pensó en levantarse y recorrer tranquilamente la casa pero, por algún motivo, no lo hizo. No fue capaz. Alzó su copa de vino y le dio un sorbo. Lento. Demorado. Bebió deleitándose en el sabor del vino para sentir su calor y olvidar la extraña sensación que no la abandonaba. No estaba sola. Todos los poros de su cuerpo lo estaban gritando a la vez: Hay alguien aquí. Tienes que ser valiente. Y cogió impulso para ponerse en pie. Pero no lo hizo. Continuó sentada. Cogió otro trozo de queso y se lo llevo a la boca, masticándolo despacio. Muy despacio. No estoy sola en casa, gimió para sus adentros aterorizada. Tenía que hacer algo, se repitió. Subió el volumen de la tele, se arrebujó en el sillón, bien tapada con la manta y en voz baja susurró. "Esta noche duermo en el sillón". Continuó bebiendo su copa de vino con la única compañía del murmullo televisivo. O casi. 

Verde lima, verde limón

12.06.2013 20:10

Verde. Verde lima, o tal vez verde limón, pero verde intenso, luminoso y alegre. Ése era el color de su falda la primera vez que la vi. Era bellísima, casi luminosa, con los ojos color miel y una sonrisa radiante pintada en la cara. Su pelo, del mismo color de sus ojos, era corto, casi rapado. De no ser por sus ojos brillantes y traviesos, y por su falda, claro está, podría haber parecido un chico de tan delgada que era. Verde. Verde lima o verde limón. Se movía con la misma rapidez que un gato, y corría más que ninguno de los niños que allí había. Su falda, como si de la capa de un superhéroe se tratara, volaba tras ella. Era tan bonita. Tan dulce. Su recuerdo tan lejano se funde en mi memoria con las hojas del limonero que tengo frente a mi ventana. Cada vez que lo miro, la recuerdo. Verde. Verde lima, puede ser que fuera verde limón. Ése era el color de su falda la primera que la ví. La única vez. A veces, mirando el limonero, me da la impresión que sólo fue un sueño. Pero otras...

Circunstancias

10.06.2013 13:07

No es fácil superar ciertas circunstancias. En ocasiones, tu vida deja de ser tu vida y se convierte en la vida de otro. Te siguen gustando las mismas cosas; sigues viendo el mismo tipo de cine y devorando los mismos libros; sigues siendo tú, de eso no hay duda, pero es la única certeza que tienes. Todo ha cambiado a tu alrededor. El contexto se ha transformado y no te reconoces en nada de lo que haces. No es fácil superar ciertas cosas. Llevas años haciendo a diario lo mismo, semana tras semana, hora tras hora, y un día descubres que ya no las puedes hacer. Ya no tiene sentido que las hagas. A nadie le importa. Sólo a ti. Poco a poco vas adentrándote en un túnel oscuro que no parece tener fin. Un camino sombrío que no quieres recorrer. Que te recorre. No es fácil superar ciertas miserias. La vida sigue. Contigo y sin ti. Por encima de ti. Siempre sigue. La vida se abre camino y, en ocasiones, es preciso sobreponerse y vivir, si es necesario, la vida de otro. De otros. Las vidas que nunca han existido y tú debes reescribir para poder tener nuevas oportunidades. En ocasiones, se hace necesario reinventarse para seguir siendo tú. Para seguir creciendo. No es fácil superar ciertas circunstancias. Tampoco tan difícil. Tal vez, tan sólo, es cuestión de imaginación. 

Un Martini, por favor

06.06.2013 20:21

Le gustaba en vaso ancho, con hielos, una rodaja de limón y, por supuesto, una aceituna. Sabía que no era el vaso en que tradicionalmente se bebía el Martini, pero a ella le sabía mucho mejor. Era parte de la magia de esa bebida. La mezcla del sabor amargo, un poco aguada por el hielo, el limón y la sal, indispensable, de la oliva. Cuando pedía un Martini blanco y se lo ponían en copa, en vaso de tubo o incluso, le había llegado a pasar, en vaso de agua o de Nocilla, no le sabía igual. Tampoco cuando lo servían con una rojiza guinda y una rodaja de naranja. Cuando eso ocurría apenas probaba la bebida. Le gustaba ir al bar de siempre y pedir un Martini blanco "como a ella le gustaba". Cruzaba las piernas y se sentía, por un instante, sólo por un segundo, alguien diferente. Una diosa. Olvidaba sus problemas y se recreaba en saborearlo. En degustarlo. En desear que nunca se acabara. Le gustaba en vaso ancho, con hielos, una rodaja de limón y, claro está, una aceituna. Y cuando acababa la bebida, la saboreaba, verde, salada, inigualable, en su boca, como si estuviera besando a un amante imaginario. Imposible. Único. Y, sin embargo, rechazaba a todos aquellos que se acercaban a ella mientras llevaba a cabo su ritual. Era la magia de la bebida. Agitada, no removida. Removida, no agitada. Luego volvía a su vida. A su monotonía. A quienes de verdad la amaban. A su mundo. Pero sabía, sólo ella lo sabía, que durante unos instantes podía ser tan misteriosa y magnífica como hubiera deseado. Le gustaba su sabor amargo y dulce a la vez. Como la vida. 

Miedo a volar

05.06.2013 12:25

Le daba miedo volar. No sabía porqué. No tenía ningún recuerdo traumático. Al menos, ninguno que él recordara. El momento de subirse a un avión era indefinible. Abrumador. Se le paralizaban las piernas, la respiración se le agitaba y sentía que aquella sería la última que podría volver a sentirse así, obviamente, sospechando un trágico accidente durante el vuelo, pero nunca pasaba nada. Nunca pasaba nada, hasta que pasó. Y fue algo que le cambió la vida por completo. Al iniciar el vuelo, sus sentimientos eran los de siempre. Asfixia, sudor frío y un terror intenso que se prolongaba por sus músculos. La noche anterior, no había conseguido dormir nada. Sacó sus pastillas tranquilizantes de la cartera de ejecutivo que le acompañaba en cada viaje de negocios, y pulsó el botón para pedirle agua a la azafata. A los pocos minutos, una señorita uniformada se dirigió a él. "¿En qué puedo ayudarle?". "Me podría traer una botella de agua, por favor. Llevo muy mal los vuelos y necesito agua para tomarme un tranquilizante", aclaró al ver en sul rostro un gesto que claramente venía a decir: dentro de un rato pasará el carrito con las bebidas. Sin embargo, ella se hizo cargo de la situación y en seguida regresó con la botella de agua. De pronto, reparó en ella. Su rostro era sereno, tranquilizador y, sobre todo, bellísimo. El resto de las mujeres del avión, a su lado, parecían inexistentes. No podía dejar de mirarla. "¿Es la primera vez que está en este vuelo, no?", le preguntó. "Sí, una urgencia de última hora, nos obligó a cambiar algunas rutas... ¿está mejor?". Mucho mejor, pensó él, pero no dijo nada, tan sólo sonrió. Las tres horas que duraba el recorrido se redujeron a su mínima expresión. En ningún momento dejó de buscarla con la mirada. Ella siempre le estaba mirando con semblante protector. "Ya hemos llegado", le dijo ella cuando el resto del pasaje había bajado ya del avión y él continuaba sentado en su silla. "¿Cómo se encuentra?". "Bien. ¿Seguirá volando en esta compañía?". "Creo que sí", aseguró ella con una sonrisa radiante. "¿Le veré pronto?". "La próxima semana", dijo él, y añadió. "De alguna manera me ha ayudado usted a perder el miedo a volar". "Me lo dice mucha gente", confesó. "Creo que cada uno necesitamos nuestro ángel de la guarda para que nos de la seguridad que nos falta. No siempre conocemos los motivos por los que tenemos miedo. Lo mismo le ocurría a su abuelo". "¿Mi abuelo?", dijo él. Y de pronto se acordó, fue su abuelo, cuando era pequeño, el que le contó un accidente de avión del que se salvó de milagro. Ya era muy mayor, y aseguraba, según su madre debido al trauma y a la senilidad, que una bella joven le salvó de morir abrasado. Una azafata. "La mujer más bella que había visto nunca", decía. Su abuelo pasó mucho tiempo en el hospital y acabó por evitar contarle a nadie esa historia. Probablemente, pensaba ahora, para que no le tomaran por loco. Se sonrió por el recuerdo que acababa de recuperar de algún rincón de su memoria y cuando buscó a la chica no la encontró. Sólo un azafato malhumorado le miraba desde la entrada del avión. "Tiene que salir ya, caballero. Tenemos que limpiar el aparato". Nunca volvió a verla. Nunca volvió a tener miedo de subir a un avión. 

 

 

El golpe

27.05.2013 19:21

La gente se amontonaba en la calle y las luces navideñas incitaban a los viandantes a consumir. Lo recordaba como si fuera ayer, y eso que podrían haber pasado unos treinta años o incluso más. Subido sobre los hombros de su padre miraba fascinado la cabalgata de Reyes, acababa de pasar Gaspar y esperaba, como la mayoría de los niños de la época, la inminente llegada de Baltasar, el soberano que fascinaba a los más pequeños de la casa. Justo a su lado un padre también llevaba a su hija pequeña subida sobre los hombros. Era rubia, pecosa y tenía los ojos azules. Tenía los ojos más azules que había visto nunca. También es verdad que con tan sólo cinco años no se había fijado demasiado en los ojos de nadie. Le faltaban casi todos los dientes pero, aún así, era una niña preciosa. Tal vez por eso se fijó en ella, pero no era por eso por lo que aún la recordaba tres décadas más tarde. Fue precisamente al pasar la carroza de Baltasar cuando ocurrió. Una de las "duendecillas" que iba en la carroza, una chica de unos quince años (tal vez hija o sobrina del concejal de turno, aunque eso no se le podría haber ocurrido por aquel entonces) lanzaba caramelos a los niños como si la vida le fuera en ello. Sin mirar. Sin cuidado. Sin atención. En uno de sus atrevidos lances, el caramelo que voló por los aires, de fresa para más señas, fue a aterrizar con toda su fuerza en la frente de su joven vecina de cabalgata. Un abismo rojo se iluminó en su frente, fruto de la velocidad adquirida por el dulce durante su vuelto. En efecto, el impacto generó de manera inmediata una herida visible por todos. La niña, lejos de empezar a llorar, tal y como él había previsto dada la dulzura de su carita y el azul intenso de sus ojos (no tenía nada que ver pero él tenía cinco años), frunció el ceñó y miró a la duendecilla de una manera muy rara. En aquel entonces no hubiera sabido describirselo a nadie, ni siquiera si se hubiera atrevido a hablar de ello con alguien porque no le hubiera creído. Ahora definiría su mirada, sin dudarlo un instante, como la mirada más atravesada del mundo. La más iracunda. La más letal. Cuando los ojos de ambas se encontraron, porque lo hicieron, la joven no tuvo tiempo de reaccionar. Antes de que se diera cuenta su cuerpo se evaporó. Delante de los ojos de todo el mundo se convirtió en humo pero nadie pareció darse cuenta de lo ocurrido. "¿Te ha hecho daño cariño?", le preguntó el sólicito padre a su hija. "Más le ha dolido a ella", contestó la pequeña en voz muy bajita, y más alto, añadió. "No papi, mira Baltasar...". Luego las miradas de los dos niños se cruzaron y ella le sonrió. Él, fascinado, temblaba sin querer. Esa noche Baltasar le trajo más regalos que nunca, pero no fue por los regalos por lo que nunca olvidó ese 5 de enero. 

Silencio

27.05.2013 13:09

Tenía toda la mañana para ella. Era un lujo nada habitual eso de disponer de unas cuantas horas para asuntos propios. Tenía que arreglar papeles, hacer varias compras, mirar algunos escaparates... ese tipo de cosas que no son urgentes pero, en ocasiones, se hacen necesarias. Además, la fortuna parecía haberse puesto a su favor, y el día había amanecido espléndido. Nada más salir a la calle notó el calor del sol de principios de verano sobre la piel. Hacía un día magnífico: buen tiempo pero nada de calor excesivo. Al principio, no notó nada. Estaba entusiasmada con la idea de una mañana de compras. Sin embargo, no pasó demasiado tiempo cuando comenzó a notar una quietud tal vez preocupante. Por la calle no había nadie. Las tiendas, aparentemente abiertas, estaban vacías. Los bares, desiertos. No había coches en la carretera y hasta los semáforos parecían dormidos. No había pájaros en los árboles, ni perros paseando, ni gatos bajo los coches, ni vecinas curiosas asomadas a las ventanas. La ciudad, la siempre bulliciosa y escandalosa ciudad en la que vivía, estaba en completo silencio. Dormida. Anestesiada. Tal vez, muerta. Comenzó a recorrer apresuradamente las calles, las avenidas, los parques, los barrios... todos y cada uno de los rincones de su bien conocida urbe, y nada. Nada de nada. No había nadie en ninguna parte. El único sonido que podía escuchar era el de sus propias pisadas. Sus tacones, marcando el ritmo de una ciudad paralizada. Tenía toda la mañana para ella, pero no podía hacer nada. Un intenso e interminable escalofrío recorrió su cuerpo. Su ciudad estaba muerta. 

