Limpiar el frigorífico

12.01.2018 09:59

Odiaba limpiar el frigorífico, era un trabajo largo, arduo, pesado y poco agradecido, ya que cada semana tocaba volver a empezar, pero era una carga autoimpuesta que asumía sin pensarlo demasiado. Comenzó por sacar la comida y las baldas, y lavarlas una a una, luego inició el proceso de repasar con el estropajo las paredes del aparato y dejar impoluto cada rincón. En esta ocasión, le pareció descubrir una mancha de tomate justo al fondo del refrigerador, y no dudó en meter medio cuerpo dentro del mismo para quitarla. Comenzó a frotar con fuerza y tuvo la extraña impresión de que la mancha, no sólo no desaparecía, sino que se hacía cada vez más grande. Más y más grande aún, tanto que en un momento dado le pareció que todo era rojo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no estaba en su cocina, o al menos no estaba arrodillada en ella limpiando el frigorífico. Estaba dentro del mismo y la puerta se había cerrado por su propio peso. Por alguna inexplicable razón su cuerpo se había reducido hasta quedar atrapado en el interior de un aparato que, sin baldas por las que escalar, parecía inexpugnable. La única manera de poder ver las cosas con algo de perspectiva pasaba por subirse al estropajo y desde allí, tratar de saltar a la balda de las botellas de agua, que aún no las había llegado a sacar. Una vez allí, escalar hasta la balda de las salsas y de allí hasta la de los huevos y mantequillas, desde donde podría intentar alcanzar la pequeña palanquita de accionaba la apertura del frigorífico. El acceso al estropajo no fue agradable. La sensación de humedad jabonosa, unida al frío que hacía en el interior del aparato, no mejoraba las cosas. Pero fue capaz de hacerlo y desde esa cima dio un salto imposible hasta la botella de agua. Imposible fue porque no alcanzó más que a la caja de leche, de dónde quedó colgando al tiempo que se daba cuenta que la rosca del cartón estaba cediendo. Subió, como pudo, al brik de leche y desde allí creyó sentir lo que, sin duda, deben sentir los alpinistas cuando tratan de llegar al Everest. La distancia era infinita y la dificultad incuestionable. “Debería haber dedicado la mañana del sábado a rituales de belleza matutinos, como todas mis amigas”, pensó. “Pero no, yo con mi obsesión por la limpieza he acabado dentro de mi peor enemigo”. A la vez que se reñía a sí misma, pensaba que tal vez le hubiera dado por hacerse la cera y hubiera acabado dentro de la cazuelilla en que se calienta.  Haciendo gala de una fuerza física desconocida consiguió llegar hasta lo alto de la botella de agua. Desde allí el acceso a la balda de las salsas fue sencillo, pero el olor a Ketchup y la sensación de vértigo era inaguantable. Se sentó junto a la mayonesa a descansar y, por un momento y por primera vez, se dio cuenta del absurdo de la situación. “¿Cómo puedo estar dentro de un frigorífico? ¿Es eso si quiera posible?”. Dejo pasar unos instantes hasta que el frío se le hizo insoportable y volvió a ponerse en marcha. Esta vez tenía el pringoso objetivo de llegar hasta los huevos, escalando para conseguirlo el bote de kétchup, el más espigado de todos los que había en su frigorífico. La subida no fue agradable, pero sí sencilla. Por una vez, agradeció la desagrable manía de su hijo de no limpiar adecuadamente el bote de salsa cada vez que se ponía. Embadurnada en la avinagrada poción llegó a lo alto de su tapón y aprovechando el plástico que conecta el mismo al cuerpo de la botella, lo usó como pértiga hasta situarse, jadeando, agotada y ciertamente alucinada, en lo más alto de un tostado huevo clase A. No se atrevió a mirar hacia abajo. La sensación de vértigo sería, estaba convencida, insoportable. Necesitaba descansar. Su cuerpo lo pedía a voces, el esfuerzo había sido titánico, pero tenía demasiado frío. Y le aterrorizaba la posibilidad de morir congelada allí arriba. Sólo le quedaba un pequeño salto. Nada más. Un último esfuerzo para abrir el frigorífico colgándose de la pequeña (para ella gigantesca en esos momentos) palanca que accionaba la apertura del mismo. Cogió impulso con todas sus fuerzas y sintió que su cuerpo caía, se deslizaba sin posibilidad de agarrarse a nada… “María, María… llevas media hora mirando el café del desayuno… ¿No querías limpiar el frigorífico hoy?”. Su marido la miraba asombrado de su aspecto adormecido. “Ehh… no. Mejor hoy lo limpias tú. Olvide decirte que he cogido hora en la peluquería”. Y poniéndose en pie, salió rauda de la cocina, no sin antes dirigir una mirada de soslayo al frigorífico.