Frío

12.01.2014 10:26

Llevaba mal el frío. Muy mal, en realidad. Cuando el termómetro comenzaba su imparable descenso, él se encerraba en casa nada más salir del trabajo. Le horrorizaba sentir la gélida sensación de congelación que le provocaba algo tan sencillo como sacar las manos de los bolsillos. No le gustaba el frío. Lo llevaba mal, ya lo he dicho. Por eso, tal vez por esas casualidades que se interponen en nuestro camino vital, tuvo que ocurrirle en invierno. El día más frío del año. El cielo de color gris plomizo en esos días había adquirido una nueva tonalidad azulada y mortecina. Los árboles tiritaban en soledad, ya que ningún pájaro era lo suficientemente valiente como para hacerles compañía. El Ayuntamiento había iluminado todas las farolas y eso que apenas era media tarde. La noche iba a ser terrible. Salió del trabajo como siempre, y se dirigió, también como hacía a diario, a su coche. Se puso cómodo y se abrochó el cinturón, pero cuando giró la llave se dio cuenta de que algo no iba bien. El coche no se puso en marcha. Lo intentó una, dos, tres, cuatro y hasta una docena de veces con idéntica suerte. Nada. El coche estaba tan congelado como todo los demás que había en la calle. Bajó, de mal humor, y comenzó a caminar buscando un taxi que le llevara a casa. Tampoco tuvo suerte. Ese día el único ser vivo que parecía estar todavía en el exterior, era él. Le quedaba un largo, y a buen seguro desagradable,  recorrido hasta llegar a casa.  Así que comenzó su camino, su vía crucis inesperado, atravesando la ciudad de punta a punta a dos grados bajo cero. Llevaba las manos enfundadas en guantes y dentro de los bolsillos y la bufanda que llevaba sobre su abrigo apenas dejaba al aire sus ojos pero, aún así, sentía frío. Sentía la punta de sus dedos congelada, imaginaba sus labios azulados, mortecinos como el cielo, y sus piernas a punto de gangrenarse. Continuó el camino, cada vez más rápido. Al doblar una de las avenidas, un termómetro le anunció orgulloso y brillante que el frío continuaba ganando terreno: tres grados bajo cero. Sus pasos eran cada vez más veloces y, de alguna manera, dejó de sentirse tan mal. El frío, ahuyentado por la velocidad de sus pasos, parecía disminuir. Siguió caminando, prácticamente corriendo. Hacia delante, siempre hacia delante. Diez minutos, quince, veinte, media hora, una hora completa… Su casa parecía alejarse a un ritmo proporcional a su velocidad. Cada vez más cerca, cada vez más lejos. Pero algo era cierto, ya no sentía frío. De pronto, comenzó a sentir sobre su nariz desprotegida pedacitos de hielo en estado puro. Estaba nevando. Cinco grados bajo cero en el termómetro de la plaza grande. Su casa estaba apenas a dos pasos. La nieve dibujaba a sus pies una alfombra blanca de recibimiento a su hogar. Pero él ya no se encontraba mal. Ya no sentía frío. Realmente ya no sentía nada. Dibujo una sonrisa en la cara y se sentó en el suelo a ver caer la nieve. Blanca, tan blanca, tan fría y tan limpia. A la mañana siguiente, alguien se tropezó con su cuerpo como dormido, tirado en la acera, con una sonrisa gigantesca en el rostro y los puños aferrados a los copos de nieve que comenzaban a derretirse bajo el calor del sol.