Así, por las buenas

26.05.2013 18:56

Uno no se enamora así como así, por las buenas. Enamorarse, enamorarse de verdad, lleva su tiempo. Su dedicación. Era algo que tenía muy claro. Una cosa es una cosa y otra muy distinta, eso. Vamos, que nadie se enamora de un día para otro. Era absurdo, y así se lo decía a quién le preguntara sobre el tema. Y si no lo hacían, también. Llevaba a rajatabla su teoría porque para eso, pensaba ella, son las teorías vitales... para cumplirlas en el día a día. Y todo hubiera seguido siendo así, de no haberse cruzado en su camino. En el momento menos oportuno, de la manera menos lógica, pero ocurrió. Se cruzaron y a los cinco minutos de conocerle, ya no sabía nada de sí misma.Todas sus teorías, sus estrategias, sus lógicas aprendidas durante años, se vinieron abajo de golpe. Nunca llegó a conocerle del todo. Nunca llegó de amarle del todo. Nunca llegó a saber si hubiera podido ser algo más, o tal vez incluso menos. Nunca lo supo. Jamás. Nunca supo tampoco como dejar de quererle. A él, a su recuerdo, a su reecreación ficticia, a su imagen soñada... Las cosas no son como uno las aprende de niño. No. No lo son. Nunca pensó que se pudiera dedicar tan poco tiempo a volverse loca por alguien. Nunca creyó si quiera que podría volverse tan loca por alguien a quién conocía de tan poco tiempo. Pero, al final, uno se enamora así, por las buenas. De una manera ilógica, irresponsable, infinita. Aquella, se dijo, sería la última vez que permitía a la vida arruinarle otra de sus teorías. La última. 

Deseo satisfecho

23.05.2013 19:17

Siempre fue muy alta. Excesivamente alta. Desproporcionadamente alta, o esa es la impresión que ella tenía de sí misma. De pequeña ya era la niña más alta de la clase. Eso provocaba constantemente comentarios del tipo: "Parece la madre de todas ellas", "Es enorme". No es que fuera malo, eso lo sabía. Pero era raro. En su comunión el comentario más repetido fue "parece una novia". Algunos pretendían convertir la situación en algo fabuloso: "Seguro que serás una gran modelo o actriz...". ¿Modelo? No quería ser modelo y, por qué motivo va a tener que ser alta una actriz. "Ya pararás de crecer", le decía su madre a los 15 años, levantando mucho la cabeza para poder verla bien. Pero cada mañana sus pies sobresalían un poco más de su cama. La cosa no parecía mejorar. Además estaban los convencionalismos: todos daban por hecho que debía buscar una pareja alta. Más alta que ella incluso. Pero, estas cosas pasan, se enamoró de un chico que apenas le llegaba al hombro. Él, avergonzado, la adolescencia es lo que tiene que todo resulta vergonzoso, intentaba ni siquiera acercarse a ella para no parecer un "pigmeo", le decía a sus amigos más íntimos. "Es guapa, pero es demasiado alta. Parece una torre". Sentada en su cocina, comenzó a llorar amargamente. No entendía porqué la vida era tan injusta con ella y la obligaba a rozar la luna con sus cabellos cuando ella anhelaba, más que nada, ser 'normal'. Incluso 'bajita', se decía. Frente a ella, en la mesa redonda dónde comían, una cesta de verdura parecía retarla. Las zanahorias, las más gallardas, le decían a gritos "cómenos". Y ella pensó: podría ser que con cada mordisco de zanahoria encogiera un poquito. Y mordió una hermosa zanahoria de un naranja intenso y retador. Estaba sabrosa. Dio otro mordisco, y otro, y otro más. Se sentía extrañamente bien. Feliz. Y, también, se sentía un poco más pequeña. Se levantó para mirarse al espejo y se dio cuenta de que los zapatos le quedaban grandes, la falda le caía un poco y el jersey le venía demasiado ancho. Sorprendida, comprobó al enfrentarse a su reflejo que había encogido al menos quince centímetros. Si comía algunas zanahorias más alcanzaría la altura justa para estar a la altura del chico que le robaba el sueño. Y cogió otra hortaliza y se sorprendió mordisqueándola como si fuera un conejo. Cuanto más comía, más feliz se sentía. Era una sensación indefinible, única. Y siguió comiendo una zanahoria tras otra porque no podía parar de hacerlo. Por primera vez en su vida se sentía bien consigo misma.  Cuando su madre llegó a casa y no la vio, no le dio importancia, pensó que habría salido. Pero cuando, al pasar las horas, se dio cuenta de que no regresaba se alarmó y avisó a la Policía. La buscaron en todos los rincones de la ciudad, en los hospitales, en las pensiones, en los hoteles, en el metro... pero no apareció. Nunca apareció. Durante años, un buen observador, podría haberse dado cuenta de que todas las verduras de la casa tenían pequeñas muescas. Diminutas. Pequeños mordiscos prácticamente invisibles. Era Alicia intentando descubrir cuál sería la verdura que le permitiría volver a crecer.

Tres en raya

22.05.2013 20:05

La vida era como un tablero de tres en raya que casi nunca se acaba por completar. O al menos, sólo lo hacen algunos privilegiados entre los que él no se encontraba. Eso era algo que siempre había tenido claro. Sólo unos pocos eran los elegidos, y su suerte no daba para tanto. No le importaba. Era buen jugador y acataba las reglas sin rechistar. O al menos eso es lo que había hecho hasta aquel momento. Hasta entonces nada le interesaba demasiado como para asumir riesgos. Nunca se había planteado jugar todas sus cartas, apostar fuerte para intentar vencer. No le parecía inteligente. Prefería la paz que ofrece una monotonía cotidiana. Sin embargo, la vida plantea retos constantemente. Jugadas impredecibles. Eso fue lo que ocurrió al conocerla. En el mismo instante en que la vio supo que su suerte debía cambiar. Necesitaba ser el mejor jugador. El ganador absoluto. El único. Por primera vez en su vida, algo merecía su atención, y por primera vez en su vida no le importaban las consecuencias si el premio era una sóla de sus miradas. La vida es como un tablero de tres en raya en el que uno nunca sabe lo que piensa su rival. Pero, en la mayoría de las ocasiones, si el enemigo está acostumbrado a vencer, sabés que cuenta con tu derrota. No espera un ataque directo. No espera genialidad en quién nunca se ha molestado en demostrarla. Tampoco él espera cambios en su rutina. La vida es un lugar al que venimos a perder pero en el que a veces, sólo a veces, se gana. No humilló a su contrincante. No alardeó de su victoria. Tan sólo buscó su mirada, pero ella ya se había marchado. En el juego, como en la vida, no siempre se puede elegir el premio. 

 

El vuelo

21.05.2013 21:16

"Necesito espacio. No podemos seguir así". Las palabras, nunca antes dichas en voz alta, salieron de su boca de golpe, lanzándose sobre él como un arma arrojadiza. En un intento desesperado de no herir sus sentimientos pero sabiendo, porque esas cosas se saben, que iba a partir en dos su corazón. "¿Qué ha pasado? ¿He hecho algo mal?". Su voz, la voz de aquella persona que tanto había amado y por la que ya no sentía lo mismo, apenas podía escucharse. Era un murmullo, un susurro, un llanto ahogado y lejano que, ahora, apenas era capaz de conmoverla. "No es por ti, soy yo...". Ahí estaba la frase, la que no querría haber dicho, la que ponía fin a todo lo bueno y bello que habían vivido juntos. Pero era necesario. Se ahogaba. Se asfixiaba en una relación que se había convertido, no sabía cuándo, ni cómo, ni porqué, en una trampa. En una lacra. En un ancla arraigada en la tierra que le impedía partir. Necesitaba más. Ignoraba que era lo que quería, pero sabía que no era eso. Se marchó. Cogió sus cosas y besó su mejilla, sabiendo que nunca más volvería a hacerlo. "No te vayas", oyó a su espalda, pero siguió avanzando, imparable, en busca de una senda llena de oportunidades. Era libre. Por fin. Después de tanto tiempo era libre para hacer lo que deseaba. Cuando la luz del sol le dio de lleno en la cara, cuando tenía todo el mundo por destino y ningún límite, no supo qué hacer. No supo dónde dirigirse y un frío intenso recorrió cada centímetro, cada milímetro de su cuerpo. Por un instante, se congeló. Por un instante, pensó en dar la vuelta y regresar. Miro hacia arriba y lo vio, mirándola, invitándola a subir, a regresar a la paz bien conocida, y no lo pensó. Abrió las alas y echó a volar, rumbo al sol, rumbo a un lugar inexistente dónde todo sería mejor. Nadie la vio nunca regresar. 

Fortuna

21.05.2013 12:52

La suerte tiene algo de meretriz. No es una frase hecha, es una realidad. La fortuna es casquivana e impredecible y, justo por eso, nunca se puede contar con ella cuando hace falta. Eso le había ocurrido a él. Después de años de esfuerzo en los que los días habían llegado a duplicar sus horas, después de noches de insomnio y trabajo duro, cuando estaba a punto de llegar a la cima, a su cima porque ya se sabe que en cuestión de metas cada uno tiene las suyas y las pone a la altura que le parece adecuada, le falló la suerte. En concreto, la buena suerte porque la mala estuvo ahí, en todo momento, dispuesta a estropear sus planes. La suerte tiene algo de ramera, nunca se enamora de uno y cuando es más necesaria, se va con otro. Empezar de nuevo se le hacía un mundo. Tal vez lo mejor era desistir. Comenzar con algo diferente que no exigiera tanto de sí mismo. Todo el mundo sabe que el azar es bastante proxeneta y no parecía recomendable volver a fiarse tanto de él. Y sin embargo, nada más atractivo que el riesgo para embarcarse de nuevo en una aventura. Lejos de la monotonía, aunque luego se acaba transformando en ella, lejos de lo cotidiano, aunque acabara siendo un trabajo más... Comenzó de nuevo un ascenso imparable en busca de la perfección personal, y es que, ya se sabe, que los hombre tienen algo de predecibles, de insistentes, de obcecados... ¡Qué sería de ellos sin la diosa fortuna!

La Coca-cola

20.05.2013 18:32

Salió del trabajo y recorrió todo el camino hacia su casa pensando en llegar al frigorífico. No podía soportarlo. Era casi inaguantable pensar en ello, pero no podía dejar de hacerlo. El estallido de las burbujas en el paladar. El refrescante placer al sentir el líquido caer, deslizarse, por la garganta. La sensación de victoria sobre el abrasante verano... nada más deseado que una Coca-cola cuando los termómetros se superan a sí mismos, pensó. Siempre le ocurría igual, al llegar esa hora, el mediodía, y tener que afrontar el regreso a casa bajo el sol justiciero del mes de agosto en pleno centro del país, se desesperaba por el anhelado refresco. Solía ser un trayecto corto. Algo agónico por la desesperación con que lo recorría, pero breve. Sin embargo, en aquella ocasión, parecía que sus pies iban más lentos, sentía su cuerpo más pesado y el camino no parecía tener fin. De repente, una idea rauda cruzó su mente: ¿Había comprado esa semana? Ocupaba el centro de sus obsesiones un lugar en su frigorífico. No lograba recordarlo, y el camino no parecía acabar nunca. Cada vez sentía más sed. Su garganta ardía. Sus pies, cansados, agotados, demolidos, no parecían responder. Sus ojos comenzaron a llorar, no sabía el motivo, pero no podía parar. Todo su cuerpo comenzó a sudar, al principio de manera moderada. Al instante con absoluta irracionalidad. A chorros, a ríos, a mares... Antes de poder darse cuenta, y ante los ojos atónitos de quienes tomaban un refresco en las terrazas de la avenida, el viandante se convirtió en un reguero de sudor y lágrimas y se deshizo en un espeso charco de miserias humanas imposibles. Junto a lo que quedaba de él, un niño dejó, olvidada, la botella vacía de una Coca-cola que se dejó caer, coqueta, derramándose sobre el improbable, y recién nacido, charco del suelo. 

Las cosas imperfectas

18.05.2013 17:32

Con cada movimiento de muñeca, arriba y abajo, arriba y abajo, se iba desdibujando la realidad hasta entonces conocida. Cada brochazo suponía un nuevo renacer, una nueva oportunidad. Cada pincelada de color nuevo, recién nacido, una visión distinta del mundo que explorar. Tenía algo de hipnótica la tarea de pintar. Para ella lo importante no eran tanto los resultados finales como el esfuerzo realizado por conseguir un objetivo final, aunque no podía negar que le gustaba pensar en cómo quedaría su casa cuando todos los años vividos en ella, o al menos sus consecuencias, quedaran borrados de golpe. Un hogar sin mácula. Sin errores. Sin confusiones. Sin mancha. Tenía algo de hipnótico el trabajo de pintar y la oportunidad de hacer perfecto, o tal vez imperfecto, lo que debía serlo. Por eso mismo, cada cierta superficie de pared finalizada, hacía un trazo del revés, de manera que se notara la diferencia del trazo. No quería posesiones perfectas. Limpias y bellas sí, pero no perfectas. Su mayor placer era saber qué contemplaría su trabajo durante muchos meses, tal vez años, futuros, y, por tanto, su esfuerzo no caería en saco roto. Como en la vida, la mayor satisfacción es el recorrido, pero no todas las personas saben darse cuenta de ello. Arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo, ...derecha e izquierda, arriba y abajo, arriba y abajo... Con el pelo manchado de pintura, disfrutando cada instante, continúo su obra con la satisfacción, con el deleite, de las cosas imperfectas. 

