Bajo los charcos (IV)

13.03.2015 20:41

No se estaba mal allí. Era muy pequeña aún para saber por experiencia que el ser humano se acostumbra a todo. A lo malo y a lo bueno. En cualquier caso, lo cierto es que no era difícil acostumbrarse a vivir en el mundo bajo el charco. Fue mirando al resto de los niños y se dio cuenta que cuando tenían sueño se tumbaban en el suelo, e inmediatamente, este se hacía mullido y cómodo para ellos. Cuando tenían hambre comían unos frutos de diversos colores que crecían en los arbustos. Tenían la peculiaridad de adquirir el sabor de lo que más le apetecía en cada momento. A veces a croquetas de la abuela, otras a pollo asado, a macarrones con tomate, a albóndigas guisadas de las que hace mamá los sábados y, de vez en cuando, a helados, a gominolas y a chocolate. Así que se limitó a hacer lo que hacían los demás y los días fueron pasando. Pronto le llamó la atención que ninguno de los niños parecía echar demasiado de menos a sus padres. Todos decían quererlos mucho, pero aseguraban que pasaban tan poco tiempo con ellos que su ausencia no se les hacía demasiado dolorosa. A ella sí le dolía. Quería tener cerca de sus padres para poder abrazarles. “Tienes que acostumbrarte a que no estén. No volverás a verlos. Ellos nunca vienen a buscarnos. Nos olvidan y siguen con sus trabajos y sus vidas”, le decían. Ella no creía una palabra. Eso no era posible. Ahora que ella no estaba, ¿a quién ducharía cada noche su madre?, ¿a quién le leería un cuento su padre?, ¿a quién arroparían y besarían con mimo?... “A por mí sí vendrán”, dijo en voz alta. Los demás asentían con la cabeza, al tiempo que la miraban con cierta cara de pena. De superioridad. Los pequeños eran así. Pensaban que en el mundo de los mayores había tiempo para asomarse a mirar dentro de los charcos. Pero nunca lo hacían. Nunca.