El cepillo

04.09.2013 09:48

Cien veces para arriba y cien veces para abajo. Cien veces de la frente a la nuca, y cien veces de la nuca a la frente. Cada noche. Cada mañana. Desde que era niña. Así se lo había enseñado la abuela, y así se lo había enseñado a ella la suya. Niña tras niña, generación tras generación, el precioso cepillo de mango de plata y cedras fuertes y aparentamente irrompibles había sido empuñado por sus manitas pequeñas y había cepillado sus cabellos desde muy pequeñas hasta que ya eran mujeres y pasaban a la siguiente generación. Ella aún no tenía hijas y seguía usando el cepillo, cada noche y cada mañana. "Al cepillar tu cabello, estimulas las ideas", le decía la abuela, "y tus mejores proyectos verán la luz". Todas las mujeres de su familia habían tenido éxito y todas estaban convencidas de que parte del mismo se debía al ritual del cepillado. Las ideas impregnadas en las cerdas del cepillo, el talento y la creatividad pasaba de cabeza a cabeza a través del cepillo de plata. Ella, de alguna manera, estaba convencida de que parte de su propio bienestar se debía al efecto mágico de aquel utensilio de belleza femenina. Nunca, jamás, ninguna noche ni ninguna mañana de su vida había dejado de cepillarse el cabello. En los lugares más inverosímiles, con las compañías más disparatadas, encerrada en baños e incluso en algún local de ocio... siempre repetía los mismo pasos: cien veces para arriba y cien veces para abajo. Cien veces de la frente a la nuca, y cien veces de la nuca a la frente. Por eso, precisamente por eso, aquella mañana comenzó a ponerse muy nerviosa. No encontraba el cepillo por ningún lado. Lo había dejado junto a su mesilla, en la bandejita de plata que conformaba en antiguo conjunto de tocador, pero no estaba allí. Ni allí, ni en ningún otro rincón de la casa. Ni en el baño, ni el dormitorio, ni en el salón, ni en la cocina, ni sobre los muebles, ni en los cajones, ni en el suelo... revolvió la casa de arriba abajo pero fue incapaz de localizarlo. Pasó el domingo dedicada a la tarea de poner su casa del revés en busca del cepillo. Nada. Ni rastro del mismo. Cuando llegó la noche, apartada de la habitual costumbre, no fue capaz de conciliar el sueño. Al día siguiente, insomne y agotada, no pudo trabajar en condiciones. Al regresar a casa, estaba convencida de que su genialidad se había agotado y, lo que era peor, no podría transmitirla a la siguiente generación. Sin cepillo, su estirpe estaba agostada, defenestada, muerta. Esa noche, rota por el agotador día, decidió repetir su ritual con un vulgar cepillo de carey, comprado en la tienda de la esquina por poco más de dos euros. Cien veces para arriba y cien veces para abajo. Cien veces de la frente a la nuca, y cien veces de la nuca a la frente. Esa noche durmió como una niña pequeña y a la mañana siguiente repitió el ritual. Nunca había tenido un día más productivo, con mejores resultados. Nunca había sido tan resolutiva. Nunca se había sentido tan liberada. El genio estaba en su interior, no en el cepillo. Ella, y sólo ella, era la clave. Esa noche, al volver a casa, encontró su cepillo en el lugar de siempre: en la bandeja de plata, junto a su mesilla. Lo limpió, lo envolvió cuidadosamente, y lo guardó en algún lugar remoto de sus recuerdos. Ahora ya era libre. Sin obligaciones, sin ataduras. Libre por primera vez en toda su vida.