 

 

 

La broma

15.05.2013 10:00

La vida es como una gran broma. Es como un puzzle en el que todo parece encajar pero, siempre, aparece una ficha que desbarata el orden lógico de las cosas. Él lo había hecho todo como se suponía que debía hacerlo. Había construido su vida desde los cimientos, sin prisa, ladrillo a ladrillo. Sin embargo, por estas malas jugadas que le gasta a uno la condición humana, cuando el cemento de su estructura vital parecía estar secándose, cimentándose, y su vida comenzaba a parecer sencilla, apareció ella y su sola presencia hizo que todo se desmoronara. No es que él lo planeara. No es que decidiera que iba a dejar de lado todo lo que tenía para seguir, de lejos y sin esperanzas, a una total desconocida. Es que así fue como pasó. Y las cosas pasan como tienen que pasar no como uno desea que ocurran. Dejó de necesitar que sus días tuvieran sentido porque ella era el único norte que quería alcanzar. Dejó de amar sus posesiones materiales y a los seres que antes habían sido su razón de existir. Dejó de ser persona para convertirse en sombra y, como tal, la persiguió hasta los confines de la tierra. Lo perdió todo para no ganar nada, pero en su total locura, se sentía completo. Feliz. Pleno. Y, también, extrañamente tranquilo. La vida es como una gran broma que uno no se debe tomar demasiado en serio. 

El hombre feliz

14.05.2013 21:15

Vivía en la ciudad de ninguna parte o tal vez, incluso más allá. Sabía, porque uno nace sabiendo ciertas cosas, que eso no tenía ninguna importancia. El momento, su momento, llegaría. Nadie le conocía por su nombre. Siempre fue el "hijo de", "el hermano de", "el novio de" y llegaría el día en que pasaría a ser "el padre de". Tampoco tenía importancia. Todo era secundario. Podía soportarlo. Iba al trabajo a diario a realizar una labor que aborrecía, y lo hacía siempre con la sonrisa en la cara, saludando a todo el mundo con el que se cruzaba. Todos se miraban entre sí y se preguntaba, "ese no era el hermano de...", "cómo se llamaba ese chico tan agradable"... Daba igual, carecía de relevancia. Y los ojos le brillaban con esa luz que sólo poseen las personas verdaderamente especiales. Los elegidos. Vivía en la ciudad de ninguna parte, pero cada día cuando salía el sol, era el hombre más féliz del universo porque sabía que su momento estaba por llegar, y esa esperanza era lo más importante de su vida. 

Batalla perdida, batalla ganada

13.05.2013 20:52

No te voy a decir que te quiero porque todavía es demasiado pronto para algo tan fuerte, eso vendrá con el tiempo, dijo él. Ella sonrió y guardó silencio porque no tenía nada que decir. No sabía muy bien que era eso de querer. Le sonaba muy serio, muy digno. Como si se tratara de un paso adelante sin vuelta atrás. Había elegido no querer a nadie y pasaba de uno a otro amor, amante, sin solución de continuidad. Sin encariñarse. Sin ir nunca más allá. Era una auténtica profesional en primeras citas, en primeros besos, en primeras caricias, pero nunca pasaba de ahí. No quería querer a nadie, le daba demasiado miedo. Tampoco quería quererlo a él. Nunca fue su intención. No quiso quedar con él, pero quedó. No quiso volver hacerlo, pero lo hizo. No quiso... pero lo quiso como a nadie en el mundo. Se mantuvo distante mientras pudo, pero cuando llegó el momento de salir huyendo, ese momento que ella conocía tan bien, no lo hizo. No pudo. Y si esta vez cruzara la raya, tal vez... Y la cruzó. Y por primera vez dejó de ser ella para fundirse en él. Dejó de necesitar la huída como vía de escape, y se quedó. Y hubo segundo beso, y tercero, y cuarto, y un millar. Y deseó que nunca se acabará y, en ese momento, se acabó. No es lo que yo pensaba, le dijo. No eres quién la persona que estoy buscando. El corazón se le rompió en mil pedazos, y cada pedazo se esparció un universo infinito. Su herida sangró hasta que, como todas las heridas, dejó de sangrar. En ese momento, sólo entonces, supo que estaba preparada para conocer a la persona que debía querer de verdad. Había aprendido a perder, ahora sólo quedaban batallas por ganar. 

La jugada más importante

13.05.2013 18:28

Había renunciado a tantas cosas para llegar a lo más alto. Para ofrecer todo lo mejor de sí misma a quienes dependían de ella. Había renunciado a tanto para llegar hasta allí, y ahora, ésto. No se lo esperaba. En cualquier caso, quién se va a esperar algo así. Es como si la vida te jugara una mala pasada. Avanzas por el tablero y, justo cuando estás a punto de llegar a la casilla de meta, tus posibilidades se desvanecen. Se sentía estafada. Sabía que nadie le debía nada, claro, pero no renunciaba a la posibilidad de mostrar su enojo. No era justo. Había renunciado a tanto. Cuando notó la primera señal no quiso hacer caso a los signos evidentes de qué algo estaba pasando. Se hizo la loca. Se le daba bien. Luego, fue tan evidente que no le quedó más remedio que pedir ayuda. Más tarde llegó la noticia. No había nada que hacer. Toda la vida luchando y ahora, su futuro había quedado pendiente de un hilo. De un fino e inconsistente hilo. O tal vez, no. Tal vez todo lo que había hecho hasta entonces no había sido más que un mero ensayo de la batalla que le quedaba por librar, la que trazaba la diferencia entre seguir o renunciar. Entre jugar o desistir. Entre ganar o perder. Entre vivir o morir. Había renunciado a tanto, y ni siquiera se había dado cuenta de que lo único que importaba era ella. Ahora tendría que luchar por sí misma, y sabía que no estaría sola. 

En blanco

13.05.2013 18:12

Un buen día, cuando ya lo había vivido todo, y su repertorio de experiencias vitales estaba prácticamente lleno, su memoria se descargó. Se vació por completo y se quedó en blanco. Nadie comprendía que no recordara nada de lo que había hecho. Ni hacía una década, ni hacía un año, ni hacía una semana, ni siquiera lo que había hecho cinco minutos antes. No recordaba aquella peligrosa expedición que hizo junto a su esposa, cuando ella todavía estaba viva. No tenía ni el más remoto recuerdo del día en que nacieron sus hijos. Ni del día de sus bodas, ni del nacimiento de sus nietos. Desconocía sus logros laborales, y tampoco recordaba sus desengaños, sus malos ratos, sus desilusiones... Era como un niño comenzando a vivir de nuevo, sólo que en la última etapa de su vida. Sin embargo, cada mañana sorprendía a todos con una sonrisa radiante y unas enormes ganas de vivir, ya que tampoco recordaba lo mucho que puede llegar a defraudarte el mundo. Un buen día, cuando ya lo había vivido todo, comenzó a vivir de nuevo y el mundo se convirtió en un lugar lleno de posibilidades. 

¡Párate!

13.05.2013 13:09

Le dijeron párate y no supo cómo. Fue una orden, de esas que no queda más remedio que cumplir, pero su cuerpo se negaba a estar parado. Toda la vida había estado en constante movimiento y no es sencillo cambiar a ciertas alturas. Es lo que debes hacer, le dijeron. Es lo que te toca. Y él se resignó. O lo intentó. Se concentró en el hecho de que esa era su única opción. No es cómo si fuera una elección personal. Es lo que había. Y sin embargo... poco a poco, su ágil cuerpo se fue haciendo pesado, lento, como un peso muerto que siempre arrastraba tras él. Su mente, siempre activa, comenzó a adormecerse, a desvanecerse. Todo parecía igual, pero nada era lo mismo. Le dijeron párate y, cuando se quiso dar cuenta, la quietud era tan absoluta que su espíritu huyó de su cuerpó y navegó, navegó sin rumbo, hasta cruzar el umbral de lo posible. Le dijeron párate y se paró. Demasiado tarde para volver atrás.

Su risa

12.05.2013 10:10

Sólo recordaba su risa. Era como un eco lejano en su memoria. Una reminiscencia apenas audible ya. Ágil, alegre, quebradiza, inesperada y siempre bienvenida... Había pasado tanto tiempo, tantas cosas. Lo compartieron todo, lo bueno, lo malo, lo instranscendente, pero ya no tenían nada en común. Ni siquiera una imagen nítida, ni siquiera un momento de felicidad, sólo el murmullo de una risa que tal vez nunca fue y sólo había idealizado. La echaba de menos como se añoran esas cosas que jamás se han poseído. Como se desea lo ajeno, sin decirlo en voz alta, tan sólo con la mirada, con la imaginación. Sólo recordaba su risa, pero era tan intenso ese recuerdo imaginado, que hubiera matado por recuperarla. Hubiera muerto por recuperar el tiempo perdido. Por el camino se habían quedado los malos ratos, las peleas, el odio acumulado, el desamor... los años habían barrido el mal sabor de boca y se habían encargado de dejar al descubierto sólo los sentimientos importantes. Sólo recordaba su risa, y pasaba horas, en la oscuridad, saboreando ese precioso y quebradizo recuerdo con un sonrisa melancólica dibujada en la cara. 

El beso recordado

11.05.2013 19:51

Hay besos que se olvidan porque no hay ningún motivo para recordarlos. Unos, por malos. Otros, por cotidianos. Muchos porque han sido dados con demasiada rapidez y, algunos porque el amante, tal vez tan sólo besante, era arítmico. Algunos besos se instalan en la recamara de la memoria con todo derecho y para siempre. Dicen que el primero no se olvida. Ella ni siquiera lo recordaba. Tampoco el último, ni el anterior... pero había uno, había un beso, robado al tiempo, que se mantenía inalterable en su recuerdo. O tal vez, con el paso de los meses y los años, aquel beso se había ido engrandeciendo, acorazandose, adueñándose de su cabeza hasta convertirse en eterno. No se acordaba quién se lo dio. Algún novio, o tal vez no. No recordaba exactamente cuando, ni tampoco dónde. Recordaba en cambio los labios decididos, aunque suaves, que recorrían los suyos. Delicados, aunque imparables. Recordaba su fuerza y su sabor, dulce y salado a la vez, y el instante que logró hacer inmortal en su memoria. Hay besos que se olvidan porque no hay ningún motivo para recordarlos. Hay besos que no se olvidan porque es imposible hacerlo. 

El televisor

10.05.2013 20:45

Llevaba horas delante de la pequeña pantalla. "Apaga ya la televisión y sal a la calle a jugar", gritó su madre. No la escuchó. O tal vez sí, pero no hizo caso de su consejo. No podía. Hacía mucho tiempo que había dejado de ser capaz de tomar ese tipo de decisiones. Los colores chillones de la pantalla, las voces agudas, las historias absurdas, pensadas para niños de su edad, ocupaban ya todo su ser. Eran su realidad. Un mundo imposible sin problemas de adultos. Sin gritos. Sin enfados. Un mundo en el que todo lo que se rompe se recompone por arte de magia. "Apaga la televisión". La voz de su madre era un rumor lejano, amortiguado por el ruido ambiental de la sala. De repente, la fuerza de la luz que se adentraba en la habitación, esa luz fuerte y calurosa de los mediodías del verano, comenzó a matizarse, a escaparse. Antes de darse cuenta, una oscuridad total le rodeaba. No podía ver nada. No podía ver a nadie. No sabía dónde estaba, y a lo lejos, muy lejos, escuchó la voz de su madre. "¿Dónde se habrá metido este niño que se ha dejado la tele puesta?". Cuando oyó como su madre apagaba el aparato, las voces y los colores chillones volvieron. Nunca más dejaron de estar con él. 

La ausencia

10.05.2013 14:03

De la mano, caminando, fuertemente agarrados. Tranquilo. Seguro de sí mismo. Era un hombre diminuto. Prácticamente invisible. Ella, su mujer, estaba hecha a su medida. Se movía con gestos rápidos, tratando siempre de pasar desapercibido. Y lo lograba. Durante años hizo siempre lo mismo. De casa al trabajo, del trabajo a casa. Únicamente se tomaba unos minutos libres para tomar café en la máquina expendedora de una empresa cercana. Cada día, subía las escaleras, echaba su moneda por la ranura, esperaba por su café y se marchaba. Tan silencioso, tan pequeño, que a veces nadie le veía. Nadie reparaba en su presencia. Cuando todo ocurrió, cuando pensó que era el fin de su vida, cuando dejó de ir a trabajar, todo el mundo notó, repentinamente, ausencia. El hombre invisible formaba parte de una rutina diaria destrozada por completo con su desaparición. Cuando volvió a verle, con su mujer, paseando con una sonrisa satisfecha en la cara, con la seguridad que sólo los hombres buenos pueden tener, sintió que todo volvía a su sitio. Que cada cosa ocupaba su lugar. Era un hombre diminuto, prácticamente invisible, pero fundamental en el orden de las  cosas. En el organigrama absurdo de la vida. 

