Caramelos

13.01.2014 20:33

Caramelos. Una auténtica lluvia de caramelos cruzaba el cielo por encima de sus cabezas. Era espantoso. Al terrible sacrificio que suponía para ella, eternamente sometida a rigurosas dietas, superar las Navidades con tantos dulces, comidas, turrones y excesos de todo tipo, se le sumaba el suplicio del día de Reyes. Pajes, duendecillos, soberanos tintados de negro con pelucas más o menos conseguidas daban rienda suelta a su generosidad haciendo volar decenas, cientos y hasta miles de caramelos de todo tipo de colores y sabores. A ella le encantaban los caramelos, pero no podía probarlos. Ni siquiera recordaba la última vez que su paladar, su lengua, sus papilas gustativas degustaron semejante manjar. Tal vez con diez o doce años. Seguramente fue un placer pasajero, efímero, a buen seguro seguido de una riña monumental por ceder a semejante tentación. Su vida entera se basaba en la firme renuncia al placer. Al placer de saborear una buena carne, una buena salsa, un buen pescado guisado, una tarta, unas rosquillas... Hubiera matado por volver a probar las rosquillas de su abuela. Nadie en el mundo las hacía como ella, pero desde que era una niña se las habían prohibido. Cuando los primos las engullían a dos carrillos, ella les miraba con recelo, tragando sin ganas una manzana o cualquier otra pieza de fruta. Muy sana, claro está. Todo a la plancha. Todo sin azúcar. Todo monótono, aburrido, decadente. Su vida entera era una barrera a las tentaciones. Pero allí seguía, con sus siete sobrinos en la cabalgata, salivando sin darse cuenta al ver como los niños hincaban el diente a los dulces. Los metían en bolsas de diez en diez, de veinte en  veinte, de cincuenta en cincuenta. La mayoría, ni siquiera los llegaría a probar. Las madres los tirarían al llegar a casa y ellos, hartos de golosinas, nunca volverían a recordarlos. Caramelos. De vuelta para casa, cargada con las bolsas de todos los niños que ya sólo tenían en mente los regalos que al día siguiente recibirían, pensaba en lo que había sido su vida hasta el momento. Una negación de todo lo que deseaba. Y ella, dócil, aceptaba todo lo que le imponían. Primero fue su madre, luegos sus hermanas, luego sus novios, y al final, ella misma se exigía esas mismas cosas que tanto había odiado que le prohibieran. Llevó a los niños a casa de los abuelos y de vuelta a su pequeño apartamento, se dió cuenta que llevaba consigo una de las bolsas. Bueno, mañana se la daré al que le falte, se dijo, no creo ni que lo note. Subió en silencio en el ascensor junto a los hijos de sus vecinos. Llevaban las bocas pringadas de dulce y el exceso de azúcar les hacía hablar por los codos. Caramelos. Sentada en el salón, frente a la bolsa de que acababa de sacar del bolso no pudo evitar pensar que la vida era dulce para todo el mundo menos para ella. Para mí, se dijo, es amarga. Triste. Insípida. Gris. Abrió la bolsa y sin pensarlo se llevó a la boca un caramelo. Lo saboreó despacio, como quién degusta un manjar de precio imposible por excesivo. Le supo a poco. Abrió otro caramelo y otro más, y otro, y otro... Uno a uno fue devorando todos los caramelos de la bolsa de una manera desesperada, hambrienta, ansiosa, animal. Los masticaba y despedazaba sin ni siquiera degustarlos, como quién se enfrenta a su peor enemigo, plantándole cara. Ahuyentando a sus propios demonios. Se despertó con la cabeza sobre la mesa. Frente a ella estaba la bolsa de caramelos. Intacta. Ni uno sólo de ellos había sido abierto, ni saboreado. Ni uno. Caramelos...