La llamada

30.09.2013 19:17

Compró aquella casa porque le gustaron las vistas. En lo alto de un cerro perdido, lejano y algo abrupto, frente a un mar bravo y enfurecido. Aquella casa le acercaba a la naturaleza y le alejaba de la sociedad. Justo lo que estaba buscando en el momento en que decidió pujar por ella. Cada mañana corría por la playa como si la vida le fuera en ello y se adentraba en el mar para luchar, a brazadas, contra sus propios demonios. Emprendió una batalla personal en aquel paraíso remoto al que nadie quería acudir. Ninguna de sus ex mujeres, ni sus hijos, ni su madre. Nadie quería desplazarse hasta aquel lugar en ninguna parte dónde él había aprendido a respetarse. Dónde había conseguido bajar del filo de la navaja. Dónde había recuperado la felicidad. O al menos los escasos gramos de ella que, pensaba él, tocaban a cada ser humano de manera momentánea. Por eso, justo por aquella soledad que era su amante, su compañera y su aliada, justo por eso le pareció tan extraño que alguién tocara a su puerta. Tres golpes secos, seguidos, arrancados al silencio con la fuerza de unos desconocidos nudillos. Al principio no se movió. Pensó que había imaginado aquel sonido. ¿Quién va a llamar a mi puerta? ¿Quién quiere venir a mi refugio? ¿Quién quiere saber qué pinto, qué escribo, qué esculpo, qué hago con los minutos, las horas, los días que componen mi vida? Volvieron a llamar. De nuevo, tres golpes secos y rotundos. "¿Quién es?", dijo por fin. "Yo. Me estabas esperando". No esperaba a nadie, pensó para sus adentros, y se encaminó a la puerta con miedo. Un miedo denso, frío, profundo e intenso. Un miedo que le calaba hasta los huesos y que no sabía explicar. Un terror incoherente pero preciso. Sus pasos, ralentizados por la angustia, resonaban en toda la estancia. En el exterior, no se oía nada. Silencio. Tal vez el viento susurrar, chocar de frente contra las paredes de la casa. Abrió la puerta lentamente, como quién saborea el beso de un amante muy deseado. Allí no había nadie. Nadie tocaba a su puerta. Debía haberlo imaginado todo. Demasiado tiempo sin nadie, pensó. Demasiado tiempo conmigo mismo, se dijo mucho más animado. Y siguió con su vida como lo hacía cada día, llevando a cabo todas y cada una de las actividades repetitivas con las que había aprendido a calmar sus ansias. Pintando terrores olvidados, escribiendo cuentos sobre amores frustrados, planes malditos y besos jamás dados, y esculpiendo los cuerpos que jamás había llegado a acariciar. Siguió con la vida porque la vida no permite hacer con ella otra cosa que eso, seguirla siempre hasta el final. Al día siguiente exactamente a la misma hora volvió a repetirse la misma escena: tres golpes secos sonaron en toda la estancia con una claridad absoluta. "¿Quién es?", preguntó él, esta vez con la velocidad que sólo el miedo puede imprimir en las lenguas de los hombres. "¿Quién está ahí?", repitió prácticamente gritando. "Soy yo. Tú me estás esperando", repitió la voz. Corrió, voló más bien, hacia la puerta y la abrió bruscamente de par en par. Nada. Nadie. Silencio. Se asomó al exterior, corrió alrededor de la casa gritando: "¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?". Nada. Nadie. Entró dentro de la casa y se sentó en un sillón mullido incapaz de moverse. Incapaz de volver a seguir con su rutina diaria. Allí lo encontró la tarde, al día siguiente, cuando los tres golpes en la puerta volvieron a llenar de angustia la sala. Esta vez no dijo nada. Abrió la puerta y tampoco encontró a nadie. Salió fuera de la casa y al mirar hacia abajo, desde lo alto del cerro, vio a la orilla del mar a una niña muy pequeña, apenas tendría cuatro años. Una sensación de inseguridad le invadió. Bajó corriendo con la certeza de que sus mayores pesadillas se podrían hacer realidad en apenas unos segundos. Al llegar a la orilla, pudo verla de cerca. Su melena castaña. Sus ojos marrones, como los suyos. Su barbilla pronunciada y su nariz respingona como la había tenido su madre, y la sonrisa con la que la vio partir por última vez cuando ambas le dejaron para siempre. "Vengo a por ti, papá. ¿No me estabas esperando?". El agua no estaba tan fría, a pesar de ser invierno. El viento no era tan gélido. Y el silencio era tan dulce que ni siquiera le importó partir de aquella manera. No se puede hacer esperar a una niña. No se puede hacer esperar a tu niña.