La ciudad congelada

26.01.2015 18:19

Era, lo recuerdo bien, uno de esos días de invierno, grises y desapacibles, uno de esos días en que la lluvia y el frío te hacen abandonar la idea de salir de casa para nada. Todo lo que te apetece es dejarte atrapar por el mullido sillón con un buen libro entre las manos o una película interesante que disfrutar. Sin embargo, eran muchas las cosas pendientes en esa jornada y el sillón tendría que esperar. Devolver libros en la biblioteca, comprar un par de cosas en el supermercado, recoger los zapatos en el zapatero… todo cerca, en el barrio. Así que nada de coche, caminando. Miré desolada hacia mi sofá a modo de despedida. Lástima, pensé mientras bajaba las escaleras hacia la calle. El viento gélido me azotó la cara  nada más abrir la puerta del portal. “Va a nevar”, dijo una vecina que entraba en ese momento. Tenía un tono violáceo en la cara que no permitía la discusión. Por un momento me imaginé, como cuando era niña, haciendo batallas de bolas de nieve en las escasas ocasiones que nevaba en mi ciudad. Comencé a caminar deprisa con la idea de acabar cuanto antes con mis obligaciones y regresar al calor de mi casa. La sensación de frío iba en aumento por segundo y las rachas de viento parecían intentar cortarme el paso. Supuse que era una sensación mía, pero pronto fue evidente que algo ocurría. Los semáforos no funcionaban y dejaban entrever pequeñas estalactitas de hielo. Los motores de los coches habían dejado de funcionar. Y todo el mundo dejó de caminar. No sólo era yo, nadie podía avanzar. La gente luchaba por dar un paso hacia delante mientras el frío paralizaba sus piernas y sus manos. Junto a mí había un chico cuyo tono azulado delataba que llevaba un buen rato luchando contra el viento. Pronto tuve la sensación de no sentir mis piernas, ni los brazos, ni los oídos, ni la cara, mis dientes entrechocaban nerviosos y mi cerebro intentaba sin suerte emitir órdenes. Escuché, muy lejano, o eso me pareció, un golpe seco. A mi lado, el chico azul se había caído al suelo y su estructura ósea se había roto en mil pedazos, como si de un jarrón de porcelana se tratase. No era el único, las estatuas humanas de nieve comenzaban a reventar de frío y nadie parecía poder escapar de aquello. Los pájaros caían por docenas. Era como si la ciudad se hubiera congelado y con ella sus habitantes. Todos nosotros. No podía ser cierto. No tenía sentido. La sinrazón solo puede combatirse con imaginación, me dije.  Decidí imaginar que estaba en casa, en mi sofá, envuelta en una cálida manta, saboreando un chocolate caliente, con la taza humeante entre las manos.  Casi podía sentir el bienestar de la calidez de mi hogar. Mis piernas comenzaron a reaccionar y pude dar un paso. Funcionaba. Estaba, imaginé, en la sauna, después de una agotadora tarde de gimnasia, y por mi frente se derretían cientos de  gotas de sudor. Un paso más. Avanzaba. El calor del verano abrasaba a los bañistas que se tostaban al sol en sus toallas, y yo disfrutaba del verano más tórrido de la década. Un pasó más. Y otro. Y otro más aún. Caminaba entre figuras deshechas, cuerpos rotos, llagados, azules, destrozados. Caminaba entre icebergs humanos sintiéndome abrumada por el calor. Cuando llegué al portal de casa, corrí sin parar hasta estar dentro de mi vivienda. Sin mirar atrás. Abrigada entre mantas, caliente y segura. Puse el televisor intentando encontrar una explicación a lo que acababa de vivir. Los programas matinales no se habían interrumpido para contar nada anormal. Allí seguían los de siempre hablando de las cosas de siempre. Puse la radio. Nada de ciudades congeladas. Nada. Encendí el ordenador y ningún medio digital hablaba de una macabra serie de inexplicables muertes por congelación. Me asomé al ventanal del salón y, aunque sentí el frío en la cara, no pude ver ningún resto de lo vivido. La gente caminaba con normalidad, a sus trabajos, de vuelta a casa o a realizar compras. No había cuerpos rotos, ni semáforos congelados, ni coches paralizados. No había nada de nada. Me senté en el sofá, sin separarme de la manta y mientras sentía como el sueño me ganaba la batalla, pensaba que no debía haber salido de casa. Hoy no era día de hacer recados. Hoy no era día para nada.