Obsesión

09.05.2013 12:46

No quería pensar en lo que le estaba pasando. Sabía que debía ser una obsesión paranóica que le había trastornado porque todas las demás opciones no eran posibles. Se convenció de ello y, durante un tiempo, incluso se lo creyó. Pero, como todas las mentiras que uno se cuenta a sí mismo, acaban saliendo a la luz. Un buen día se le cayó una oreja. Intentó ocultarlo, pero, seamos sinceros, es complicado ocultar algo así. Resulta aparatoso y algo sanguinolento recoger una oreja del suelo con estilo y sin que se note. Otro día perdió un trocito pequeño de mejilla. Fue así, como quién no quiere la cosa, pero ocurrió. Días más tarde, uno de sus ojos comenzó a estar suelto. Intentó encajarlo dentro de su cuenca. Fue inútil. Su pelo empezó a desenebrarse. Sus dedos se desprendieron de la mano... raro era el día en que no perdía algún miembro que siempre había considerado imprescindible. Así fue perdiendo todo hasta que lo único que le quedó fue su corazón. O más bien la ausencia del mismo porque su corazón ya se lo había llevado ella años atrás, y él ni siquiera le dijo que lo sentía. No le quedaba nada, tan sólo seguir viviendo con su ausencia. 

Ajos

08.05.2013 21:06

Los recuerdos son como las olas del mar, van y vienen, sin que exista un recorrido previo que marque su camino. O tal vez sí. Hay fragancias que recuerdan a alguien, aromas que traen a la mente momentos determinados, imágenes que nos hacen retroceder al pasado. La memoria es así de particular. Así de irracional. A ella le pasaba con el olor a ajos recién cortados. Ese aroma intenso, penetrante, a veces hasta desagradable, pero siempre exquisito le hacía pensar en él. Recordaba sus manos hábiles, fuertes, decididas, sobre la tabla de madera troceándolos con la cadencia segura de quién sabe lo que hace. Con la seguridad que da el conocimiento. Deshaciendo con cada gesto su firmeza, para convertirlo en una mezcla prodigiosa de sabores. Lo recordaba con la misma intensidad que añoraba sus manos sobre su cuerpo, esculpiéndolo, moldeándolo, convirtiéndolo en algo delicioso que ni siquiera imaginó que podía llegar a ser. Los recuerdos son como las olas del mar. Por eso, cada vez que pasaba por el mercado, se acordaba de él. Y sonreía. 

El callejón

08.05.2013 16:49

Había que atravesar un callejón angosto y oscuro para llegar hasta él. Se trataba de una pequeña calle tallada en piedra hace, tal vez, cinco siglos. Una maravilla que admirar durante el día, pero un lugar lúgubre y un tanto tenebroso llegada la noche. Allí vivía, en una casa pequeña, diminuta, en la que apenas tenía lo básico para seguir adelante. No necesitaba más. No quería más. La necesitaba a ella. Era, de hecho, lo único que quería del mundo. El amor de ambos estaba separado por un callejón de piedra que, por las noches, muy pocos cruzaban. Él le pidió que se quedara allí, junto a él, pero no supo dejar su casa amplia y luminosa. Ella quiso que él fuera a vivir a su mansión, pero sabía que él no era hombre de grandes lujos. Sólo un callejón separaba sus días, pero un amplio abismo separada su existencia. Un abismo que ninguno de los dos estaba dispuesto a cruzar. Había que atravesar un callejón angosto y oscuro para llegar hasta él. Nunca más volvió a cruzarlo. Nunca abandonó la luz.

La luz del pasillo

07.05.2013 21:11

Por las noches siempre le pedía a su padre que dejara la luz del pasillo encendida. Sabía que no tenía mucho sentido porque se sabe de sobra que los monstruos siempre salen de los armarios o se esconden debajo de la cama y todo eso está dentro de la propia habitación, pero, de alguna curiosa manera, la rendija de luz que acertaba a divisar entre las sábanas y las mantas bajo las que dormía sepultada, tenía en ella un efecto tranquilizante. Una vez que conseguía dormirse no se enteraba de nada, pero el ratito que pasaba desde que papá se marchaba, una vez finalizado el cuento, y conseguía conciliar el sueño, era aterrador. Imaginaba formas misteriosas, siluetas que surgían de la oscuridad, ojos brillante que salían de la nada, y otro sin fin de desatinos que se habían convertido en habitantes habituales de sus peores pesadillas. La luz amarillenta del pasillo era su única aliada en ese universo terrorífico. Lo fue durante muchos años, y siempre cuidó de ella. Justo por eso, mucho tiempo más tarde, cuándo su hija le preguntaba porqué siempre le dejaba encendida la luz del pasillo después del beso de buenas noches, le decía: "No te preocupes, y duerme bien. Te dejo en las mejores manos". 

Frente al mar

07.05.2013 20:20

Podía pasar horas sentada en el muro mirando al mar. El sonido de las olas, balanceándose adelante y atrás, con su rítmica cadencia de diapasón. El olor a sal, tan denso que se colaba hasta el interior de sus pulmones y proyectaba imágenes en sepia de su niñez y adolescencia. Podía pasar horas mirando al mar. Allá, en el azul infinito, se perdía soñando despierta cada mañana y cada noche, y cuando la luna se asomaba coqueta al espejo marino en los días calmados, sus ojos se quedaban prendados de cada instante. Los memorizaba como fotografías de un álbum imaginario. Podía pasarse horas mirando al mar. De alguna manera, de alguna forma extraña y misteriosa, estaba convencida de que también el mar podía verla. Podía sentirla, olerla, saborearla. Se sentía parte de él, de sus corales, de su costa abrupta y escarpada, de sus fondos arenosos y cristalinos, y esperaba, sentada en el muro, su llamada. Nunca habia ocurrido, pero sabía que llegaría el momento y, ese día, la encontraría frente a él. Preparada. 

La mano

07.05.2013 16:48

No sabía caminar hasta que la conoció. No es, en realidad, que sus piernas no respondieran correctamente a sus mandatos, no es que no le llevaran a los lugares que quería ir; es más bien que hasta que el momento en que se conocieron, él no quería ir a ningún sitio. No tenía ningún objetivo. Ella dio sentido a su camino y puso rumbo certero a su vida, a su destino. Fue ella y nadie más la que le ayudo a levantarse una y otra vez del suelo. Cada vez que caía, su mano estaba allí para impulsarle nuevamente hacia delante. Para, con delicadeza, recoger sus restos y reconstruirlos cuando se rompía su espíritu. Ella lo era todo para él hasta que, un buen día, decidió dejar de serlo. Un buen día su mano sencillamente dejó de estar cerca. Un buen día dejó de unir sus piezas. De sostener su espíritu. De reconstruirlo. Dejó de amarle. Un buen día se marchó y la vida siguió con el mismo poco sentido que había tenido hasta conocerla. No sabía caminar hasta el momento en que la vio. Y tal vez, hubiera sido mejor no haber aprendido a caminar nunca.  

La partida

06.05.2013 19:34

Tardó un tiempo en entenderlo. Era una de estas cosas que, de puro evidentes, no se aprecian. Al principio pensaba que su destino estaba escrito en las estrellas y que no dependía de él en absoluto. Luego, bastante más tarde de lo que podía esperarse de un hombre inteligente, se dio cuenta que la vida no era más que una partida de ajedrez. Según se muevan las fichas se va dibujando el camino. Ir demasiado rápido o demasiado despacio podría alterar el final de la partida. Había que reconocer que esta posibilidad era mucho más inquietante que una simple carta astral. Ni un sólo segundo del día era anodino. No existía el aburrimiento. Todo sumaba para el resultado final, para el jaque mate. Tardó un tiempo en entenderlo, pero cuando logró hacerlo, se dio cuenta que el mundo era un lugar mucho más interesante. 

El poeta

06.05.2013 17:27

Se hizo poeta porque nadie le entendía cuando hablaba. Ella tampoco. Le miraba con ansiedad, pero era evidente que no podía comprenderle. Tenía tanto que decir, tantas cosas en su cabeza, y tan poco tiempo para expresarlas. La vida se le escurría de las manos por segundos. Imparable decidió escribir todo lo que sus labios no eran capaces de narrar. Y contó la historia de miles de personas desconocidas, de universos habitados por seres que sólo existían en su cabeza. Inventó un idioma, un gobierno, un mundo y sus habitantes. Dibujó una estrella con palabras sólo para que ella, por fin, pudiera entender lo que sentía. Tampoco así lo consiguió. Él no hablaba, ella no leía. No se escuchaban. No se veían. Se amaban en la oscuridad. Cada vez más alejados. Se hizo poeta porque no le quedó otro remedio. Los poetas lo son, aunque nadie pueda entenderles. Aunque nadie pueda amarles por ello. 

Efímero

06.05.2013 16:05

No sabía que su tiempo iba a ser tan efímero. De haberlo sabido, habría dicho todo lo que sus labios no se atrevieron a decir. Nunca imaginó que su lugar en el mundo quedara reducido a eso. A un recuerdo, un momento, un instante, a un tal vez. Cuando cerró los ojos, sólo podía pensar en todo lo que dejó por el camino. Las oportunidades desaprovechadas, los momentos desperdiciados. No sabía que su tiempo iba a ser tan efímero. Nadie le preparó para morir antes de llegar a ser. Nadie le avisó de que esas cosas pasaban. Dejaba, como legado, mil promesas sin cumplir. Mil cosas por hacer. Mil deseos insatisfechos. No sabía nada. Vivió sin saber. Y murió igual que vivió, sólo. Tal vez en su próxima vida... Tal vez, sólo tal vez. 

Sabor a sal

05.05.2013 19:05

La melancolía tiene sabor salado, como a mar, como a lágrimas. Sabe un poco a decepción, tristeza y añoranza. Sabe a tiempo pasado y remoto, a épocas que no volverán, a gente que no regresará y que, a veces, es mejor que no regrese porque, seamos sienceros: hay melancolías que no vienen a cuento. No se puede echar de menos lo que no nunca ha sido, lo que no se ha tenido, lo que nunca ocurrió. No se pueden echar en falta los sueños. Pese a todo, él los añoraba constantemente. Los besos que no dio, los cuerpos que no abrazó, los hijos que no tuvo, las cosas que jamás se atrevió a hacer, las montañas que nunca escaló, todo lo que jamás dijo... Eran tantas las cosas que le convertían en un ser melancólico, triste, cansado, que su cuerpo entero se convertía en un vendaval salado de recuerdos. Su cuerpo se convertía en sal y, como si de una salina se tratara, se dejaba arrastrar por el viento hasta desaparecer. La melancolía sabe a lágrimas. A sal. A viento. 

 

 

 

La otra vida

04.05.2013 21:03

En algún lugar del camino, había perdido su vida. Una mañana se despertó en su cama y lo supo.Estaba sólo. Estaba vacío. No quedaba nada por lo que seguir adelante, nada. Sencillamente, las cosas habían perdido el sentido. Él mismo había errado la ruta y se había desviado hacia algún lugar en ninguna parte del que no sabía salir. Su salvación fue la ventana. Aquella rendija al universo interior de otras vidas, se cernía orgullosa frente a su casa, siempre abierta de par en par, sin miedo. Allí descubrió que el mundo seguía girando, con risas, con lágrimas, con peleas y reconciliaciones. Con besos pringosos de niños y encuentros apasionados de amantes. Sus vidas dieron vida a su existencia. Sin darse cuenta, se convirtieron en parte de sí mismo. En su motivo para caminar. Les vio crecer, triunfar y abrazar el fracaso sin miedo. Les vió vivir, viviendo en ellos. Cuando murió, muchos años más tarde, les dejó todo lo que tenía. Todas sus posesiones terrenales, junto a una escueta nota en la que, con letra trémula y torcida, les agradecia todo lo que habían hecho por él. No entendieron que significaba, pero, en algún lugar en su interior, pudieron notar su pérdida, la ausencia de su mirada, un gran vacío que no sabían como llenar. 

Paella

03.05.2013 19:41

Uno a uno, sin prisa. Sus manos iban desnudandolos, despojándolos de su primera piel para despues trocearlos de manera cadente, rítmica. Las verduras, ya divididas en mil formas, se apilaban en cuencos. Las carnes, desgarradas, en platos.Los mariscos esperaban su turno y el cereal reposaba en su lugar correspondiente. Cocinar tenía algo sensual, relajante, casi afrodisiaco. Nunca lo había pensado, pero ahora lo sabía. La artista, creatividad pura en los fogones, se lucía haciendo desfilar uno a uno los alimentos hacia el fuego, meciéndolos, acunándolos, acariciándolos hasta que sus formas prietas y firmes se desvanecían y se fusionaban unas con otras. Traspasando sus sabores, sus olores y cautivando los sentidos de quienes iban tenían el placer de admirar el espectáculo. Quién además pudo paladear el resultado, deslizarlo por su gargante, saborear la miscelanea de colores y sentidos, alcanzó, probablemente, una suerte de extasis inesperado. Por su parte, jamás pensó que hacer y comer una paella podía resultar tan erótico. Tendría que aprender a hacerla. 

