Las Gafas. I. Niebla

07.02.2014 11:11

Odiaba esa sensación de impotencia que se apoderaba de ella cada mañana cuando, al abrir los ojos, tenía la necesidad imperiosa de llevar la mano a la mesilla de noche para buscar sus gafas y dejar de lado la neblina que recubría su mirada. Era miope desde que era una niña y la falta de vista se había agudizado con la edad. Nada nuevo. Nada que no le pase a la mayoría de los mortales, pero no por eso resultaba un consuelo. Era tan grande su necesidad de ver todo con claridad absoluta que nunca se quitaba las gafas, incluso se había mandado hacer unas gafas graduadas para bucear en el mar. Siempre llevaba puestos sus segundos ojos. Su mirada. Su antídoto contra la noche eterna. Contra la niebla. Contra la oscuridad. Precisamente por eso, aquella mañana sintió una creciente angustia al no encontrar sus lentes en la mesilla. Sin levantarse si quiera de la cama se las apaño para tocar y retoquetear todas las cosas que había sobre el mueble. Libros,  despertador, crema de manos, paquete de pañuelos, los pendientes que se puso el día anterior… nada. Sus gafas no estaban allí y estaba convencida de que, quitárselas y dejarlas sobre la mesa, era lo último que había hecho antes de acostarse. Tocó, acarició, arañó y hasta golpeó cada mueble de la casa en su busca, sin mayor fortuna. No estaban. No estaban en ningún lugar de la casa. No tenía sentido ninguno. De hecho, era imposible, pero lo cierto es que las gafas no parecían estar en ningún lugar. El enfado y el agobio dio paso a una inseguridad, a un temor, que surgía de lo más profundo de su ser. ¿Qué podía hacer ahora? No podría salir de casa sin las gafas. No veía con claridad. Tenía demasiadas dioptrías. Ni siquiera acertaba a reconocer los números de teléfonos apuntados en la agenda de su móvil. Marcó uno al azar, y la fortuna quiso que fuera el de su compañera de trabajo. Al explicarle la situación, ella se ofreció a pasar por su casa y ayudarla en su búsqueda. Fue inútil. Los ojos perspicaces de su amiga no encontraron el objeto anhelado. “Hoy tenemos dos reuniones. Serán charlas larguísimas que ocuparán toda la mañana, para escuchar no necesitas las gafas. Vístete y yo te llevaré. Luego pasaremos por la óptica para que te hagan otras lentes de repuesto. ¿Te parece bien?”. No tenía muchas más opciones. Curiosamente, camino del trabajo, se dio cuenta de que algo extraño, más todavía, estaba ocurriendo. Era capaz de distinguir todas las voces que se cruzaban en su camino, pero no sólo sabía a quién correspondían. Era capaz de conocer sus pensamientos. Los más oscuros y remotos secretos de cada una de las almas que habían convivido con ella en los últimos años. Si bien su amiga y compañera no parecía tener mayor oscuridad que sus propias inseguridades, fue consciente de que muchos de los que se decían sus amigos la odiaban en secreto. “Se ha quitado las gafas para llamar la atención”, pensaban. “Estás guapísima”, decían en voz alta. “Está quiere ascender y ya no sabe ni qué hacer”, mascullaban en silencio. “Te sienta bien el cambio de look”. La hipocresía se apoderó del ambiente. Nadie decía lo que pensaba. Nadie pensaba lo que decía. Esa nueva clarividencia, esa visión real de las cosas, no le gustó. Nada. Ojalá tuviera ya mis gafas nuevas, pensó. Necesito volver a ignorar la maldad de la gente. Las horas se sucedieron una tras otra, trayendo consigo dosis de realidad no deseada. “Esto es el mundo. Así somos los hombres. Mentirosos, zafios, hipócritas, falsos”. “¿Cómo he podido estar tan ciega?”.