La pecera

01.07.2013 10:08

La pesadilla era recurrente. Una y otra vez se despertaba en la cama, bañado en sudor, convencido de que se encontraba dentro de una pecera gigante. Apresado. Encerrado. Rodeado de tiburones. Sin aire. Se despertaba siempre al límite, cuando pensaba que nunca volvería a sentir el aire en su cara, el viento, la niebla. Por la noche, antes de cerrar los ojos, sufría un momento, apenas un instante, de auténtico terror. Saber que la pesadilla volvería, una y otra vez, le hacía sentir indefenso. Pequeño. Débil. El calor veraniego pegajoso tampoco ayudaba en la tarea de intentar descansar alguna noche. Dormir se volvió algo imposible. Una quimera. Pronto se hizo evidente a ojos de todos. Su cuerpo comenzó a reducirse de manera alarmante. Los huesos se marcaban en su cara como la estructura perfecta que recogía lo que quedaba de su espíritu, de su alma. Los ojos, rodeados de ojeras infinitas, amenazaban saltar de su rostro, como peces tratando de escapar de un charco de lodo. Dejó de hablar. No tenía nada que decir y le faltaban las fuerzas. Incapaz de ordenar sus propios pensamientos, comenzó a faltar a su trabajo. Dejó de salir a la calle. Dejó de ir a comprar alimentos. Fue, poco a poco, dejando de vivir como un ser humano, encerrándose cada vez más en el cubículo de su habitación dónde apenas corría el aire. Por las noches volvía a su pecera, cada vez más reducida, cada vez más pequeña, ya sin sitito siquiera para otros peces, mucho menos tiburones. Sus noches comenzaron a no diferenciarse en nada de sus días. Sus días comenzaron a convertirse en noches. Su vida se transformó en su propia pesadilla hasta que, al fin, dejó de respirar y pudo, de una vez por todas, alejarse nadando, con más fuerza que nunca, hacia el océano libre. Hacia la inmensidad.