El olor de la felicidad

03.05.2013 14:06

A tierra mojada. No tenía duda. Ése, y no otro, debía ser el olor de la felicidad. El olor de los buenos momentos, de los días de infancia, de los recuerdos... Ese aroma que sólo es posible los días de verano cuando, tras una jornada de mucho calor, el cielo se rompe de par y en par y la lluvia refresca el ambiente. Derramándose sin prisa. En esos días en que la tierra, agradecida, regala todo su aroma a quienes la habitan. El olor del primer amor, de los primeros besos robados, de las primeras lágrimas... De los sueños que nunca fueron y de los que quedan por soñar. Por desear. Por añorar. Las cosas buenas deben tener ese olor identificativo, a todo lo dulce y bueno que ha ocurrido en el pasado y que, de alguna manera, regresa cuando las primeras gotas de lluvia refrescan la tierra reseca. Ése era el aroma que quería para su vida. Para su muerte. El olor de su memoria. A tierra mojada. 

El cuerpo

02.05.2013 23:26

No recordaba en qué momento dejó de sentir su cuerpo. Era tan liviana que uno casi no se daba cuenta cuando pasaba cerca. Tan sólo su olor a fresas podía delatarla. Delgada, demacrada, casi invisible, fue perdiendo parte de su esencia por el camino sin saber qué había ocurrido. Sin saber dónde estaba. No recordaba su historia. Nunca tuvo mucho tiempo para meditar. Sólo para vivir, rápido, sin demora, y en el recorrido fue dejando gran parte de ella misma. No recordaba en qué momento dejó de sentir su cuerpo. Pero ocurrió. Odiaba mirarse en el espejo ante el temor, seguro, de que no le devolvería su reflejo. Dejó de ser apenas sin darse cuenta. Sin notarlo. No recordaba en qué momento dejó de estar, sólo sabía que ya no era ella, sencillamente porque ella ya no estaba allí. 

Midas

02.05.2013 20:54

Soñaba con ser una de esas personas que todo lo que tocan lo convierten en oro. Soñaba con palacios, jardines, alhajas y toda suerte de cosas prescindibles que él creía necesarias para ser feliz. Soñaba con ser Midas sin esfuerzo. Levantarse un buen día y poder dejar atrás la misería que creía que era su vida. Toda la normalidad y la monotonía. Y entre sueño y sueño, se le fueron escapando los años de entre los dedos, deslizándose informes, anodinos, sin llegar a tener nunca esencia propia. Eran años vividos en pos de ese día que no acababa de llegar. Murió como vivió, rodeado de personas que le querían y le cuidaban. Murió como vivió soñando metas imposibles, de la mano de quienes le amaban. Murió como vivió, sin darse cuenta que, sin palacios, sin jardines y sin alhajas, ya era Midas. Siempre lo fue.  

Sin salida

02.05.2013 18:33

No sabía como escapar de allí. Se había metido él sólo en el laberinto. Consciente de las complicaciones que entrañaba entrar en él, pero seguro de que sabría cómo escapar en el momento que lo deseara. O lo necesitara. En realidad, nunca pensó que ese momento fuera a llegar. Tenía la situación controlada. Pero las situaciones son cómo son, y cuando menos se lo espera uno, se descontrolan, y todo lo que tenía que estar en un lugar determinado se había, de alguna extraña manera, ubicado en otro. Las cosas no eran como quería. No eran como esperaba. Sus sentimientos no eran los que debían ser. Su corazón ya no era suyo. El laberinto se había estrechado de tal manera que la escasa luz que vio, sin sospechar presagio alguno, en los últimos días, se había transformado en oscuridad total. Absoluta. El laberinto se había convertido en túnel, y el túnel no tenía salida. No sabía cómo escapar de allí. Se sentó, cerró los ojos e intentó pensar en una solución. En una salida. Soñó con la luz, tal y como él la había conocido. Y recordó lo bueno que era todo aquello que había dejado atrás por aventurarse en aquel lugar sin salida. No sabía como escapar de allí. Se tumbó en el suelo, en aquella noche oscura eterna y, antes de darse cuenta se fundió con los muros de piedra que le sostenían. Se fusionó con la hiedra. Con el barro. No sabía como salir del laberinto y se convirtió en parte de él. 

Los bombones

02.05.2013 18:19

Tenía una enorme caja de bombones. La más grande que había visto nunca. Eran de una delicadeza inusitada. Rellenos de frutas exóticas y licores muy apreciados. El chocolate era, por supuesto, el mejor del mercado. Cada bombón era, en sí mismo, una auténtica filigrana artística realizada por el más prestigioso pastelero. Siempre tenía la caja en un lugar destacado de la cocina, suficientemente fresco para que no se estropearan, pero cuidadosamente ubicado para que fueran vistos y apreciados. ¡Qué buena pinta!, le decían. Y ella se enorgullecía como si fueran sus propios hijos. Por supuesto, nunca se los ofrecía a nadie porque nadie le parecía lo suficiente bueno, delicado y gourmet como para saber apreciarlos. Hasta que un buen día apareció esa persona que ella sabía que disfrutaría como nunca paladeando en su boca la exquisitez de sus bombones. Le ofreció uno y se deleitó viendo como los dedos de su invitado desnudaban la pequeña obra de arte con cuidado, sin prisa pero sin pausa. El papel brillante fue cayendo y el chocolate brilló con todo su esplendor. Al acercárselo a la boca, su invitado le dio un sensual mordisco. Pequeño, delicado, como muerden los que saben hacerlo debidamente. No fue tan delicado su exabrupto al escupir su contenido repleto de gusanos. Gusanos verdes, amarillos, pequeños, grandes, informes... Finalmente, fueron ellos los que se dieron un auténtico festín con los exquisitos y artísticos bombones. Un banquete digno de Reyes. O de gusanos.

La margarita

02.05.2013 17:58

Al deshojar la margarita una angustia absoluta le invade. Cada pétalo que arranca es una oportunidad menos de alcanzar el sueño deseado. La margarita va quedando triste, desnuda, deshojada. Cabizbaja y ajena al juego demoledor. Si, no, si, no... cada vez más cerca del final agónico,  cada vez más lejos de la plenitud. Nunca más volverá a deslumbrar a nadie con su belleza. Nunca más su aroma arrebatará a nadie. Si, no, si, no, si, no... se aleja del deseo al ritmo vertiginoso de los dedos deshumanizados. La flor cada vez es menos flor. Antes, mucho antes de deshojar la margarita, sus ojos tristes se posaron en ella. Tal vez, sólo tal vez, será mejor salir a luchar por lo que anhelo, se dijo. Ninguna margarita solucionó los problemas de nadie. Ninguna lo hará. La margarita se  dejó dormir al sol primaveral, con las ráices bien agarradas a la tierra. Plena de belleza y fragancia. Su deseo, sí que se había cumplido. 

Postales color sepia

02.05.2013 08:31

Tenía una de esas risas que envolvía todo y a todos los que había a su alrededor. Saltarina, viva, divertida, contagiosa. El peor de los días a su lado siempre tenía una parte buena. Con ella era sencillo ver el lado bueno de las cosas. Era pequeñita, pero tenía unos ojos enormes y expresivos que se convertían en el mejor espejo de su alma. Isabel era de esas amigas que piensas que siempre estarán ahí porque forman parte de tu vida, y de las que, por aquellas cosas del destino, te acabas alejando. El destino es un tirano para estas cosas. Gasta bromas pesadas que no tienen solución. Desde la distancia recuerdo los días de antaño como postales color sepia, llenas de luz y color. Postales nostálgicas que querría apresar para siempre en mi recuerdo. Tenía una de esas risas que envolvía todo y a todos. La sigue teniendo pero a mí ya no llega su eco. 

 

La segunda oportunidad

02.05.2013 08:05

Hay cosas que no se pueden reparar. Una vez que te has roto en mil pedazos es complicado reconstruir las piezas y comenzar de nuevo. Otras, la vida te da una segunda oportunidad y te permite resurgir de tus propias cenizas. Pero no es habitual. A ella le pasó. Se deshizo en lágrimas, angustia y tristeza y se convirtió en nada una y otra vez. Desapareció literalmente. Se volvió invisible para quienes la amaban, o más bien para quienes nunca la habían amado. Se sintió sola y perdida, muerta. La vida da, a veces, segundas oportunidades, aunque no siempre son como las esperas. No siempre aparecen dónde sospechabas que podrían estar, ni de la mano de quién pensabas que aparecerían. Las segundas oportunidades son así, sorprendentes. Siempre hay que morir para resucitar pero, en ocasiones, merece la pena. Nadie podría decir en qué lugar estaba el pegamento que unía los fragmentos de su vida. Ni siquiera ella lo recordaba.

María

30.04.2013 08:25

Se llamaba María. Y era, esencialmente, buena. Hacía la peor tortilla del mundo y las rosquillas más deliciosas. Y unas albóndigas que no tenían comparación con nada. Pero, sobre todo, daba unos besos y unos abrazos incomparables. Grandes, mullidos y con un olor a limpio que te hacía sentir querida. No entendía nada de política pero, a su manera, sabía qué era lo que estaba bien. Se llamaba María y cada vez que me veía aseguraba, convencida, que me habían crecido los ojos. "Abuela, los ojos no crecen", decía yo. "Los tuyos, sí". Siempre estaba de pie, entre la cocina y el salón, organizando las vidas de todos los que tenía alrededor. Ninguno sabía que sin ella el mundo, su mundo organizado y agradable, dejaría de existir. Ninguno sospechaba que giraba en torno a ella. Todos tenían prisa por crecer, por triunfar, por vivir y María escuchaba con una sonrisa siempre preparada para dar ánimos. Se llamaba María y era la tercera voz que siempre quería escuchar cuando volvía a casa. El tercer beso que necesitaba dar. Se fue, tal y como vivió, sin molestar. Sin dar la lata. Se llamaba María y cada día la echo un poquito más de menos. 

El abrazo

29.04.2013 12:12

Sus pequeñas manitas atesoraban su cuello con auténtica ansiedad. Con devoción. Temía perderla. Era todo lo que entendía de ese universo extraño que llamaban mundo. Ella era su vida. Su heroína. Su descanso. No sabía todavía que, mucho tiempo después, necesitaría distanciarse de ella. Alejarse. Crecer por sí mismo, rompiendo ataduras. Volar. No sabía tampoco que algo más tarde comenzaría a necesitarla de nuevo a diario. Como cuando era niño. No podía ni imaginar que llegaría un día en que soñaría con poderla volver a ver. A besar. A abrazar. Sólo sabía que al abrazarla fuerte, los miedos dejaban de existir. Y se dejaba dormir sobre su hombro recio, con los ojitos cerrados. Y enterraba la nariz en su melena espesa. Nada huele tan dulce como mamá. 

La vida misma

29.04.2013 11:56

Mil vidas habían pasado desde que alguien les presentó en algún lugar de su memoria. No recordaba cuándo ni porqué motivo, pero la atracción fue inmediata.  Instantánea. Nada más rozarse supieron que pasarían toda su vida juntos. Luego, la vida misma fue la encargada de separarles, de destrozar con saña todo aquello que habían construido. De echar abajo su historia. De demoler con sádico placer las pequeñas columnas que sostenían sus vidas. La vida hace esas cosas. Más tarde, siglos después quizá, volvieron a encontrarse y la misma pasión demoledora les asaltó. Les inundó sin piedad. Con deleite. Esta vez, se dijeron tendrían más cuidado al poner la base de sus cimientos. Esta vez le esconderían a la vida la felicidad absoluta que les consumía. Hay cosas que es mejor no decir. 

Besos para comer

29.04.2013 11:36

Se alimentaba de besos. Siempre fue así y jamás perdió tiempo en averiguar porqué él era diferente. Mientras los demás devoraban alimentos, él sólo necesitaba una ración diaria de besos para subsistir. Besos de amigos, de saludo, de pasión, de compromiso, de niño, de anciano, de joven... daba igual. Tan sólo necesitaba el roce de unos labios en su piel, suaves y delicados. Besos dulces, besos amargos, besos ácidos y corrosivos. Todos valían. Era el alimento de su alma que, poco a poco, se iba quedando famélica. Devoraba besos de manera tan veloz que el signficado oculto de los mismos se había perdido. Acumulaba besos con ansia bulímica, atesoraba besos que no necesitaba. Era su naturaleza. Siempre fue así y siempre lo sería. 

