El sueño

05.12.2018 18:31

 

“Hoy soñé contigo”. Lo dijo como quien dice buenos días. Ella lo miró sin saber bien qué decir. Estaban separados por la pantalla de un ordenador, pero frente a frente en la oficina. “Espero que fuera algo bueno”, bromeó, por decir algo, en realidad. No podían ser dos personas más diferentes. Ella era sociable, risueña, divertida y realmente extrovertida. El ojito derecho del director. Él era callado, introvertido, casi huraño, trataba de pasar desapercibido ante todo el mundo, tanto que a veces la gente olvidaba que estaba delante. Era el auténtico hombre invisible. Sin embargo, la frase la dijo como si hablaran de todo a diario, como si fueran uña y carne. “No, no demasiado. Soñé que tenía que matarte porque no me quedaba otra opción”. 
La sonrisa se le heló en el rostro. Se quedó blanca y sin palabras, mirándolo anonadada. “¿Cómo?”. Él la miró, con su mirada un tanto bobina y falta de inteligencia aparente, aunque con un brillo en los ojos que dejaba claro que la primera impresión no siempre es la correcta. “No me quedaba otro remedio”. Se puso los cascos y siguió trabajando como si tal cosa. A ella se le atragantó el café. 
El resto de la mañana transcurrió de manera lenta y extraña. Por más que intentaba sacarse de la cabeza la salida de tono de su extraño compañero, no era capaz. A la hora de comer salió como siempre a tomar algo con algunos compañeros y se les unió su jefe. Él, por supuesto, no estaba. Nunca salía de la oficina. Se limitaba a tomar un triste sándwich de pavo y queso desgrasado frente a la pantalla de su ordenador. Sin hacer nada. Ni leía páginas en Internet, ni jugaba a nada on line. Solo masticaba y dejaba la mirada perdida en la nada. 
“¿Qué te pasa? Hoy estás muy callada”. Ella no pudo reprimir más lo ocurrido y le contó a sus compañeros la extraña conversación de la mañana. Ellos escucharon respetuosamente pero al terminar no pudieron evitar reírse. “¿Y eso te preocupa? Es un pobre hombre, un don nadie, un pequeño hombrecillo al que nadie mira dos veces. Mira, hoy ha conseguido que te fijes en él. Debe ser su día de suerte”. 
Ella sonrió, sin mucha convicción, pero el mero hecho de haber compartido su extraña sensación, ya le hizo sentir mejor.
El día concluyó con normalidad. Ella siguió con su trabajo. Él no se movió de su sitio. Y todo el mundo se marchó a su casa a la hora habitual. Al bajar en el ascensor, todos los que conocían lo ocurrido (y eran muchos porque ya se sabe que no hay secretos en un despacho pequeño) lo miraban de reojo y en silencio. El hombre invisible nunca fue tan observado.
A la mañana siguiente, todo el mundo estaba pendiente de él. Le saludaban, hablaban con él fingiendo cualquier excusa, le invitaban a unirse a las conversaciones, y él se dejaba interpelar y contestaba en voz baja, distante pero con educación. Ella se sentía algo incómoda porque suponía que él ya habría imaginado que tanta atención se debía a que ella había hecho una gran bola de nieve de aquella pequeña minucia. 
En un momento dado, sus miradas se cruzaron. Ella se puso roja y, sin saber muy bien porqué, le soltó a bocajarro: “¿Qué, ayer también soñaste conmigo?”. A él ni siquiera le cambio el rostro. “Sí”, confirmó. “Volví a soñar contigo, y otra vez me obligaste a hacer algo que no quería. Tuve que matarte”.

 

II

 

 

La broma había ido demasiado lejos. “Oye, no sé si tú le ves la gracia, pero a mí no me hace ninguna que me digas esas cosas. Me parece desagradable, no es una broma graciosa”, le dijo muy seria.

“Desgraciadamente no es una broma. Ya te lo dije. No me quedó más remedio”.

“Estás como una cabra”, sentenció ella.

Él se encogió de hombros, se puso los cascos y comenzó a teclear en su ordenador. Su rostro era gris. Su cuerpo era gris. Todo en él era aburrido. Hasta su manera de escribir era aburrida, ni una sola tecla sonaba más alta que las demás. Y, sin embargo, ella no podía sacarse de la cabeza a aquel hombre invisible que se había hecho excesivamente visible para su gusto.

Ese día volvió a contar a sus compañeros la conversación a la hora de comer. “¿Quieres que le digamos algo?” preguntaron. “No, no. No deja de ser una salida de tono. Nada más”.

El jefe rumió algo por lo bajo pero no dijo nada más.

El resto de la semana la tensión que había en la oficina se podía cortar con un cuchillo. Nadie hablaba demasiado y al pasar delante de ambos, apresuraban el paso. El ambiente se había enrarecido. Ella era muy consciente. Él no parecía notar nada.

El viernes a la hora de comer le confesó a su jefe que le estaba cogiendo algo de miedo. “Tan serio, tan callado, tan anodino… es un tipo muy raro. Parece un loco”.

El lunes a primera hora cuando llegó a su mesa lo primero que le llamó la atención es que él no estaba. Se habrá retrasado, pensó. Pero pasó una hora, pasaron dos horas, pasaron tres horas y seguía sin estar.

Al mediodía aprovechó para preguntarle al director qué ocurría con su compañero. “Lo he tenido que echar del trabajo. Nadie podía concentrarse, tú estabas muerta de miedo y, la verdad, siempre me ha parecido un tipo muy raro”.

No supo qué decir. Por una parte, se sentía aliviada de no tener que volver a verlo, por otra se sentía mal. Culpable de que aquel pobre y extraño individuo hubiera perdido su empleo por soltarle a ella una salida de tono.

Durante todo el día no se lo pudo sacar de la cabeza, pero pasaron las semanas y la cosa se fue olvidando. Poco a poco el hombre invisible volvió a ser eso, invisible y nadie se acordó de que hasta poco tiempo antes había sido uno más de la oficina.

Su puesto lo ocupó un chico joven, simpático y bastante guapo al que no se le ocurriría ni en sueños decirle a una compañera que había soñado, o fantaseado, con matarla.

No habían pasado ni dos meses cuando su nuevo compañero la invitó a cenar. Ella aceptó encantada. Esa noche sacó toda su ropa del armario, se probó todos los vestidos que tenía porque ninguno acababa de convencerla. Se maquilló hasta tres veces porque la primera vez le parecía excesiva la capa de pintura, la segunda demasiada natural y la tercera, a la tercera se vio más guapa que nunca. Parecía, con aquel vestido, el maquillaje y un magnífico peinado, una auténtica belleza cuando se miró al espejo. Estaba radiante. Lo que no esperaba ver en la imagen que le devolvía el mismo era al hombre invisible a su espalda. Más delgado, más enjuto, más gris, más invisible. “Me has destrozado la vida”, le dijo en un susurro. “Yo”, intentó contestar, pero antes de poder acabar la frase él la empujó con todas sus fuerzas hasta arrojarla por la ventana. “Tuve que hacerlo. Tú me obligaste”, murmuró, saliendo tan despacio como había entrado en el piso. Sin dejar detrás suya ninguna  pista. Como si de un hombre invisible se tratara.