Bajo los charcos

10.03.2015 17:00

Era invierno y llovía. Las calles grises se reflejaban en los charcos que la niña, cumpliendo las órdenes estrictas de su madre, iba sorteando. El día era oscuro y la lluvia se dejaba caer sobre la acera, saltando, como si de un millar de pulgas se tratara, de charco en charco. “Ten cuidado, no te mojes”, ronroneaba por lo bajo la madre. “No, mamá”.
Pero lo cierto es que la niña no podía pensar en otra cosa que en eso, en mojarse, en saltar sobre todos y cada uno de aquellos preciosos charcos, manchar de barro sus preciosas botas nuevas, quitarse el chubasquero azul y el gorro que protegía sus rizos y disfrutar. La niña quería sentir la lluvia sobre la piel, empaparse y que nadie le dijera nada por hacerlo. La niña quería, en definitiva, para que vamos a llamar a las cosas de otra manera, ser niña y ejercer. Su madre no. Su madre quería llegar a casa cuanto antes y que la pequeña no cogiera un resfriado por culpa de la lluvia y el frío. A la niña no le importaban los resfriados. Ni siquiera sabía qué era eso. No recordaba el último que tuvo porque, cuando uno es niño, no recuerda las cosas malas. Sólo se acuerda de las buenas. De las divertidas. De las que importan. Por eso, al día siguiente, cuando fue su padre el encargado de llevarla al colegio bajo la lluvia, la pequeña aprovechó una llamada al teléfono móvil del progenitor para cumplir su deseo. Soltó la mano de su padre, se quitó el gorró y de un tremendo salto, o esa fue la impresión que le dio a ella, logró introducir sus dos pequeñas piernas en un inmenso charco formado por toda una noche de constante e insistente lluvia. En el mismo instante de introducirse en el agua, pudo sentir que la profundidad del charco era mucho mayor de la que ella imaginaba. Contó los segundos del descenso: uno, dos, tres, cuatro… La caída parecía infinita. Eterna. Antes de darse cuenta, había dejado de ver el cielo sobre su cabeza. Ya no caían gotitas pizpiretas sobre sus rizos, ya no había lluvia... todo era agua a su alrededor. Se encontraba inmersa en una inmensa piscina de agua y tierra. De barro. Pensó que iba a ahogarse, pero curiosamente podía respirar bajo aquel extraño líquido torrefacto. Allí el mundo era, de alguna manera, similar al de arriba, pero a la vez diferente. Vio una vereda que llevaba a lo alto de una colina y se dispuso a seguirla. Mientras tanto, arriba, al otro lado del charco, el tiempo pasaba de otra manera. La Ciudad llevaba días buscando a la pequeña niña que el padre, descuidado, había perdido sin saber cómo. O eso creía él. “Contesté al teléfono, se soltó de mi mano, y cuando me di cuenta ya no estaba allí”, le decía él a todos los que querían escuchar su versión. Algunos le creían. Muchos desconfiaban de su palabra. Nadie podía imaginar la realidad. Y en la ciudad seguía lloviendo y los charcos se iban adueñando del paisaje invernal.