La pompa

29.04.2013 11:22

Le gustaba comer chicle. No era muy elegante, ni muy femenino. Lo sabía y le daba igual. Su abuela lo odiaba. Decía que parecía un 'chicazo' cuando mascaba sin parar, y durante horas, aquella goma insípida. A ella le relajaba. Afrontaba, de alguna manera, sus inseguridades con aquel ritmo cadente, incesante, de su mandíbula. Arriba, abajo, arriba, abajo... Y ese sabor a fresas que se iba perdiendo en su boca hasta desaparecer. Le encantaba mascar chicle. Y hacía grandes pompas que desafiaban la gravedad. Un día su lengua, hábil y traviesa, le dio forma a la mayor pompa del mundo, y sopló, sopló, sopló hasta que la pompa se hizo gigantesca. Más grande que ella misma. Una gran pompa infinita que comenzó a elevarse y la levantó del suelo, dirigiéndola a un vuelo imposible con sabor a fresas ácidas. No era muy femenino volar con una pompa de chicle gigante, pensó. Pero le dio igual. Voló, voló y voló...  Y nadie nunca la vio regresar. 

El gato

29.04.2013 11:06

Tenía el cuerpo de terciopelo y los ojos brillantes y rasgados como dos piedras preciosas. Era un auténtico peluche. Su peluche. Cuando nació, él ya estaba en casa. Realmente era el rey de la casa. El amo. Con su paso sigiloso y pausado, lo llenaba todo. Se arrebujaba sobre el sillón, enroscado sobre sí mismo, al sol, en espera de su ración diaria de mimos, caricias que agradecía con su tradicional ronroneo feliz. Por las noche, siemnpre a la misma hora, aparecía en su cuarto y se instalaba, cómodamente, a sus pies, cuidando de sus noches y ahuyentando sus pesadillas. Tenía el cuerpo de terciopelo y los ojos más astutos del mundo. Siempre pensó que estaría allí toda su vida. ¿No tienen siete vidas los gatos? Se decía a sí mismo. Estiró y disfrutó cada una de ellas al máximo, y se hizo anciano entre las cuatro paredes de su casa. Cuando se fue, cuando ya no pudo acariciar nunca más su lomo de peluche, decidió conservarlo para siempre en su recuerdo tal y como era en su infancia: el animal más bello del mundo. Tenía el cuerpo de terciopelo, de terciopelo negro. 

La luz

29.04.2013 10:48

Sólo veía oscuridad ante él. En pleno verano, a él todo le parecía niebla y penumbra. Pesadumbre. La maraña de la depresión había ganado la batalla. No podía más. No quería poder más. Sólo deseaba descansar. Cerró los ojos y pensó en el final. Un final feliz, luminoso, radiante. La vida que siempre deseó tener y que sólo pudo anhelar, arrastrado por una realidad aborrecida. Nada había sido cómo debía ser. Nada era cómo debía ser. Niebla. La densidad de la bruma era tal que se perdía en ella a cada paso. A cada instante. Cerró los ojos y cuando todo parecía haber acabado, lo notó. Pegajoso, suave, delicioso. Un beso pequeño, diminuto y lleno de fuerza. "Papá, levántate, queda mucho camino por recorrer". La luz llegó a raudales de la mano de esa manita pringosa de caramelo. Ya nada sería oscuro nunca más. 

El espejo

29.04.2013 09:36

Sabía que en su interior existía un mundo desconocido, un universo lleno de posibilidades infinitas. Una tierra prometida hecha a medida de quién se reflejara en él. Sabía, porque esas cosas se saben, que el enorme espejo que siempre estuvo en una esquina del cuarto de su abuela era, en realidad, una puerta a la tierra de las vidas imposibles que soñaba. No podía ser que esas historias estuvieran sólo en su cabeza. Ocurrían y, por las noches, de alguna manera llegaban a ella a través del espejo. Había crecido en su reflejo, por eso, precisamente, existía un nexo de unión entre ambos. Cada día, antes de acostarse, se asomaba a esa ventana increíble para saludar a los seres del otro lado y, aunque el espejo sólo le devolvía su reflejo, ella sabía que podían verla. Ellos sabían que conocía su secreto. Era cuestión de tiempo que los demás se dieran cuenta. Mientras tanto, sólo podrían habitar en sus sueños. 

¿Quién eres?

29.04.2013 09:18

Los ojos hundidos, enmarcados en un rótulo de negras ojeras. El espejo le devolvía una imagen degradada de sí misma que no le gustaba. Qué había pasado, en qué momento su vida dejó de ser sencilla de manejar y se convirtió en un torbellino de sentimientos, emociones y problemas. No se reconocía en su propia imagen. No le gustaba la persona que estaba en frente. Los ojos, antes brillantes y llenos de vida, eran opacos y oscuros. La sonrisa, siempre dispuesta no hace demasiado tiempo atrás, había dejado paso a una extraña mueca deforme. ¿Quién era ese ser que le miraba desde el espejo? No se gustaba. Ya no. Tampoco tenía ganas de luchar contra la realidad para transformarla en otra cosa. Decidió dejar de mirarse en los espejos. Decidió dejar de existir para ella misma y para los demás. Decidió olvidarse, y todos se olvidaron de ella. 

El puzzle

26.04.2013 13:07

Nunca tuvo prisa por terminar. Era un trabajo delicado. Encajar una a una todas sus piezas, en el lugar correcto y en el orden adecuado. Se tomó su tiempo. Limpió cada pieza de malos recuerdos y de momentos que nunca debieron producirse. De palizas, de llantos, de gritos y humillaciones. Les sacó brillo con sus besos y las fue colocando con delicadeza en dónde siempre debieron estar. Al final, logró recomponer el puzzle de su alma rota a pedazos, y ella nunca volvió a tener miedo. 

La despedida

26.04.2013 12:27

El corazón en un puño y los ojos anegados en lágrimas. Tenía que marcharse. Tenía que dejar todo aquello que un día, no muy lejano, dio sentido a su vida. Tenía que aprender a decir adiós, tal vez para siempre. La boca seca, una sensación extraña en el pecho, y un calor sofocante que, de repente, se transformaba en frío. No me quiero ir, pensó. Éste es el mundo que conozco y no quiero aprender a vivir en ningún otro. Caricias, abrazos, besos, peleas, reconciliaciones, risas y llantos que formaban parte ahora del mismo equipaje. Adiós, volveré. Lo dijo con la voz a punto de quebrarse, pero no quedaba nadie ya para escucharle. 

El abuelo

26.04.2013 11:52

Contaba cuentos imposibles como nadie. Con una paciencia infinita y una ternura que no parecía posible si quiera en un hombre tan serio como él. Militar de carrera, acostumbrado a llevar sobre los hombros la carga de ser responsable de la vida de sus hombres, cuando llegaba a casa, recuperaba su vida. La de verdad. La que valía la pena. Hacía la tortilla de patatas como un auténtico chef, y le daba igual que, en aquel tiempo, no se considerar una cosa 'muy masculina' entrar en la cocina. Mimaba y cuidaba a su esposa como si fuera una princesa. Para él, lo era. Siempre soñó con ser invisible y, por las mañanas, a la hora del desayuno, con alguno de sus nietos en las rodillas, desgranaba aventuras increíbles en las que, él mismo y toda su descendencia, hacían la vida imposible a los propietarios de grandes almacenes, haciendo volar las cosas sobre sus cabezas. Y ellos se hacían invisibles con él. Se hacían invisibles por él. Decían que tenía mucho carácter y un genio de mil demonios. Ella jamás lo vio enfadado. No era un abuelo más, era único. Todavía ahora, cuando ya hace mucho tiempo que se fue, se sigue haciendo invisible a ratitos, sólo para acordarse de él. 

La pastilla de jabón

26.04.2013 10:56

Pusieron la casa perdida. No sabía de dónde sacaron la extraña idea de que con un cuchillo, algo de pintura y una pastilla de jabón, podrían hacer una flor que pareciera de verdad y oliera bien. Tallada a mano, decían. No sabía si enfadarse o echarse a reír por la ocurrencia infantil. Además, con un calor de cuarenta grados y en la terraza, la cosa acabó aún peor de lo que parecía. Sólo ver las caritas de susto, los ojos gigantescos abiertos de par en par, convencidos de que la riña que les iba a caer sería épica, se le pasó el disgusto. Zacarias se sentó en su sillón, resguardado del calor, y se echó a reír con todas sus ganas. Sabía, como lo saben todos los padres, que la travesura se convertiría, con el tiempo, en uno de esos recuerdos imborrables que siempre perduran en la memoria. Una pastilla de jabón que nunca se desgastaría. 

El vuelo

26.04.2013 09:54

Siempre quiso viajar, pero la vida no se lo permitió. El trabajo, la familia, las obligaciones adquiridas... Las circunstancias no fueron propicias. Soñaba desde niño con recorrer la Muralla China, visitar Bangladesh, los Fiordos noruegos... recorrer el mundo sin prisa, pero sin pausa, conociendo gente, viviendo temporadas en los sitios que visitaba... En lugar de eso, se casó muy joven, tuvo hijos, se hipotecó y tuvo una vida corriente. Feliz, pero convencional. Tras la muerte de su esposa, con sus hijos ya mayores, nada le ataba a la tierra. Ya no tenía raíces. Poseía todo el tiempo del mundo, al menos todo el que le quedara por vivir, algunos ahorros y muchas ganas de conocer cosas nuevas. Ahora, por fin, podía volar. Desplegó sus alas y alzo el vuelo hacia el horizonte y nadie, nunca, volvió a saber de él. 

El beso

26.04.2013 09:18

Llevaba en su recuerdo, cosido al bies de su memoria, el último de sus besos. Era su único instante de paz en medio de un mundo que se estaba viniendo abajo por instantes. Sus labios suaves, casi de niña. ¿Cómo olvidarlos? Había pasado demasiado tiempo de aquello pero ese instante, ese momento, pervivía en su mente, inalterable. No podía decir cuando sus labios se tocaron por primera vez, pero aquel último beso... volvía a su cabeza una y otra vez, tal vez, porque los dos sabian que sería el último. Y también sabía, con una seguridad absoluta, que seguiría saboreandolo, cuando ya no pudiera recordar nada más. 

La fuga

25.04.2013 21:01

No le gustaba lo que veía. Su particular mundo, un lugar que, hasta no hacía demasiado tiempo, era agradable y feliz, se había convertido en un territorio inhóspito y desconocido. Nada era lo que debía ser. Las guerras, aunque sean interiores, son así. Los días azules se habían vuelto grises, el sol se había ocultado y la ola perfecta se había convertido en un tsunami de consecuencias desconocidas. Y no quería nadar. No le gustaba el mundo.Ya no le gustaba la gente. No conocía a las personas que antes amaba y ahora se odiaban entre sí. Dejó de hablar. Dejó de escuchar. Dejo de mirar. No le gustaba aquello en lo que el mundo se había convertido y, en lugar de luchar, eligió olvidar y se marchó. Nunca nadie volvió a saber de él. 

Incertidumbre

25.04.2013 20:28

Seis millones de personas sin trabajo.Silencio.

La impotencia ocupa las calles. A sus anchas.

Los vecinos rebuscan en la basura algo que llevarse a la boca. Hambre.

Los jóvenes hacen sus maletas y dejan a sus abuelos rumiando cuentos de viejo. La historia se repite. Incertidumbre.

Los perros que ladrán podrían morder, dicen. Terror.

No hay salidas cuando nadie hace camino. Angustia.

No hay destino. Oscuridad.

Habrá que empezar a caminar. Esperanza.

Deprisa

25.04.2013 12:50

Tenía prisa. Siempre tenía prisa. Iba corriendo a todas partes. Dormía poco para no perder el tiempo. Se daba duchas rápidas, tomaba desayunos ligeros, comía en el trabajo, y entre las idas y venidas, iba al gimnasio, al psicólogo, a ver sus padres... todo, eso sí, cronometrado. Quince minutos para correr en el parque, diez para comer, veinte minutos de reunión con algún magnate, quince para ver a sus hijos, dos minutos para hablar con su ex... su vida estaba medida por las manillas del reloj y por la agenda que, hábilmente, le llevaba su secretaria. Tenía amores rápidos, sin importancia, sencillos de olvidar. Amigos de conveniencia, de los que no dejan huella. De esos que nunca están cuando hace falta. En realidad, toda su vida era sí, fácil de olvidar. Consumida demasiado rápido como para dejar huella. Lo sabía, pero le daba igual. Caminaba, con la misma urgencia que vivía, hacia la muerte. 

Las cortinas

25.04.2013 11:59

Le daban miedo las cortinas. Siempre había sido así. Hay cosas que son y nadie se pregunta los motivos. Eso le ocurría a él con las cortinas. Cuando, sentado en alguno de los sillones de su casa, daba igual el ángulo del salón en el que se encontrara, veía como el viento las llenaba y las vaciaba una y otra vez, como jugaba con ellas elevándolas y dejándolas caer, le invadía un sudor frío inexplicable. Se convertían, en su calenturienta imaginación, en seres informes que vagaban a sus anchas por las estancias de la casa cuando él no estaba mirando. Seres capaces de desprender su cuerpo, hecho de tejidos desconocidos, de la pared y cobrar vida. Cuando se acostaba por las noches, al cerrar los ojos, la primera imagen que se venía a su mente era un ente deforme e inexplicable hecho de viento y jirones de tela, cuyas maliciosas intenciones desconocía. Cuando compró su primera casa, lo tuvo claro: vistió todas las ventanas con estores. Y, a pesar de todo, a pesar de haber ahuyentado sus peores pesadillas... Nunca dejó de echar en falta la magia de aquellas fantasmales cortinas. 

