La princesa luminosa

22.02.2015 21:02

Erase una vez un lugar muy lejano, o tal vez no tanto, eso es cuestión de memoria, ya se sabe. En ese lugar remoto, un rincón del paraíso en el que olía a sal y los días siempre parecían azules como los príncipes añejos de los cuentos de antes, vivía una princesa sin reino. No todas las princesas lo tienen. Siempre nos cuentan que sí, que tienen reino, y palacio y lacayos, pero hay princesas que no lo son por linaje, ni por tener sangre azul, ni por llevar corona. Son princesas porque sí, así son las cosas en el verdadero mundo de los cuentos. Esta princesa tenía el pelo negro como la noche, los ojos oscuros y brillantes y una sonrisa que iluminaba el día de quién se cruzaba con ella. Por eso la llamaron, Lucía, porque irradiaba luz a su paso. Tenía una voz que amansaba las fieras y contaba, através de un poderoso artilugio que en aquel reino lejano llamaban radio, las cosas que acontecían en el lugar. Era despistada, algo desastre, impulsiva y cariñosa, pero todo el mundo la quería porque ella se hacía querer. Era una de esas princesas a las que se quiere, y ya está. Tampoco hay que buscar tantos motivos, son cosas que sólo sabe el narrador, al fin y al cabo. Un buen día la princesa notó que algo cambiaba. Algo comenzaba a ser distinto. Por algún extraño motivo, a la princesa Lucía le habían salido alas. Eran blancas y mullidas, como de algodón. Al principio no dijo nada. Las llevaba escondidas bajo la ropa, pero prontó comenzó a notar que le dolían. Empezaba a sentirse encerrada dentro de una bella jaula de oro. En su reino, ese reino bello que olía a sal, ese lugar dónde todos la querían y dónde ella sentía que tenía una familia, comenzaba a faltarle el aire. Lucía sentía la irresistible necesidad de echar a volar. Conocer nuevos lugares. Iluminar nuevos destinos. Le daba mucha pena decir adiós a todo lo conocido porque era bueno, pero... no podia engañarse a sí misma, y sobre todo no podía engañar a sus exigentes alas. No sabía cómo podría decirle adiós al mar en el que se había bañado durante años, al cielo que la vio crecer como persona, a las gentes que la querían por lo que era, una princesa de las de verdad. Sólo con pensar en decir adiós se ponía muy triste. Lo que ella no sabía es que todos los habitantes de su reino siempre supieron que llegaría el día en que tendría que echar a volar, pero también sabrían que seguirían allí a su vuelta. Cuando la vieron desplegar sus alas sintieron que se les encogía un poco el corazón, pero en el fondo dormía una enorme esperanza porque, si es cierto que no hay nada más triste que una despedida, también lo es que no existe nada más hermoso que un reencuentro.