La partida definitiva
No había contrincante suficientemente bueno para él. Ni juego suficientemente complejo. Delante de un tablero no tenía rival. Era el vencedor absoluto de cualquier torneo de ajedrez. Daba igual la categoría, daba igual el país en que jugara, no conocía la derrota. Nunca la había conocido. Cuando empezaba la partida no escuchaba a nadie. No atendía a nadie. No le importaba nadie, sólo ganar. Cuando jugaba era despiadado. Feroz. Hiriente. Cruel. Luego, en su vida normal, era un chico dulce y cariñoso que siempre tenía tiempo para todos. Por eso, justo por eso, nadie pudo entender qué le pasó. Porqué en aquella partida tan sencilla se dejó vencer. Nadie entendió la fuerza que aquellos ojos azules ejercieron sobre él. Nadie comprendió porque no pudo apartar la mirada de su melena rubia. Nadie pudo entender que, por fin, había encontrado una competición en la que estaba en desventaja. Se fueron juntos, de la mano y sonriendo. Y sobre la mesa, con la sabiduría que le daban los años y consciente de que hay juegos en los que no existen reglas preestablecidas, el tablero, ese viejo tablero que siempre viajó con él, parecía desearle buena suerte en esa nueva partida. La definitiva.