Las gafas. III. La Luz

07.02.2014 12:17

No sabría bien como describir el calor que subió por todo su cuerpo al entrar en el recinto. Todo el frío, el miedo, la incomprensión, la oscuridad y la impotencia quedaron a un lado. Olvidados. Desvanecidos. Perdidos en algún lugar de su memoria al que no necesitaba volver a acceder. Nunca. La sensación de bienestar era tan grande que, por un momento, olvidó a qué venía. “¿En qué podemos ayudarle?”, la voz era profunda, sincera y reconfortante. Infundía tranquilidad. Nada de malos pensamientos. “He perdido mis gafas y no veo nada”. “O tal vez estás viendo cosas que desearías no haber visto jamás, ¿no es así?”. No sintió necesidad de contestar. No tenía mucho que decir. Aquella voz parecía saberlo todo. Sobre todo, parecía saber qué necesitaba ella. Se puso en sus manos. “Las cosas no son siempre lo que parecen. De hecho, nunca las vemos con claridad. Nunca hay una sola óptica de lo que nos ocurre pero estamos demasiado ocupados con nuestras vidas diarias para pararnos a pensar”. Mientras le hablaba parecía trabajar en algo que no acertaba a ver. Unas gafas, suponía. ¿Qué otra cosa podía ser? “No te voy a dar unas gafas. No las necesitas”, contestó la voz en respuesta a una pregunta jamás formulada. “Ya has descubierto cuál es tu mirada. Cuál es la verdad. Cuando salgas de aquí nunca más necesitaras nada para descubrir lo que ocurre a tu alrededor. Has dejado de tener miedo”. Ella pensó que no era cierto. Necesitaba las lentes para ayudarse en su recorrido por la vida. Necesitaba otra mirada. Y, sobre todo, no quería salir de allí. “Me da miedo volver ahí fuera”, dijo. No pudo decir más. “A todos nos da miedo, aunque nadie lo dice. Todos tememos la realidad y nos enfrentamos a ella, corriendo, siempre corriendo hacia delante, haciendo pasar las hojas de nuestro calendario de una manera desquiciada. Todos corremos hacia la muerte porque no entendemos la vida. Tú tienes la oportunidad que los demás no hemos tenido. Tienes una mirada nueva. La tuya”.  En las manos de aquel hombre no había gafas. No había nada. Nunca lo había habido. Sonrió y se marchó. Se desvaneció. Tal vez nunca llegó a estar allí. Cuando volvió a la calle el cielo se había nublado. Veía todo con una nitidez que no recordaba. Con claridad absoluta. Sin embargo, ya nada era luminoso, ni tampoco oscuro. Todo era gris. La gente era gris, los edificios eran grises, los coches, las avenidas, las tiendas… el mundo era gris,  pero el destino… el destino aún no estaba dibujado. Ella se encargaría de recuperar el color que nunca debió desaparecer del suyo. Se echó a caminar sin prisa, pero sin mirar atrás.