Una mala noche

05.12.2018 18:31

 

Se despertó de madrugada. La noche era cerrada y la oscuridad absoluta. Por la ventana, cubierta por un estor, no se colaba ni un ápice de luz. No quiso encender las de la casa por no despertar a los que dormían. Caminó despacio, a tientas, recorriendo de memoria el camino una y mil veces realizado, tratando de reiterar los pasos que daba a diario. Había escuchado un ruido lejano. Como el ladrido de un perro pequeño, pero no tenían perro. Al llegar a la cocina se paró a escuchar. Nada. Silencio absoluto. Volvió sobre sus pasos despacio, tratando de no llevarse por delante ningún mueble. Se sentó en la cama y cuando iba tumbarse de nuevo para seguir durmiendo… otra vez escuchó algo. Esta vez le pareció un gruñido, como de un felino de gran tamaño. Y estaba dentro de la casa. Se levantó de nuevo, esta vez con más cautela, con la respiración agitada y el corazón dando saltos. Recorrió cuarto por cuarto, muy despacio… nada. Silencio denso y brumoso. Regresó a su cama, una vez más. Pasaron los minutos y continuaba mirando al techo en silencio, el único sonido era la respiración acompasada de su pareja. Poco a poco se fue tranquilizando. Estaba claro que la noche le había jugado una mala pasada y había imaginado cosas. Se fue adormeciendo y dejándose llevar por el cansancio de la jornada. Cada vez todo se volvía más negro, más opaco, más neblinoso… entonces lo escuchó, con total claridad, un tremendo gruñido como si frente a él hubiera un oso de tamaño gigantesco. “¿Qué es eso?”, gritó su pareja saltando de la cama y encendiendo la luz sin ningún miramiento. Los niños también se despertaron. “Parecía un animal salvaje”. Él no dijo nada. Recorrieron la casa, sin orden, sin concierto, corriendo de un cuarto a otro, buscando en sitios inverosímiles… allí no había nadie, no había nada extraño. Eran las tres de la mañana. Todos fueron volviendo a la cama, quitándole importancia a las circunstancias. “Habrá sido un vecino bromista”, decían. Su mujer se durmió, los niños también… todo volvió a la normalidad. Salvo él. No podía. Sentía que el corazón se le salía del pecho. Se sentó en el sofá y fue dejando pasar los minutos en silencio, luchando por permanecer despierto, mirando al frente, iluminado por una pequeña lamparita de lectura. Así pasó varias horas. Hacia las cinco y media, el cansancio le pudo y acabó por quedarse dormido, en un duermevela perturbado y ligero. Por la mañana le despertó su mujer. “¿Qué haces ahí?”, le preguntó mientras le daba un beso. “El ruido de ayer me quitó el sueño”, contestó mientras trataba de abrir los ojos, luchando contra el sueño. “¿Qué ruido?”, preguntó ella riendo. Y moviendo con normalidad lo que parecía un muñón sanguinolento. “¿Qué te ha pasado?”, gritó él. “¿A mí? Nada”, contestó riéndose. “Me molesta un poco esta mano, pero nada más”, contestó señalando la mano ausente y el muñón que había quedado en su lugar. Sus hijos fueron entrando al salón, como si de una obra de teatro se tratara, a uno le faltaba una pierna, a otro una oreja… pero todos reían y bromeaban. Ninguno recordaba haber escuchado un ruido, y todos negaban haberse levantado de la cama aquella madrugada. “Por cierto, cariño, no quiero decirte nada, pero últimamente roncas muchísimo, pareces un auténtico jabalí”, escuchó mientras se metía en el cuarto de baño, sin entender nada de nada. Allí solo, con la puerta cerrada, el espejo le devolvía la perturbadora imagen de un hombre con la boca y las manos manchadas de sangre, los ojos deshumanizados y la desagradable sensación de tener un sabor metálico en la boca que no lograba descifrar.