La mujer oscura

18.08.2016 11:52

“No se trata de que me guste la oscuridad”, le dijo, “la necesito. Forma parte de mi esencia, me invade. Soy oscuridad”. Cuando ella hablaba de esta manera, él no entendía nada. No conseguía comprender lo que decía, pero tampoco que esas palabras salieran de los labios carnosos de aquella muchachita menuda, rubia y pálida que parecía recién salida de un anuncio de ropa para Lolitas adolescentes. “No sabes lo que dices, tú no eres oscura. Eres luminosa”, le dijo. “Tú me quieres ver así porque te inquieta mi forma de ser, mi manera de ver las cosas… mi extraña manera de habitar en este mundo, pero soy como soy aunque tú te niegues a verlo”. Mientras hablaba, con una voz fina y delicada, sus dedos largos y hermosos destrozaban las flores que iba encontrando a su paso. Alguna vez, es cierto, la había visto matar insectos y deleitarse en su muerte con una sonrisa. Una vez, incluso, llegó a ver cómo quemaba un hormiguero y no apartaba los ojos del mismo mientras ardía hasta que él echó encima una botella de agua fría y lo apagó. “¿Pero qué haces?”. “Lo que debo”, contestó ella en aquella ocasión. Para él eran bobadas de juventud, nada que no solucionara el siempre justo paso del tiempo. Por eso fue tan grande la decepción cuando su niña brillante se fue haciendo opaca, densa, indescifrable. Llegó a darle incluso algo de miedo. Cuando comenzó a desaparecer días enteros él se aficionó a escuchar las noticias de una manera compulsiva, descartando posibles accidentes y muertes que ella pudiera haber provocado. Nunca tuvo miedo por su bienestar. Sabía que, de alguna manera, la oscuridad la protegía. El paso de los años tuvo además otras consecuencias físicas, su piel se oscureció, sus ojos azules parecían haber adquirido un tono más cercano al marino que al antaño color cielo que tenían, hasta su pelo adquirió un tono oscuro tras su paso por la peluquería. Negro azabache. Negro de ala de cuervo. Toda ella era perturbadoramente oscura, y él acabó por creer sus palabras. Por eso, cuando un buen día le llamaron de la Policía Nacional para que fuera a Comisaria porque ella estaba retenida, se esperó lo peor. Creyó que aquellas pequeñas y delicadas manos podrían haber dado a muerte a una, dos, tres personas… incluso a toda una familia, a toda una ciudad. La creyó capaz de lo peor porque su deseada oscuridad se había hecho patente a sus ojos. El policía le miró a los ojos. “¿Es su hija?”. “No, es mi mujer. Nos llevamos bastantes años”. “¿Y desde cuándo se dedica a ese tipo de cosas?”. “No lo sé, ella es así… hace cosas raras. Da miedo…”. El policía le miró con los ojos muy abiertos, con una extraña cara de circunstancias. “… Tiene talento, eso es cierto. A ver no me entienda mal, no está permitido hacer ese tipo de cosas en la vía pública, pero la verdad es que es muy buena”. Él no podía dar crédito, por su cabeza pasaron todo tipo de posibilidades. Todas, menos la que escuchó a continuación. “Es una gran artista callejera. A mí me gusta mucho la pintura, y en la de su mujer se ve auténtica pasión, oscuridad, rabia… pero la vía pública no es el lugar adecuado para expresarse. Lo adecuado sería que fuera a una Facultad para pulir sus dotes artísticas, más que evidentes. Señor, tiene usted una artista en casa, pero que no se vuelva a repetir”. De camino a la vivienda común, él no dejaba de mirarla y, de repente, comenzó a ver como se disipaba toda su oscuridad y volvía a ser luminosa. Tal vez la única oscuridad real fue la que sus miedos proyectaron sobre ella.