La Pluma

12.04.2018 13:35

Nunca había visto aquella pluma estilográfica en casa. En realidad, ni en casa ni en ninguna parte. Él era un escritor tradicional, de los que no usaban el ordenador y escribían sus novelas de forma manuscrita. En cualquier caso, jamás había usado pluma, pero al verla le hizo gracia escribir alguna de sus historias con ella. Se sentó frente al folio en blanco, y lejos de sentir aquel temor que sufren los escritores por falta de inspiración, su mente y su mano parecieron confabularse para comenzar a escribir de manera casi automática. Las ideas salían solas. Casi sin procesarlas. Los personajes parecían interactuar por su cuenta, haciendo cosas que él ni siquiera había imaginado. Las situaciones le sorprendían al mismo tiempo que provocaban sorpresa en los protagonistas de su historia. Parecía que toda ella, toda aquella historia, salía directamente desde la tinta de la pluma al folio. Aquel fue un día raro en el que no pudo parar de escribir a pesar de que, en un momento dado, las manos le dolían realmente. Cuando se fue a la cama, durmió como un niño pequeño. Sin sueños, sin miedos. Tranquilo. Al día siguiente al volver a sentarse en su despacho la situación volvió a repetirse. Y al tercer día, y al cuarto… El viernes decidió retomar su tarea pero  cambió la pluma por su tradicional bolígrafo BIC… De pronto, el folio en blanco que tenía ante sí parecía una cima que no podía escalarse. Releyó la historia ya escrita, de hecho, había escrito tanto durante la semana, y tan bien, que le faltaba muy poco para terminarla. Sin embargo, no sabía cómo hacerlo. No tenía ni idea. Aquella extraña novela contaba cosas siniestras que a él, al escritor que siempre había sido, ni siquiera se le hubieran pasado por la cabeza. Sin embargo, allí estaban. Muertes, crímenes, abusos, espíritus, criminales irredentos posesiones y toda una suerte de disparates, tantos que no tenía ni idea como iba a finalizar aquella historia. Cogió la pluma. No hizo falta más. Escribió todo el día, y al siguiente y el domingo, a última hora de la noche, salió de aquel cuarto con una nueva novela finalizada. “Por fin”, le dijo su mujer al verle salir del despacho. “Te la has tomado muy en serio, la has hecho del tirón”. “Sí, ha sido como una necesidad. Tenía que contar esta historia”. Ella se quedó mirando su mano derecha, en la que aún llevaba la pluma. “¿De dónde la has sacado?”, le preguntó con los ojos muy abiertos. “¿Cómo has podido encontrarla?”. “¿Encontrarla? Pero, ¿tú ya la conocías?”, interrogó él. “La he visto en el trabajo”, contestó ella. “En el despacho de uno de mis compañeros. Es el arma de un delito. Un hombre mató con ella a su mujer y a sus hijos, y luego se tiró por una ventana gritando que la culpa era de la pluma, que estaba poseída por el diablo… o algo así, no me acuerdo muy bien, un disparate de un demente maltratador de mujeres… cualquier excusa les viene bien. Pero claro”, concluyó ella. “Es imposible que sea la misma. Es una de las pruebas que se llevó la Policía. Será parecida”. Él soltó la pluma sobre la mesa y se quedó mirándola fijamente. En una de sus esquinas creyó ver una mancha de sangre. Imaginaciones suyas. No era posible. Tenía que ser una casualidad. A la mañana siguiente, sus piernas le dirigieron directamente al despacho. Allí, sobre la mesa, estaba la pluma. Creyó escuchar una voz. “Ahora vamos a contar otra de mis hazañas”. Allí no había nadie. Él… y la pluma. Quiso salir corriendo, pero sintió una poderosa necesidad de sentarse a escribir lo que parecía ser la historia de un escritor que se volvía loco… de repente.