Bajo los Charcos (II)

11.03.2015 18:09

La niña llegó a lo alto de la colina sin apenas hacer esfuerzo. Allí abajo, al otro lado del charco, las cosas parecían tener un ritmo propio, una atmósfera diferente. No sentía frío, ni calor, ni hambre, ni sueño. Se sentía tranquila, como aquellos domingos de invierno en que la normalidad de su hogar, con todos sus miembros en casa, ocupados en sus cosas, le daba una cierta sensación de seguridad. Allí también se sentía bien. No tenía miedo de nada. Desde lo alto pudo ver una inmensa multitud de puntitos a lo lejos. Forzando un poco la vista se dio cuenta de que aquellos puntitos no eran tal cosa: eran niños. Miles de niños desperdigados por los campos de aquel extraño universo paralelo. Bajo corriendo la colina y se acercó a una niña que calculó que tendría su misma edad. “Hola”, le dijo. “Hola”, contestó la otra. “¿Eres nueva?”. “Supongo. Acabo de llegar”. “Ah, yo llevo aquí mucho tiempo. No sabría decirte cuanto… me solté de la mano de mi madre en un supermercado y me perdí. Después salí a la calle, intentado buscarla, pero acabé jugando con otros niños en los charcos. Y llegué aquí”. “Tu madre estará preocupada…”, dijo la niña, solícita. “No lo sé. No me acuerdo de su cara. Ya te dije que llevo aquí mucho tiempo. Años quizá”. “Pero… sigues siendo una niña”. “Aquí el tiempo pasa de otra manera. Tal vez, ni siquiera pasa”.

 

La otra niña se marchó mirando al suelo, contando lo que parecía ser un reguero de caracoles de colores imposibles. Todo allí abajo tenía colores vivos, todo olía bien. Los niños jugaban en extraños columpios de formas atrevidas. Volaban cometas y corrían entre risas. Nadie parecía triste. Nadie parecía acordarse de sus familias de arriba. Pero la niña sí se acordaba. Se acordaba de su madre y de su padre. Se acordaba de sus abrazos y de sus besos. Se acordaba de sus abuelos, de sus primos y de sus tíos. Se acordaba de todos ellos y sabía que estarían preocupados pensando que podría haberle pasado algo malo. Arriba, al otro lado, las calles estaban empapeladas con el rostro de la pequeña, un cartel rezaba un único letrero: Desaparecida. La policía llevaba casi dos meses buscando a la niña y ni un solo testigo acertaba a ofrecer una pista válida. Tan sólo había un testimonio, el de un borracho, desechado de inmediato por motivos obvios, que insistía en que la niña se había sumergido en un charco de la calle y nunca llegó a salir del mismo. Los padres de la niña estaban desesperados y la ciudad se hacía cada vez un poco más oscura. Más lúgubre. Más sombría.