El temor

19.09.2013 19:52

Había caído tanto que pensó que nunca podría llegar a levantarse de nuevo. Pero lo hizo. Era fuerte y rehizo su vida, como si de un collage se tratara, pegando pieza a pieza de manera delicada y sin prisa. Cuando lo conoció todo se convirtió en la columna vertebral de su existencia. El muro sólido en el que sostenerse en todo momento. El centro de su vida. De sus pensamientos. De su existencia. Y se sintió feliz. Lo que antes era oscuridad se convirtió en luz. En vida. Sin embargo, y a pesar de que todo le iba bien, sentía un temor inconfesable pero constante: temía perderle. Cada día al llegar a casa lo hacía con el corazón saltándole del pecho, convencida de que al llegar, él se habría marchado; segura de que en aquella vivienda nadie la esperaba. Pero al llegar a casa cada día estaba él, y al verla la abrazaba y la besaba y la colmaba de mimos y caricias. La noche, en sus brazos, pasaba rauda. Tranquila. Segura. Feliz. Y al día siguiente todo transcurría con normalidad hasta que, de nuevo, al llegar la hora de regresar a casa, se repetía el malestar, la desazón, el terror profundo a lo desconocido. El miedo a la soledad. El miedo a su ausencia. Era su mayor pesadilla, tanto despierta como dormida. Lo fue durante años hasta que un buen día de regreso a casa, pasó de largo su portal y siguió conduciendo durante todo el día y durante toda la noche, continuó adelante durante semanas, durante meses tal vez, no lo sabía, sin parar, sin mirar atrás, sin responder las constantes llamadas que él le hacía a su móvil. Se fue tan lejos como pudo, buscó un nuevo trabajo, cambió su nombre, se dibujó una nueva vida, unos nuevos amigos y comenzó a dormir noche tras noche. Dejó de tener pesadillas dormida y despierta. Comprendió que la única manera de ahuyentar su terror era hacer real la única cosa que le atemorizaba. Ahora ya nadie podría hacerle daño. Ya nadie podría.