La Coca-cola

20.05.2013 18:32

Salió del trabajo y recorrió todo el camino hacia su casa pensando en llegar al frigorífico. No podía soportarlo. Era casi inaguantable pensar en ello, pero no podía dejar de hacerlo. El estallido de las burbujas en el paladar. El refrescante placer al sentir el líquido caer, deslizarse, por la garganta. La sensación de victoria sobre el abrasante verano... nada más deseado que una Coca-cola cuando los termómetros se superan a sí mismos, pensó. Siempre le ocurría igual, al llegar esa hora, el mediodía, y tener que afrontar el regreso a casa bajo el sol justiciero del mes de agosto en pleno centro del país, se desesperaba por el anhelado refresco. Solía ser un trayecto corto. Algo agónico por la desesperación con que lo recorría, pero breve. Sin embargo, en aquella ocasión, parecía que sus pies iban más lentos, sentía su cuerpo más pesado y el camino no parecía tener fin. De repente, una idea rauda cruzó su mente: ¿Había comprado esa semana? Ocupaba el centro de sus obsesiones un lugar en su frigorífico. No lograba recordarlo, y el camino no parecía acabar nunca. Cada vez sentía más sed. Su garganta ardía. Sus pies, cansados, agotados, demolidos, no parecían responder. Sus ojos comenzaron a llorar, no sabía el motivo, pero no podía parar. Todo su cuerpo comenzó a sudar, al principio de manera moderada. Al instante con absoluta irracionalidad. A chorros, a ríos, a mares... Antes de poder darse cuenta, y ante los ojos atónitos de quienes tomaban un refresco en las terrazas de la avenida, el viandante se convirtió en un reguero de sudor y lágrimas y se deshizo en un espeso charco de miserias humanas imposibles. Junto a lo que quedaba de él, un niño dejó, olvidada, la botella vacía de una Coca-cola que se dejó caer, coqueta, derramándose sobre el improbable, y recién nacido, charco del suelo.