Bajo los charcos (VI)

17.03.2015 10:39

Nada parecía tener sentido. Su organizada vida, en la que todo se daba por sentado, se había dado la vuelta en tan sólo unos meses. Primero fue su hija. Su callada, tímida y entrañable niña que desapareció como si se la hubiera tragado la tierra dejando tras de sí a una familia rota por el peso de su ausencia. Ahora el que no parecía estar en ninguna parte era su marido. Aquel hombre que siempre estuvo allí para ella. Aquel apuesto joven que un día le robara el corazón se había marchado. Le dijeron, esos que siempre tienen algo que decir, que era posible que él fuera el culpable de la desaparición. Que se habría llevado a la niña a algún lugar oculto y ahora estaría con ella. ¡Qué habrían huido juntos! Pero no podía ser. No era sólo la confianza que tenía en él porque,  a pesar de todo, la seguía teniendo. No era tampoco el hecho de que no se hubiera llevado nada, ni dinero, ni maleta, ni documentos, ni ropa de abrigo… desapareció en medio de la noche y en pijama. No era que sus zapatillas hubieran aparecido junto a un charco, en medio de la calle, en mitad de la noche… Era algo más. Algo en su interior le decía a voces que estaba pasando algo más complejo, más importante. Aún así, llevaba días sin levantarse de la cama. ¿Para qué?, se preguntaba. Nadie parecía esperarla en ninguna parte. Nadie parecía acordarse ya de ella. 

 

 

Apenas a unos metros de su habitación, con todo un universo de por medio, la niña se preguntaba que estaría haciendo su mamá. Echaba de menos su aroma, sus manos suaves, sus caricias. ¿Estaría mamá pensando en ella? ¿Y papá? ¿La estaría buscando? ¿Habrían renunciado a volver a verla? Sentada en aquel banco azul turquesa miraba hacia el horizonte plagado de nubes verdes. ¡Qué lugar tan bonito!, pensó, acordándose de los dibujos animados que, en ocasiones, papá y mamá le permitían ver en la televisión. No les gustaba demasiado que viera la tele. Tampoco que bajara a jugar con otros niños por si le pasaba algo. Se pasaba los días en casa, leyendo. En silencio. Ahora, el escándalo del resto de los niños, jugando, la hacía sentirse bien. Rodeada de gente a pesar de las ausencias que tanto le dolían. El sol era rojo ese día, de una intensidad que dolía a la vista. Le gustaba que nada estuviera preestablecido. Qué todo lo que imaginara pudiera hacerse realidad.

 

 

Estaba agotado de caminar. De dar vueltas y no ver a nadie. De no oír nada. Ni un ruido. No entendía aquel planea extraño. Doloroso. Pesado. No entendía que el sol fuera rojo y las nubes verdes. No comprendía un suelo mullido y una atmósfera prácticamente tangible. Sentado en aquel banco azul turquesa, aún no entendía que eran sus propias limitaciones las que no le permitían ver más allá de sus propias narices. Nadie ve lo que no quiere ver. Sólo los niños pueden llegar a ver todo lo que existe y también lo que nunca estuvo allí.