El dominó

12.07.2013 13:23

Comenzó cuando sólo era un niño. Su abuelo era un gran jugador de dominó y un entregado coleccionista de estos juegos. Vivían en una antigua casa de campo ubicada justo a las afueras de la ciudad. Enorme. Casi un palacio. Cada fin de semana iba a verlos y siempre jugaba con él una o más partidas. Un buen día decidió hacer una gran fila con las fichas de los dominós más viejos y estropeados de la colección. Su abuelo le animó a ello. Le sugirió que usara el sótano y que la fila fuera la más grande que nunca nadie había hecho. Le pareció buena idea y comenzó. Una ficha, otra ficha, otra más, todas en perfecto equilibrio, una tras otra, desafiando la gravedad. La fila comenzó a tomar forma sorteando los objetos amontonados con los años en la enorme estancia que era el sótano. Rodeaban con pericia el biombo japonés adquirido durante la luna de miel; sorteaban de manera ingeniosa el tótem africano de madera de ébano que los abuelos compraron hace siglos en aquel viaje; lograron no rozar la vajilla de porcelana portuguesa que nunca llegó a utilizarse y que cogía polvo desde hace años en algún rincón; la colección de coches de época, los electrodomésticos estropeados que la abuela juraba que algún día llevaría a arreglar... la fila fue creciendo y creciendo de manera sorprendente con el paso de los días, de los meses, de los años... Su abuelo comenzó a comprar dominós de todo tipo para que el reto que ambos se habían impuesto pudiera seguir adelante. Más tarde, cuando comenzó a trabajar, él mismo comenzó a comprarlos. Las piezas se mantenían a lo largo de los años milagrosamente en pie. Único nieto, tras el fallecimiento de sus abuelos, él fue el heredero de todos sus bienes, incluída, claro está, la casa de campo. Cuando se fue a vivir a ella, hombre dado a pocos lujos y de escasas necesidades, apenas ocupó un par de habitaciones, un baño y la cocina en el piso superior y decidió dedicar toda la primera planta, al margen del sótano, a su extraña afición. Las hileras de piezas alineadas en vertical comenzaron a recorrer todas y cada una de las estancias, cientos, miles, millones... todas en pie, todas en equilibrio, desafiando a la vida misma. A la lógica. A la gravedad. Llegó un momento en que tuvo que hacer una entrada al piso superior desde el jardín para no tener que pasar entre las fichas de dominó, dueñas ya absolutas de la mansión. Ninguna ficha llegó a caerse en las ocho décadas que duró su vida. Ninguna. Cuando notó que sus días habían llegado a su fin, se sentó en el suelo, junto a la última ficha de la interminable fila que recorría toda la casa, y la empujó. Todas las fichas empezaron a caer como un castillo de naipes infinito. A desmayarse unas sobre otras, haciendo sonar una música que a sus oídos era pura armonía. Murió allí sentado, oyendo como sus fichas, el único objetivo de su larga vida, le rendían un merecido homenaje.