Desde lo alto

12.07.2013 18:41

Le gustaba ver la vida desde lo alto. Desde arriba todos los problemas parecían minucias, cosas pequeñas sin importancia. Todo lo que parecía fundamental se diluía de alguna manera. Por eso había elegido una torre para vivir. Por eso vivía en un piso treinta. Un poco más cerca del cielo, pero no tanto como para quedar completamente alejado de la tierra. Le gustaba ver la vida desde lo alto. Tal vez por eso aceptó ese puesto en lo alto de un rascacielos. No le interesaba demasiado su trabajo de abogado de empresa pero le encantaba su despacho. Tal vez, con toda probabilidad, no era el mejor motivo para decantarse por una u otra opción, pero era un motivo como otro cualquiera, el suyo. Muchas veces cuando abandonaba su vertiginosa oficina para dirigirse a su "muy elevada" vivienda, se sentaba junto al ventanal del salón, y lo dejaba abierto para sentir el aire. Se servía una copa, generalmente un whisky solo, en ocasiones con una cola, y pensaba sobre lo que había sido su vida. Sobre la gran cantidad de errores, mal entendidos, meteduras de pata, y dolorosas decepciones que le habían llevado hasta ese mismo lugar. Hasta ese mismo momento. Entonces bebía y miraba hacia abajo, a algún punto del infinito que suponía a sus ojos el suelo firme. A veces, por las mañanas, cuando apenas acababa de amanecer miraba hacia arriba, al cielo y envidiaba el vuelo certero de los pájaros. Envidiaba el equilibrio de los gatos saltando de balcón a balcón sin temor a caerse. Tenía celos de las patas de las lagartijas adheridas al techo. Algunos hombres saben que no están dónde deben estar. Que algo está mal en su naturaleza. Equivocado. Él era uno de ellos. Nunca debía haber sido como era. Todo le había salido mal, pero había una explicación: él nunca debió ser un niño. No debió crecer y hacerse un hombre porque él no se sentía así. Él era otra cosa. Diferente al resto. Ni mejor, ni peor. Distinto. Sólo desde allí arriba, sólo y en silencio podía sentirse un poco más cercano a su propia esencia. Una noche, ni más fría ni más calida que las demás, decidió que ya era hora de sincerarse consigo mismo. No podía seguir guardando ese secreto. No podía seguir luchando contra su naturaleza. Miró fijamente a un punto alejado, tal vez una piedra, tal vez no, y aspiró una eterna bocanada de aire fresco. Ahora o nunca, se dijo. Y se dejó caer, con naturalidad, como siempre soñó. Como debía de ser porque él no era un hombre, era un pájaro, un pájaro encerrado en una jaula que no quería comprender. Que no deseaba. Y voló, voló hacia la inmensidad con la seguridad de que todo sería mejor. Mucho mejor.