El festín

22.07.2013 20:01

Se despertó de golpe, sobresaltado, asustado. Se sentó sobre la cama y dejó que sus ojos se fueran acostumbrando a la luz de la mañana. Poco a poco el sueño fue resbalando de su cabeza y se dio cuenta que se había despertado al oír un fuerte golpe seco. Atronador. Algo así como si el mundo se hubiera desplomado a sus pies. Pero, en apariencia, todo estaba en su sitio. Se levantó despacio, dejando a su cuerpo acostumbrarse al nuevo día, sin prisas. Corrió despacio la pesada y opaca cortina que separaba sus noches de sus días, y contempló como el edificio que siempre había estado al otro lado del parque estaba siendo demolido. Un equipo de trabajadores se afanaba en hacer las cosas bien y corría de un lado para otro ultimando detalles. Algo en su interior se removió y le exigió ver aquello en directo. Tras un rápido encuentro con el agua fría de la ducha y un café mal bebido, bajó a la calle, poniéndose la camiseta por la escalera. Cruzó el espacio que separaba ambos inmuebles y se sentó en uno de los bancos del parque a ver qué ocurría. No tardó mucho en darse cuenta de algo que, al parecer, nadie había notado. Un obrero manejaba, aparentemente, una enorme grúa que era la encargada de ir retirando los escombros que arrancaba. El brazo alargado de la grúa concluía en una enorme boca de acero que se abría para comerse a mordiscos el edificio. Todos pensaban que era el hombre el que manejaba a aquel monstruo, pero él veía claro que era la grúa la que dirigía la operación con auténtica voracidad. Con indiscutible glotonería. Con precisión. Sabía lo que quería en cada momento, y lo cogía. Era como un festín sin final, como un buffet libre sin condiciones. La boca iba engullendo hormigón y cristales y vigas retorcidas y las almas encadenadas a sus paredes se escondían en los recovecos que iban quedando tras la masacre. Las historias vividas, las esperanzas truncadas, los sueños realizados, los que nunca llegaron a hacerse reales, los niños que se convirtieron en hombres, las novias que fueron esposas, los abuelos que jamás tuvieron nietos... todo se truncaba en polvo y en suciedad y en miseria. En nada. Y la boca de acero continuaba avanzando sin cortapisas. Sin límites. "Creo que van a construir una gasolinera", le dijo un señor mayor que llevaba un rato sentado junto a él en el banco. "Ahí nacieron todos mis hijos, e incluso uno de mis nietos", continuó. "Me dijeron que me tenía que marchar y que me iban a dar otra casita muy bonita, algo más alejada... No me quejo", continuó, "nuestra nueva casa es muy alegre, pero me entristece ver cómo se derrumba los pilares en los que he construido mi vida". No dijo nada más. Ambos continuaron mirando en silencio la voraz dentadura que continuaba, solitaria e impersonal, con la tarea que le habían encomendado, mientras el operario que se sentaba en su interior comía, impasible, su bocadillo de tortilla. "Que pena que a la grúa no le guste la tortilla", pensó el joven, y se dió la vuelta, pensando en que el desaforado atracón que acababa de presenciar le había quitado el apetito.