Refugio

21.02.2014 18:47

Le gustaban las catedrales. La manera sinuosa en que la luz jugaba con los sentimientos de quienes, sintiéndose diminutos, traspasaban sus puertas. Su grandeza, debidamente calculada. Le gustaba pensar que esas edificaciones fueron diseñadas, pensadas y realizadas por hombres. Pequeños, imperceptibles, insignificantes seres humanos que con sus manos las hicieron realidad. Hombres, siempre capaces de lo mejor y lo peor. Siempre se sentía impresionada por el silencio respetuoso que se imponía en el recinto y obligaba a callar, a caminar despacio, temiendo si quiera el sonido del ruido de tus zapatos. Era un buen lugar para ocultarse del horror, del ruido y la furia que se había adueñado de la ciudad, del miedo. Todos tenían miedo. Todos corrían desesperados hacia algún lugar aún desconocido. Todos huían. Ella decidió quedarse. Se sentó en uno de los bancos más cercanos al altar y trató de abrir algún cajón remoto del interior de su cabeza y desempolvar las oraciones que sabía de niña. Le gustaban las catedrales y, esta vez, eran su única opción.