Desmemoriados

25.04.2013 11:52

El día que se conocieron, ni se miraron. Ninguno de los dos se dio cuenta de la existencia del otro, pero los amigos de ambos insistían en que ese fue el día en que fueron presentados. No recordaban como comenzaron a verse. Ni cuándo empezaron a salir. Desconocían en que instante les gustaron las mismas películas, les hicieron gracia las mismas bromas... cuando comenzaron a saborear los mismo platos de comida. No sabían en qué momento empezaron a necesitarse, ni mucho menos cuando se hizo evidente que ninguno de los dos podía continuar su camino por separado. No recordaban nada de sus inicios, pero tenían todo el camino por delante para seguir avanzando juntos. 

Añoranza

25.04.2013 11:45

No podía imaginar mejor destino que su piel cálida. Mejor futuro que su boca llena de promesas. No podía, ni si quiera soñar, mejor estancia que su cuerpo, ni un descanso mayor que sus cabellos. Pero, ahora, todo eran recuerdos. Cada instante vivido le parecía parte de una historia por escribir. Nunca se dio cuenta antes, pero claro, siemrpe estuvo ahí. A su lado. No recordaba un sólo instante de su vida sin él. Su simple ausencia había trastocado su Universo. Tendría que aprender a vivir de nuevo, a respirar, a caminar, a llorar... No podía imaginar mejor destino que su recuerdo. 

El regreso

25.04.2013 11:29

Durante todo el tiempo que duró el viaje no pudo pensar en otra cosa. Se lo había prometido. Imaginaba su carita redonda y sus ojos grandes mirándole, esperando, y él, lo había olvidado. Había hecho una promesa y su palabra se quedó por el camino, en algún lugar, entre su voluntad y su memoria. "No pasa nada", le dijo su mujer cuando hablaron por teléfono. "En otro viaje, y ya está". Pero sí pasaba. El niño estaba esperándole y se llevaría una desilusión al verle llegar con las manos vacías. Y era de noche, no podía comprar nada en ningún sitio y mucho menos eso... Tendría que aceptar que su llegada sería motivo de una nueva desilusión, como aquella vez que no llegó a tiempo a su cumpleaños, o aquella otra que no fue a verle al partido de fútbol... Tantas veces. Iba pensando en eso cuando abrió la puerta de su casa dispuesto a sumar un nuevo fracaso a su lista interminable de derrotas. Resignado. Todo estaba en silencio, al menos la madrugada se había convertido en su aliada temporal. Se quitó la ropa y cuando se disponía a acostarse notó unos bracitos que se le echaban al cuello. "¡Papi, has llegado!", le susurró al oído, "Soñé que no ibas a llegar nunca y llevo un rato esperándote. Yo sabía que volverías, tú eres mi papi y nunca me engañas". Cuando cerró los ojos se sintió el hombre más feliz del mundo. 

Recuerdos de limón

25.04.2013 09:51

Los recuerdos saben a limón. Los míos, al menos, tienen ese regusto cítrico que refresca la mente y el alma de una manera agridulce porque, claro está, los limones de mi pasado tienen azúcar. A veces más, otras menos, pero el regusto final, el sabor que deja en la boca es bueno. Los recuerdos saben a limón granizado en un día caluroso de verano, consumidos con ansia y avidez. Son necesarios. Precisos para seguir adelante con fuerza. Son el báculo para continuar el camino. Todos mis recuerdos saben a limón. Todos menos uno. Todos menos el tuyo. Tu recuerdo no me sabe a nada. Es "insaboro", como el agua, pero necesario para seguir existiendo. 

El salto

25.04.2013 09:26

Apenas sería un momento. No estaba segura pero había leído en alguna parte que era algo muy rápido. No sería consciente. La brisa le removía el cabello y aquella mañana de primavera se sentía especialmente bien. Limpia. El horizonte estaba despejado. En estos momentos, sólo existía ella y el infinito. Nada más. Los problemas habían desaparecido. En realidad, seguían ahí, pero ocultos, escondidos en algún rincón de su cabeza en el que, en estos momentos, no quería revolver. No era feliz, pero sentía algo muy parecido. Paz. Tranquilidad. Olvido. Sentimientos que le parecían lejanos, remotos. Respiro profundamente y dibujó una sonrisa en su cara. Sólo sería un salto. Nada más. 

Fresas con nata

24.04.2013 12:56

A fresas. Así sabía su boca. Lo pensó la primera vez que le dio un beso, y ahora, veinte años después, seguía saboreando fresas cuando la besaba. Un día, nunca lo había hecho antes, se lo dijo. Ella abrió los ojos de par en par y sonrió, tal y como lo hacía cuando tenía quince años. "A mí, tus besos, siempre me han sabido a nata". 

Tan cerca y tan lejos

24.04.2013 12:35

Apenas eran cincuenta pasos, tal vez sesenta, como mucho. Una distancia muy pequeña para tener el poder que tenía sobre él. Sesenta pasos, tal vez cincuenta, separaban su cuarto del de sus padres. Un pequeño pasillo que espaciaba un poco la diminuta vivienda. Sabía que tenía muy cerca a sus padres, pero, por las noches, cuando la luz abandonaba hasta el último rincón del firmamento y el cuarto se sumía en la penumbra, el miedo le impedía pensar. No tenía miedo a que entrara ningún ladrón, ni ningún asesino cruento. No, mucho peor. Temía la llegada de seres desconocidos que invadieran sus sueños y le anularan por completo. Entes extraños y maliciosos que albergaban, como única aspiración vital, mantenerle separado del cuarto de sus padres, en cuya única compañía encontraba la redención total. Todo el mundo sabe que con tus padres no puede pasarte nada. Es una Ley no escrita. Apenas eran cincuenta pasos, tal vez sesenta, que nunca tuvo de recorrer, pero marcaron para siempre el ritmo de sus pesadillas. 

Azul

24.04.2013 12:12

Siempre que estaba allí arriba tenía la misma sensación de libertad y fuerza. Luego se lanzaba hacia el vacío y cuando su cuerpo acalorado entraba en contacto con el agua congelada del lago, la impresión era única. El frío llegaba hasta el último rincón de su cerebro y lo removía con fuerza. Una auténtica descarga de adrenalina en cada salto. Una droga. Cuando entraba dentro del lago se sentía única. Imprescindible. Llegó un momento en que la necesidad de entrar en sus aguas se hizo tan fuerte, tan intensa, que deseó no salir jamás de ellas, y seguir siempre avanzando hacia el interior del mismo. Hasta su corazón. Deseo no necesitar más aire y poder vivir dentro de esas aguas gélidas y tranquilizadoras. Por eso, cuando aquella madrugada se lanzó desde el punto más alto que pudo, ya sabía que todo su universo sería para siempre azul. Y frío. Para siempre.

El rincón

24.04.2013 11:55

Algo tenía aquel rincón de la casa. No era especialmente bello. No, tal vez al contrario. Era un tanto oscuro e incierto, pero cuando se situaba en ese ángulo de la casa, el mundo se volvía luminoso. Sus pensamientos, habitualmente negativos y contradictorios, se volvían brillantes y lúcidos. Su carácter, más bien negativo y tristón, recibía un fuerte empujón de optimismo. No le pasaba a nadie más en la casa. Lo sabía porque esas cosas se notan. Se transmiten. Así que, al pasar los días, se convirtió en su rincón. Instaló allí su sillón favorito y pasaba las tardes de invierno leyendo una novela tras otra. En verano, cuando el sol lo invadía todo con su fuerza, se resguardaba en él de las altas temperaturas. Pronto todos dieron por hecho que ese era su lugar en el mundo, y nadie más osaba sentarse allí. Y, de alguna manera, comenzó a sentirse más seguro de sí mismo, y la gente que estaba con él se contagiaba de su nuevo carácter fuerte y positivo. Y la luz de su rincón se hizo evidente para todos los que por allí pasaban. Había encontrado su lugar en el mundo, y éste lo había encontrado a él. 

El comensal

24.04.2013 11:47

No estaba loco. Las cosas son como tienen que ser y, al final, le habían convertido en lo que era. Un canibal. No era por vicio, ni por obsesión. Sencillamente era incapaz de prescindir en su vida de aquellos seres que más amaba, o al menos de parte de ellos. Por eso, y no por otra cosa, los devoraba. Llevaba a la práctica aquellos de 'voy a comerte a besos'. Pues bien, él lo hacía. Devoraba con fruicción las bocas de sus amantes, los dedos acariciantes de quienes le habían amado, los pechos que le criaron, los brazos que le sostuvieron, los ojos que le enamoraron... no lo podía evitar. Todos ellos formaban parte de él. Eran algo más. Los saboreaba a cada paso, en su interior. No estana loco. Sólo amaba demasiado. 

Fiel amigo

24.04.2013 10:54

Siempre quiso tener un perro. Desde que era pequeño le pidió a sus padres un precioso cachorro con el que jugar, pero nunca se lo permitieron. Luego el ajetreo propio de la juventud se lo impidió. Cuando se casó y el sugirió la posibilidad, su mujer le dejó bien claro que no pensaba tener en casa 'bichos que sueltan pelos', y se conformó. Tras el divorcio estuvo muy ocupado de fiesta en fiesta, tratando de ahogar en alcohol disgustos y problemas. Luego el trabajo, las obligaciones... Llevaba años jubilado y en los últimos meses se había habituado a visitar las instalaciones de la sociedad protectora de animales local. Iba los sábados y sacaba a pasear a 'Mancha', un perro de doce años, que llevaba más de seis allí y tampoco tenía a nadie en el mundo. Cuando le veía era tan su felicidad que él mismo se sentía bien. Bastante con acariciarle el lomo para que el animal le expresara todo su amor. Estaba pensando en llevárselo a casa y envejecer juntos, cuidarse mutuamente, pero no acababa de decidirse. Era una responsabilidad tener un animal y él ya estaba mayor, más bien necesitaba que lo cuidaran a él. Esa noche la pasó soñando con sus ojos tristes y cansados que le miraban suplicantes. Cuando se levantó estaba decidido. Hoy era el día. Recorrió a toda velocidad el escaso trayecto que les separaba y, nada más llegar, anunció con solemnidad. "Me quiero llevar a Mancha a casa". Sintió un extraño frío en el cuerpo cuando todas las miradas se centraron en él. "Has esperado demasiado". 

La voz más bella

23.04.2013 19:35

Siempre le decía que le gustaba mucho su voz. Era profunda, directa, sincera y, además, tenía un punto sexy. Una vez, incluso, llegó a confesarle que fue lo primero que le atrajo de ella. Decía que la escuchó entre el barullo del ambiente nocturno de un local que ambos frecuentaban y, de inmediato, quiso conocer a su dueña. Cuando discutían se quedaba embelesado escuchando sus cambios de registro y, al final, ella acababa riéndose y terminaban por olvidar el motivo del enfado. Cuando estaban felices, el simple sonido de su risa, tenía en él un efecto abrumador para su ego. ¡Aquel hombre estaba loco por sus cuerdas vocales! Cuando un cáncer de garganta le arrebató la voz y el silencio se adueñó de su mundo, llegó a pensar que él se marcharía y la dejaría por otra con una voz más bella. Pero él nunca se fue, sencillamente dejó de escuchar lo que el mundo tenía decirle. En su absoluta sordera, cuando ella movía los labios, seguía escuchando su bella voz.

Noche de invierno

23.04.2013 11:36

Arrebujado por las sábanas en aquella mañana tan fría de enero se encontraba feliz. Estaba esperando que mamá llegara a darle un beso, que le cogiera en brazos y lo llevara a su cama para, una vez allí, acabar de despertarse con sus besitos y carantoñas. Mamá tardaba en llegar esa mañana, pero no pasaba nada. Se estaba bien en la cama. Tampoco tenía mucho que hacer. Era domingo y los domingos son días tranquilos para pequeños y mayores. Además hacía mucho frío fuera. Mamá no llegaba. Tal vez... ¿habría ocurrido algo? ¿Estaría bien mamá? ¿Y papá? No escuchaba nada. Ni un alma. Tal vez había entrado un ladrón por la noche y ... Espero un poco más. Nada. Tenía que hacer algo. Apartó las sábanas de la cama y, de un salto, se plantó en el suelo. Sin buscar si quiera sus zapatillas comenzó a correr hacia el cuarto de sus padres. "Papá, mamá", gritaba. "¿Qué ocurre?", le preguntó mamá al oírle, pero... no era la voz de mamá. No era mamá. "¿Pero que te pasa, Jose?". Los ojos abiertos de par en par de su mujer le miraban desde su lado de la cama. "Tenías una pesadilla, anda tápate que hace frío". No, no olía como mamá, pero sus caricias también eran muy agradables. Se dio la vuelta y siguió durmiendo. 

