Su tiempo

23.08.2013 11:07

No tenía mucho tiempo para nada. No tenía tiempo para nadie. Era un hombre muy ocupado. Estaba trabajando cuando murieron sus padres. Estaba trabajando cuando nació su hija. Incluso su primer divorcio le pilló en una reunión. Al segundo no acudió por voluntad propia, no le apetecía perder el tiempo en tonterías. Era un hombre muy ocupado. No perdió jamás el tiempo en leerle cuentos a sus hijos cuando eran niños y ahora no lo hubiera podido hacer por sus nietos ni aunque hubiera querido, porque estaban ya lejos de su alcance. No leía libros porque le parecía una total y absoluta perdida de tiempo, tampoco iba al cine, y apenas comía. Cuando lo hacía siempre lo hacía en un restaurante o en una cafetería porque comprar, y más aún cocinar, no entraba en su lista de prioridades que merecieran la pena. Se casó desde muy joven con su trabajo y ése fue siempre su único amor, el único al que era fiel y al que él mismo se sentía capaz de ser leal. No tenía amigos. ¿Para qué?, se preguntaba. Siempre exigen más de lo que pueden dar. Era un solitario por voluntad propia, ateo y descreído de todo lo que le rodeaba. Un ser asocial, muy exitoso, en cambio, en el terreno profesional. Tal vez por ese mismo motivo. Esa noche, después de una cena de negocios a la que no se pudo negar, pasada la medianoche, fue a su oficina. La hora de las brujas, decía su madre cuando era niño. Cuántas tonterías decía su madre, y su padre, y sus mujeres, y sus hijos, y sus profesores, y sus compañeros de trabajo. Cuántas tonterías decía la gente en general para ocupar sus horas de manera improductiva. Se sentó en su cómodo sillón de cuero, elegido y adquirido por su secretaria, pendiente de manera eficaz de hasta el último detalle de su existencia, y miró por el amplio ventanal de su despacho. En la torre más alta de la ciudad, tenía una clara perspectiva de lo que ocurría a sus pies. Se encontraba en el ojo de un auténtico faro si es que le hubiera interesado ser vigía de algo que no fuera él mismo. Oyó un ruido y se levantó de un salto. Era imposible. Estaba sólo. Él mismo había abierto la puerta de entrada al inmueble y el portero de noche jamás entraba en las dependencias de la empresa. Se levantó y caminó por el pasillo encaminando sus pasos hacia una tenue luz que se vislumbraba tras la puerta del cuarto de la fotocopiadora. Abrió la puerta y vio que la máquina estaba funcionando. "Algún inútil se la ha dejado encendida", dijo en voz alta. "Mañana ya pondré en su sitio a estos vagos, que no saben hacer nada bien. Yo a su edad...". Apagó el aparato, apagó la luz y volvió a su oficina. No había llegado a entrar cuando escuchó de nuevo un ruido. Giró sobre sus propios pasos y volvió a ver la misma luz en la sala de fotocopias. "Es imposible", la acabo de apagar. Volvió a la estancia y vió con sus propios ojos como la máquina se estaba reiniciando. "La acabo de apagar", se dijo. "Me habrá parecido que lo hice y no llegué a hacerlo. Tengo que dormir más", se aconsejó a sí mismo, quitándole importancia al asunto. Apagó y desenchufó la máquina para evitar confusiones y volvió a salir. No había dado dos pasos cuando el ruido se inició de nuevo. "Es imposible", dijo ya en voz alta. "No puede estar encendida". Pero al entrar vio con claridad que la máquina estaba, no sólo encendida, sino en pleno funcionamiento, arrojando con violencia folios por toda la sala. Anonadado y perplejo, se agachó para recoger uno de los papeles que volaban por el cuarto. En él sólo había unas palabras escritas en austera tinta negra: "Se acabó tu tiempo y no has sabido aprovecharlo". Cogió otro papel, el mismo mensaje se repetía, una y otra vez en todas partes. No puede ser, esto es una broma de mal gusto, no puede ser...".  A la mañana siguiente lo encontraron, aparentemente dormido, sobre el último informe de su compañía. "Ha sido un infarto", certificó el médico de la empresa. "Se nos va un hombre", señalaron sus superiores, "que ha dedicado a esta empresa lo mejor que tenía: su tiempo".