El coleccionista

03.02.2014 12:05

Era un coleccionista involuntario. Esas cosas no se deciden. Son. Nada más. El siempre había sido coleccionista. De niño, guardaba con devoción colecciones inverosímiles de piedras, rabos de lagartija, hojas secas, chapas, cromos, canicas... De adolescente fueron llaveros, coches en miniatura, latas de cerveza... pero no fue hasta pasados los treinta que se decidió a iniciar la que sería su colección más ambiciosa. La más importante. La puso en marcha como sin querer, por puro azar, y le gustó. Una cosa llevó a la otra y cuando se quiso dar cuenta no podía parar. El primero fue frío, impersonal, como ajeno a su persona. Desapasionado. El segundo goloso y juguetón como un caramelo. El tercer beso fue calido y entregado. Todo pasión. Poco a poco su colección, debidamente colocada en departamentos de su memoria, fue tomando cuerpo. Fue cobrando vida. Cuando cumplió los 40 ya era, sin lugar a dudas, su obra más relevante, su colección más amplia e impresionante y, curiosamente, la única que no podía exhibir ante nadie. Por eso, cuando lo que ocurría a su alrededor le era indeferente, buscada la entrada a esas alacenas secretas de sus recuerdos y saboreaba todos y cada una de las piezas que formaban su colección. Rescataba con mimo y dedicación cada uno de los labios, de las bocas, de los rostros, de los besos que con tanta dedicación había atesorado. Era un coleccionista involuntario. Esas cosas no se deciden.