Todo perfecto

22.04.2013 19:58

 

Le obsesionaba la perfección. Todo en su mundo tenía que ser perfecto. Él mismo jamás salía a la calle sin asegurarse que su aspecto era el adecuado, que su traje estaba impoluto, su rostro afeitado, su pelo engominado y su sonrisa de dientes blancos perfectamente tallada en la cara. Cada paso que daba emanaba la seguridad de quién se sabe infalible y, a su alrededor, todos contemplaban su imperfección, tan bien interpretada, que la creían perfecta. 

Globos de rabia

22.04.2013 18:35

La rabia es como el aire que ocupa el espacio interior de un globo. Crece y crece, se expande y parece infinita, pero siempre, siempre, llega un momento en que el globo explota y salpica pedacitos dispersos de esa ira mal contenida, de esa impotencia imposible de sofocar, encima de todo lo que le rodea. La rabia es incontenible, y quienes la provocan deberían ir siempre mirando hacia arriba, en busca de los globos que, inevitablemente, acabarán por alcanzarles.

Una pizca de sal

22.04.2013 13:29

Una pizca de sal, éso era exactamente lo que le faltaba a esa receta insípida y desabrida que había encontrado en Internet. En la foto parecía otra cosa. Brillante, colorida, jugosa... apetitosa, pero una vez se puso a mezclar ingredientes, el resultado no tenía nada que ver.  Era más bien un amasijo desabrido y poco atractivo a la vista. Tal vez no había mezclado los ingredientes señalados en el orden adecuado. Tal vez demasido deprisa o demasiado despacio, con poca gracia o con demasiada... tal vez eso era la vida, una receta de cocina mal mezclada a la que, siempre, siempre, había que echarle un poquito más de sal. 

Ojos

22.04.2013 13:26

Eran los ojos más bonitos del mundo. Oscuros, profundos, cargados de secretos inconfesables, dulces y amargos a la vez. Sólo le bastó una mirada de esos ojos sarracenos para no pensar en nada más. Ni siquiera entendía que el mundo pudiera seguir girando sin ellos. Cuando se apagaron definitivamente, decidió dejar de mirar. 

Migas de pan

22.04.2013 12:48

Lo tuvo claro. Ahora, con la luz del día, no lo tenía tanto, pero la noche anterior no lo dudó. Era él. El hombre de su vida. Su media naranja, o como quisieran llamarlo. Les gustaban las mismas cosas, la misma música, el mismo tipo de ropa, la comida asiática, las mismas películas y la misma literatura. Los dos adoraban los cuentos infantiles, algo nada común en adultos perfectamente preparados para la vida. Fue perfecto, pero no sabía cómo volver a encontrarlo. Él le dijo, no te preocupes, mañana lo sabras. Ya era mañana y no sabía nada. Se levantó, se duchó, desayunó y seguía sin saber nada. Las horas pasaban lentas y confusas. Llegó a pensar que tal vez todo fue un buen sueño y que nada había sido real. No podía pensar bien y la resaca no le ayudaba en nada. Decidió salir a dar un paseo para despejarse. Al abrir la puerta vio una hilera de migas de pan. "¡Vaya vecinos sucios que tengo!", penso. El rastro de pan seguía hasta la calle y se perdía en ella. Picada por la curiosidad decidió seguirlo, parecía inacabable, una hilera infinitia de miguitas que continuaba hasta el infinito. A su paso los pájaros se estaban dando un festín, pero, curiosamente, ningún ave picoteaba la fila de migas que tenía por delante. Tan atenta estaba mirando el suelo que chocó contra algo. Estaba en el parque, en un banco, y en él estaba sentado el chico que conoció la noche anterior. "¿Eres tú?". "¿Nos conocemos?", dijo él. "Nos conocimos anoche en un bar, ¿no te acuerdas?". "Anoche no salí de casa, me quedé viendo la tele". Un silencio espeso se adueño de la tarde, hasta que la sonrisa de él lo rasgó de parte a parte. "No te conozco, pero te estaba esperando, desde siempre". Él le tendió la mano y ella se la cogió y al mirar hacia atrás no vió rastro alguno de la hilera de migas de pan. 

El acumulador

22.04.2013 12:38

Pasaba las horas muertas mirando por la ventana con esos ojos grandes, infinitos, que, en sí mismos, eran otra ventana, pero a su mundo interior. No es que le importara la vida de sus vecinos, pero la conocía. Sabía lo que hacía la señora viuda del primero cada mañana cuando salía de casa. Sabía que el del tercero compraba demasiadas botellas de alcohol para vivir sólo. Sabía que las gemelas adolescentes del cuarto no eran tan buenas como aparentaban, de hecho eran un par de bichos de mucho cuidado... sabía todo de todos, pero no le importaba. No tenía interés alguno. Para él, lo único importante, el motor de su vida, era la recopilación de conocimientos, de imágenes, de instantes, de sensaciones, de olores y sabores, de emociones y sentimientos. Saber todo de todos, sentir cada paso de quienes le rodeaban. Era un ordenador humano perfecto. Por las noches, cuando cerraba los ojos para ir a la cama, el exceso de información le impedía dormir. Entonces, y sólo entonces, reseteaba. Mañana será otro día. 

Pisadas

22.04.2013 12:35

Siempre supo que el día que dejara de oír sus pasos las cosas irían mal, muy mal. Vivía en el piso de arriba y no se conocían más que de vista. Él sabía que ella era una mujer guapa, agradable y que vivía sóla con su perro. Ni siquiera eran amigos, sólo vecinos, pero se había acostumbrado al ruido de sus pasos por el pasillo y sabía, a cada hora del día, cada segundo, lo que ella estaba haciendo. Sabía que enamorarse de un ruido no era normal. No era tonto, ni tampoco un perturbado, pero, por lo que quiera que fuera, se había acostumbrado a escucharla y, de alguna manera, se había obsesionado con el sonido de sus tacones. Ese verano dejó de escucharla. Las primeras horas pensó que tal vez se había dormido y no se había levantado de la cama, pero cuando no la escuchó durante todo el día, comenzó a preocuparse. Pensó que podría estar enferma, incluso muerta, que se habría marchado del piso, que habría salido de viaje urgente... pensó tantas cosas que llegó a creer que la cabeza le estallaría. Cuando no pudo soportarlo más, recorrío, por primera vez, los veinte escalones que los separaban. Nunca pensó que llegaría a tanto, pero llamó al timbre de su puerta. Se quedó sin palabras cuando ella abrió la puerta. Se miraron, él sin entender nada, ella sonriendo dijo: "Me he descalzado para ver si así, por fin, subías". Se equivocó. Fue un final feliz.

Fuego interior

22.04.2013 12:16

Llevaba meses enamorada de él. Lo veía entrar y salir del trabajo, siempre seguro de sí mismo. Impecable. Guapo como el que más. No se conocían, pero ella sentía que era el hombre de su vida. El que le había destinado el azar. Cada vez que lo veía, de lejos, caminando, sentía un calor interior, entre reconfortante y extraño. LLevaba tantos años enamorada de él que ese calor se había convertido en algo familiar. Un día se cruzaron en el ascensor. Se miraron. Él le preguntó: "¿Nos conocemos?". Ella se ruborizó y dijo: "No". "Pues deberíamos porque eres preciosa", dijo él con zalamería mientras la acompañaba calle abajo. Ella comenzó a sentir ese calor ya conocido, pero más fuerte de lo habitual. Tal vez, incluso demasiado, pensó cuando todo a su alrededor se desvanecía. Combustión espontánea, dijeron los expertos en la materia. Él nunca pudo olvidar su mirada. 

El capitán

22.04.2013 12:09

Era tan grande la pena que sentía que el cuerpo se le encharcó en lágrimas saladas y cuando sus escasos 48 kilos no pudieron resisitir más la presión, comenzó a llorar. Lloró litros y litros, lagos, manantiales, ríos, mares de lágrimas resguardadas en sus entrañas durante siglos de días malos. Tanto lloró que su propio cuerpo se convirtió en barca y comenzó a surcar las aguas surgidas de su interior como un auténtico capitán, buscando el puerto más cercano para salvar su alma. 

Mi niño chico

22.04.2013 08:24

 

Del color de la miel, de ámbar puro,

de azúcar y caramelo, 

tiene mi niño chico ss ojos grandes, 

sus grandes y bellos ojos zalameros.

Del color canela del trigo agostado,
recuerdan aromas de largos veranos,
reviven recuerdos casi olvidados,
los profundos ojos de mi niño grande
los ojos eternos de intenso mirar.
De sabor dulce y aroma salado,
son sus besos tiernos
aún sin ensayar.


De tacto suave, recién estrenado
son sus besos niños
que huelen a mar.
Del color nacarado de la nieve pura,
es su piel una perla aún sin descubrir.
Es su boca un tesoro de sonrisas primeras,
un secreto a voces, un grito apagado
es mi alma, mi norte, mi todo y mi nada,
mi destino, mi suerte, mi cara y mi cruz,
su carita un regalo que me dio la vida,
una vida estrenada, una sombra, una luz…


Del color de la miel, de oro puro,
de diamantes, de perlas, de azúcar y sal,
de sabores viejos y aromas prohibidos,
fuente de experiencias por conquistar,
de metas lejanas, de futuro incierto,
es un libro abierto, sin inicio ni final.


Del color de la miel,
de azúcar y caramelo,
es tan dulce su llanto,
tierno y quebradizo,
tan cálido su abrazo,
sus manitas, su pelo.
Mi niño chico, mi niño,
mi enorme niño de ojos tiernos.

 

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Comentarios de los lectores

Fecha: 18.08.2019

Autor: DavidReozy

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Fecha: 19.07.2019

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Fecha: 17.07.2019

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Fecha: 24.06.2019

Autor: Stepheninsow

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Fecha: 20.06.2019

Autor: ContactForm

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Fecha: 02.06.2019

Autor: Robertbut

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Fecha: 30.04.2019

Autor: Daviddag

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Fecha: 19.01.2019

Autor: Stephenexpam

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Fecha: 28.07.2015

Autor: Ole

Asunto: Más cuentos

Queremos más cuentos...

Fecha: 14.12.2013

Autor: Ángel Riobóo

Asunto: Me gusta

Me gusta mucho lo que escribes pero, sobre todo, me gusta cómo lo escribes.
Todo un placer leerte.
¡Gracias por compartirlo!

Fecha: 19.12.2013

Autor: Mar

Asunto: Re: Me gusta

Muchas gracias Ángel!

Fecha: 09.10.2013

Autor: Carmen

Asunto: retazos de mar

Porque no eres valiente y te animas a escribir una novela, creo que tienes futuro como escritora. un besito

Fecha: 11.10.2013

Autor: Mar

Asunto: Re: retazos de mar

Muchas gracias por los ánimos. Supongo que es una de las muchas asignaturas pendientes que tengo.

Fecha: 17.09.2013

Autor: Milagros

Asunto:

Mar, cada relato que leo me gusta más que el anterior. Tienes un don. Muchas felicidades

Fecha: 12.05.2013

Autor: Carlos Sáenz

Asunto: Si señor!

Si señorita, más bien. Esto es escribir y no lo que te hacían hacer los del CUTRELANCELOT!
Enhorabuena Mar!

Fecha: 06.05.2013

Autor: CHARO

Asunto: FELICITARTE

Me encanta todo lo que leo, no se si es porque esta escrito con esa dulzura y delicadeza que muy pocas personas son capaces de hacer llegar al lector. Mis felicitaciones.

Fecha: 28.04.2013

Autor: David García

Asunto: Felicitaciones desde Barcelona

Mar, me he alegrado mucho de descubrir tu Blog y leer tus bonitos relatos, te mando mucho ánimo para que lo cultives haciéndolo crecer, y para que sigas dándonos alegrías a tus fans !!

Fecha: 27.04.2013

Autor: Cecilia Couce

Asunto: el abuelo

Tus recuerdos de mi padre,tu abuelo,me han puesto un nudo en la garganta,porque para mí era único.Te quiero,papá y te llevaré siempre en mi cirazón

Fecha: 26.04.2013

Autor: Pilar Estevan

Asunto: Me encanta

Compartir es precioso, pero si es algo tan profundo y tan bonito como lo que escribes... lo es más. Felicidades y ánimo, me encanta!!

Fecha: 26.04.2013

Autor: Javier Sáenz

Asunto: única

Todo es empezar, me alegro que escribas sobre lo que realmente importa, todo lo que está en tu cabeza.
eres grande, besotes

Fecha: 24.04.2013

Autor: Cecilia Couce

Asunto: Tus retazos

No soy objetiva,lo sé,pero me maravilla la facilidad que tienes de expresar sentimientos tan profundos en estos breves retazos.Sigue adelante,que tú vales mucho,
pero mucho

Fecha: 23.04.2013

Autor: daniel flores

Asunto: enhorabuena!!

Me encanta!!! No he podido parar de leer. Un beso muy fuerte!!

Fecha: 23.04.2013

Autor: inma

Asunto: blog

Me has impresionado Mar, es un placer leerte... enhorabuena

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